collage de Enrique Molina |
A Susy
No, no lloro por ti
que ya cerraste "la tarde y la mañana en el último día de los siglos";
lloro por la niñita blanca de dos viejos retratos;
esa de la que eras el porvenir erróneo,
el presente negado por dos veces en el reverso oscuro:
"A Olga, la que no fui".
De pie, detenida en tu paso frente a las pirotecnias de la luz,
¿qué te impidió llegar hasta el columpio que oscila entre las nubes?,
¿quién te cruzó el camino con una soga negra trenzada por los perros del infierno?
¿y en quién recae ahora esta desgarradura insoportable?
De frente y de perfil, la indefensa sonrisa de estupor a punto de nacer,
comenzabas tu inicuo prontuario de inclemencias con los brazos caídos
y una mano apoyada levemente en el terciopelo que se va,
en la dulzura que huye.
¿Qué mirabas entonces tan absorta
como si contemplaras faunas desconocidas en un torpe dibujo indescifrable?
Tal vez vieras proyectarse en el muro formas vertiginosas del destino:
los vuelos insensatos de la madre trazando cada vez círculos más distantes,
unas sombras chinescas creciendo como monstruos domesticados por el padre,
la confabulación de los espejos donde se ocultan siempre las hermanas,
y al final el amor, el laberinto ciego que lo confunde todo,
el puñado de polvo brillando entre los dedos,
la sanción con el látigo, la hoguera y el cuchillo.
Aún no lo sabías.
Aún eras una cinta fulgurante detrás de la cometa inalcanzable
la niñita que gira como un sol entre acacias, coronada de lluvias amarillas;
la intérprete del zorro, de la piedrecita y de la hormiga;
la comensal de honor de los conejos, que desmigaja el pan junto con su risa;
la que alza los ojos azorados hacia la noche incomprensible
y tiembla entre las sábanas cuando escucha la voz de un dios desconocido amenazando con el rayo.
Yo he visto a esa criatura del pavor asomarse a tu cara
como si resurgiera desde el fondo sombrío hasta la superficie de las aguas
para espiar otra vez entre los listones del carruaje una escena inaudita;
la veo todavía sacudirse de nuevo en tus sollozos, deslizarse en tus lágrimas,
mientras la mano atroz la precipita por la cuesta sin fin contra el acantilado.
¿Dónde estaban los ángeles insomnes? ¿dónde, la diligente providencia?
Recoge los pedazos.
Yo te presto a mi abuela, esa que ya querías
y que andará tan atareada por todos los hospitales de los cielos.
Sabrá unir los fragmentos con sus costuras invisibles, con su santa paciencia.
Y deja que te conduzca en tus dos tiempos hasta la que no fuiste,
allá donde se fusionan sin duda los modelos del intenso deseo
con los borradores de las frustaciones y la consumación.
Después, en un día cualquiera, cuando te acuerdes, cuando quieras,
que puedas estampar tu rostro único en algún cristal que mire hacia este mundo,
aunque sea un instante; aunque sea un instante
que yo pueda leer en el reverso de la nube más alta:
"A Olga, la que ya soy".
en "La noche a la deriva" (1984)
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