sábado, 25 de febrero de 2012

Esos seres que fue Olga Orozco (Silvina Friera) para Página 12


Un verso se escurre entre los dedos del presente: “Son los seres que fui los que me aguardan”. La hechicera asombra. La luz de su mirada, tan intensa y magnética, parece de otro mundo. Enmascarada en los pliegues de otras horas, la alquimista que nació en Toay, La Pampa, con el sol en Piscis y ascendente en Acuario, regresa bajo las encarnaciones de esos seres que fue: “la niña clara y cruel de la alegría”, “la niña de los sueños”, “la niña de la soledad”, “la niña de la pena”, “la niña del olvido”, “la niña eterna”, “la niña del espanto”, “las fugitivas niñas de la sombra”. Todas estas niñas y algo más, mucho más. Como la poesía, Olga Orozco es “un organismo vivo, rebelde, en permanente revolución”. En las mil y unas caras de Orozco, perduran memorables piezas periodísticas de su labor en la revista femenina Claudia, donde se probó el ropaje de ocho seudónimos. Así fue la desopilante Valeria Guzmán del consultorio sentimental con las lectoras; Martín Yanez para sus agudas críticas literarias, Sergio Medina para las notas sobre avances técnicos o sobre estrellas de Hollywood como Marilyn Monroe; Richard Reiner para los artículos esotéricos; Elena Prado o Carlota Ezcurra para crónicas de la vida social; Valentine Charpentier para escritos biográficos y de viajes, y hasta el desafortunado Jorge Videla para algunos textos sobre tango o temas considerados “masculinos”. Dos esperadísimos libros permiten explorar el mosaico orozquiano: su Poesía Completa (Adriana Hidalgo), edición cuidada por Ana Becciú con excepcional prólogo de Tamara Kamenszain; y Yo.Claudia (Ediciones en Danza), compilación de su obra periodística (1964-1974) en la revista homónima, con investigación y prólogo de Marisa Negri.

Copiosos frutos se despliegan de la mano de la hechicera. La Poesía Completa recoge los once poemarios que publicó Orozco; empieza con Desde lejos (1946), el primero, y para dicha de los lectores se incorpora a este inventario esencial un libro póstumo, reunido bajo el título Ultimos poemas, además de tres ensayos en los que expresa sus ideas sobre la literatura y la creación poética, y evoca su vida. Resulta imposible leer “Anotaciones para una autobiografía” sin esbozar, por momentos, una sonrisa. “Cuando chica era enana y era ciega en la oscuridad. Ansiaba ser sonámbula con cofia de puntillas, pero mi voluntad fue débil, como está señalado en la primera falange de mi pulgar, y desistí después de algunas caídas sin fondo. Desde muy pequeña me acosaron las gitanas, los emisarios de otros mundos que dejaban mensajes cifrados debajo de mi almohada, el basilisco, las fiebres persistentes y los ladrones de niños, que a veces llegaban sin haberse ido.” En el preciso instante en que se parpadea para saltar hacia la próxima línea, la poeta desecha el registro juguetón por una emoción contenida. “No tengo descendientes –se lee hacia el final–. Mi historia está tatuada en mis manos y en las manos con que otros me tatuaron. Mi heredad son algunas posesiones subterráneas que desembocan en las nubes. Circulo por ellas en berlina con algún abuelo enmascarado entre manadas de caballos blancos y paisajes giratorios como biombos. Algunas veces un tren atraviesa mi cuarto y debo levantarme a deshoras para dejarlo pasar. En la última ventanilla está mi madre y me arroja un ramito de nomeolvides.”
Olga se marchó presintiendo que no regresaría. Eso recuerda Ana Becciú. Antes de internarse en una clínica, en mayo de 1999, para someterse a una delicada intervención quirúrgica, la poeta dejó sobre su mesa de trabajo, en el cuartito más retirado de su departamento de la calle Arenales, que le servía de escritorio, dos carpetas caratuladas “A” y “B”, y siete hojas con poemas mecanografiados y rubricados, abrochadas en una cartulina en cuyo dorso, escrita de su puño y letra, había una lista de doce títulos de poemas. Esos poemas estaban bien a la vista, como inmensos retazos del porvenir. La carpeta “A” contenía todos los poemas de la lista en proceso de escritura. La carpeta “B”, en cambio, los agrupaba mecanografiados y firmados por ella, como dándolos por terminado. En la hoja que abría la carpeta “A” había escrito, a modo de título, Ultimos poemas (ver aparte). El mal presagio se cumplió cuando los ojos de Orozco se cerraron el domingo 15 de agosto de 1999. “Reunir una obra poética supone que un hilo invisible la fue encuadernando durante años y que sólo queda hacerlo evidente –postula Kamenszain en el prólogo–. Es el identikit de una voz que desde lejos nos convoca a actualizar todos los libros en uno nuevo.”
(...)

Como tantos otros escritores, Orozco ejerció el periodismo. En el prólogo de la obra periodística, Marisa Negri repasa esta faceta menos visible. Colaboró en diferentes diarios y revistas argentinos, barajando estilos de acuerdo con el medio y con los temas que abordaba. Pero fue en la revista femenina Claudia, un mensuario de más de cien páginas dirigido por Cesare Civita y publicado por editorial Abril, donde la poeta lanzó un puñado de sus mejores conjuros estilísticos. La revista, con un diseño gráfico de vanguardia, apuntaba a una lectora alejada del modelo “mujer ama de casa”. Por las páginas de esta revista desfilaron varias firmas notables: Raúl Gustavo Aguirre, Pedro Orgambide, Jorge D’Urbano y Miguel Brascó, entre otros. La prosa periodística de la poeta es aguda, ingeniosa; en momentos en que se pondera tanto la crónica, perfiles y artículos de facturas más elaboradas que los que surgen en el día a día de una redacción, se debería incorporar al canon de nombres que se repiten –muchas a veces hasta el hartazgo– el apellido Orozco. Hay un par de textos orozquianos para enmarcar, para asignarles un “cuadro de honor”, sobre Katherine Mansfield, Lord Byron, Madame Curie o las mujeres del Renacimiento. ¿Quién incrusta el presente como un tajo entre las proyecciones del pasado? Olga –como siempre y para siempre– rompe las ataduras con lo imposible.

domingo, 12 de febrero de 2012

Entrevista a Olga Orozco: En el final era el verbo (Gonzalo Márquez Cristo)



fotomontaje de Pablo Runa para el dossier de "El jardín posible"


Por Gonzalo Márquez Cristo

La primera versión de esta entrevista contó con la participación especial de Amparo Osorio, Omar Martínez Ortiz y Yirama Castaño.
Nació en Toay, Provincia de la Pampa Argentina, el 17 de marzo de 1920 y falleció en Buenos Aires el 15 de agosto de 1999.
Autora de una de las más sólidas obras poéticas en lengua hispana, en 1962 le fue otorgado el primer Premio de Literatura, al que le siguieron a largo de su vida los prestigiosos reconocimientos: Gran Premio de Honor otorgado por la Fundación Argentina para la Poesía (1971); Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes (1980); Laurel de Poesía Universidad de Turín, Italia, (1984); Primer Premio de la Fundación Fortabat (1987); Gran Premio de Honor Sociedad Argentina de Escritores (1989); Premio San Martín de Tours (1990); Gran Premio Alejandro Shaw (1993). En 1998 le fue otorgado el Premio Juan Rulfo en Guadalajara, México.
Es autora de los poemarios: Desde lejos (1946), Las Muertes (1952), Los juegos pe­ligrosos (1962), La oscuridad es otro sol (1962), Museo salvaje (1974), Cantos a Berenice (1977), Mutaciones de la realidad (1979), La noche a la deriva (1984), En el revés del cielo (1987) y Con esta boca en este mundo (1994). Olga Orozco, nacida con el sol en Piscis y ascendente en Acuario, y con un horóscopo de estratega en derrota, según lo refiere en «Anotaciones para una autobiografía», nos guía por su denso y estremecido universo poético, explorando los matices agónicos de su voz, el incesante exilio interior y la raigambre entre misticismo y poesía, con su palabra propagadora de asombros.

* * *
Siempre que conversaba con Olga Orozco me impresionaba la gravedad de su voz, la fuerza de sus opiniones y la estremecedora capacidad para elevar el mínimo dolor o la más cotidiana desgarradura a una categoría estética. Su cáustica percepción del mundo y su impositivo sentido maternal que me regresaba por momentos a las reprimendas de la infancia me lanzaba en ocasiones a una feliz desolación, para usar su reiterada imagen.
Fueron múltiples las cartas y las llamadas que me acercaron a su peligroso dominio y hoy, a veinte años de la entrevista que realizáramos en agosto de 1990 para el número 3 de Común Presencia —donde publicaríamos una extensa selección de sus poemas inéditos—, me parece pertinente transcribir un fragmento de la misiva que antecedía las respuestas a aquella inquisición interior, con el propósito de fijar un retrato más conmovedor de esta poeta magnífica, cuya obra se ha convertido ya para el lector hispanoamericano en legendaria. A continuación su llamativo preámbulo:
«Entre mi intención de responder la entrevista y el papel pasaron enfermedades, crisis profundas, descorazonamientos, invasiones de hormigas, adioses imposibles y hasta inundaciones. Después también está el cuestionario que se las trae. ¿Te parece que son preguntas naturales, y sobre todo crees que son cosas que pueden interesar a alguien? Ay Gonzalo, Gonzalo, te he contestado como he podido, y si no te gusta rompe los papeles y cúbrete de ceniza. Suprimí una pregunta, porque no me gusta andar todavía por el mundo de la mano de Enrique Molina y de Alejandra Pizarnik. Para perderme en el bosque me basto sola, cantando o llorando, pero sola. El tiempo se me gasta en asistencias, en urgencias y en responsabilidades. Me queda un poco para desvelarme o para esconderme detrás de la puerta. Paciencia y barajar, como decía el gran clásico» (...) Buenos Aires, 20 de agosto de 1990.

La versión original de la entrevista aparece a continuación complementada con apreciaciones hasta ahora inéditas extraídas de la correspondencia donde es imperativa su voz atormentada y fecunda. Aquí, la hueste de escorpiones de un pensamiento en el fragor de su intemperie existencial:

¿Quisiera conducirnos hasta los orígenes de su poética?

—Empecé a escribir cuando sólo sabía hablar, jugando con las palabras, relacionándolas por sus sonidos y sus posibles significados, sin duda a través de impotencias, exaltaciones y asombros. Yo era una niñita tímida, reconcentrada y temerosa, acosada por misterios insolubles como lobos; y ahora comprendo que nombrar el mundo a mi manera equivalía a poseerlo, o a descubrir en mi expresión un «tú» permeable y comunicativo que me ayudaba a abordar lo extraño, lo ajeno. Era como establecer un diálogo íntimo y revelador con los fulgores, con los enigmas y hasta con las acechanzas.

¿Cómo se ha ido transmutando su pa­labra? ¿Cuál es el matiz más reconocible de aquella búsqueda del centro que siempre se escabulle, como parece ser la creación poética?

—Cuando pude trasladar mi juego al papel, se fue convirtiendo poco a poco en una apremiante tentativa de intercambio con lo inasible, cada vez más exigente, más rigurosa y más insatisfactoria. Puedo decir que siempre choqué con la zona vedada, la zona intransitable para el razonamiento o la explicación suficiente. Esta zona estaba en todas partes, dentro y fuera de mí, fuera y dentro de las cosas. Creo que supe desde muy temprano que la forma no era el límite, que había prolongaciones invisibles que iban desde el revés de la forma hasta mucho más allá de eso que llamamos esta realidad. Y me dediqué a interrogar las sucesivas realidades que hay detrás y que la incluyen, naturalmente, y siempre recibí como respuesta otra interrogación. Por otra parte, creo que eso es la poesía en sí: una permanente interrogación que lleva un poco más allá. En cuanto a la alquimia realizada a través de los años, si bien es evidente que el lenguaje se ha ampliado y que el estado de alerta frente a cada paso del proceso creador se ha ido exacerbando, mis intentos de aproximación a lo indecible se dirigen a los mismos centros. Dije más de una vez que es como arrojar la misma piedra a las mismas aguas: tal vez haya una diferencia en la onda que se produce, un mayor o menor acercamiento al punto exacto, pero la piedra, bajo distintas luces y apariencias, no es otra, y el agua es invariable.

¿El asalto continuo de la realidad cómo transforma su poesía?

—Supongo que la realidad que menciona es esta —inmediata, limitada y densa— a la que po­demos acceder con los sentidos y que tal vez sea un reflejo, como el de la ca­verna platónica. Y no es que la desdeñe. La amo, me seduce y me arrebata; le tengo el mis­mo apego irrenunciable que a mi propio cuerpo. Pero sospecho que me impide ver, que es bastante impermeable, que repre­senta además la contingencia, la ruptura, el accidente, la fragmentación, el desmigajamiento de la eternidad en el tiempo. Es la pared que separa lo que estuvo unido. Y eso es notable también en mi poesía: un muro contra el cual golpeo permanentemente, tratando de trascenderlo, de descubrir alguna puerta, alguna fisura que me permita atisbar el otro lado.

¿Podríamos decir que su voz, producto de un continente vulnerado, busca además el encuentro de los remotos caminos donde extraviamos nuestro aliento fundador?

—Pertenezco a un continente que me deslumbra y que pretendo me acompañe donde quiera que vaya. Lo demás, más que una pretensión es una especie de sed. Tengo el sentimiento y la nostalgia de la unidad perdida, llámese paraíso, llámese Edad de Oro, llámese el Uno Absoluto. Creo que desde allí el verbo habría continuado descendiendo, a través de la palabra, hacia la creación objetiva. Todos los mitos indican que se crea nombrando, que hay una especie de progenitura de la palabra unida a la creación, como si palabra y cosa constituyeran una identidad. Cuando escribo un poema, creo con imágenes verbales suscitadas por esas mismas cosas, produciendo encadena­mientos que me remiten cada vez más lejos, como si estuviera remontándome hacia la primera palabra y la unidad primordial. Naturalmente no llego jamás a las sílabas que podrían convertirse en el verbo sagrado, el cual estaría entonces al principio y al final de la creación. Creo que era en ese sentido que Valéry escribió con respecto a Mallarmé: «Se podía decir que él ubicaba el verbo no al comienzo, sino al final, detrás de toda cosa», como ocurre en mi poema «En el final era el verbo».

El surrealismo invade recodos de sus textos...

—Este movimiento poético posee una vigencia extraordinaria y nadie ha mensurado la liberación que desencadenaría en tan diversos estadios del pensamiento. El surrealismo nos dio la licencia para que el poderío de lo imaginario extendiera sus dominios. Lo Real Maravilloso de Carpentier encontró en él su legitimidad, para citar sólo una de sus últimas manifestaciones. El sueño alcanzó bajo su influjo un señorío tan sólo comparable con el explorado por el cuento fantástico de la literatura árabe. El subconsciente que Sigmund Freud desmantelara halló nuevos efluvios que no cesan de fortalecer nuestro fracasado proyecto humano. La asociación de imágenes promovida por Breton y su horda nos legó atrevidos caminos que ahora transitamos todos los escritores del mundo.

Nos parece adivinar en su obra la huella de poetas como Nelly Sachs y Dylan Thomas, ¿son acaso importantes influen­cias?

—No, en absoluto. Conocí los cuentos de Dylan Thomas mucho antes que su poesía, que me parece admirable, no sólo por su musicalidad y su dinamismo sino por su poder celebratorio. ¿Pero qué tengo que ver yo con esa magnificencia que sur­ge como a sacudidas y que está colmada de imágenes irrepresentables y de rupturas? Poco y nada. Menos aún con Nelly Sachs, a quien mi desconocimiento del alemán me hizo ignorar su voz hasta bastante tarde y en cuyo loable y salmódico lamento por la desposesión y el exilio del pueblo judío no encuentro el menor parentesco conmigo.

Es apreciable en Museo salvaje una filiación con Temblor de cielo de Vicente Huidobro...

—Ese libro del poeta chileno es uno de mis nortes secretos. Allí encuentro las latencias más afortunadas del surrealismo, el ritmo más vertiginoso y profundo que un lector pueda soportar. Sin embargo a veces distingo imágenes un poco forzadas, como si el arco se tensionara hasta quebrarse.

Usted dice que se entrega a juegos peligrosos, en los que cree adquirir pode­res mágicos. En «La cartomancia» hay un proceso cabalístico; en muchos otros exis­te la alquimia de las imágenes...

—A través de esos juegos peligrosos que encarnan en algunos de mis poemas, me refiero a la búsqueda afiebrada de Dios en todas sus posibles manifestacio­nes; a la persecución de la poesía, que ape­nas entrevista se desvanece; a las violacio­nes del tiempo al que altero en su carácter lineal; a la inmersión incondicional en los territorios de lo onírico y lo maravilloso; a las exploraciones en el fondo de mí misma hasta la enajenación y el agotamiento; a las experiencias de traslación del Yo a otros planos desconocidos; a las fusiones con el Otro y con lo Otro, y a muchas otras tenta­tivas de conocimiento y de liberación. También el esoterismo, en sus distintas ex­presiones forma parte de esos juegos pe­ligrosos porque todos intentan anular las imposiciones de la realidad, tratan de inci­dir sobre ella modificándola, suprimiendo las limitaciones, trascendiendo el aquí y el ahora. Magia y poesía están profundamen­te unidas en sus raíces: ambas desechan las leyes formales de causa y efecto, recurren a la analogía para ejercer sus poderes transformadores, realizan alianzas entre fuerzas contrarias y fundan territorios de posibili­dades infinitas en el universo de lo impro­bable, sólo con nombrar. Pero la magia es una apuesta esperanzada y la poesía es una apuesta contra toda esperanza y toda desesperanza. Sí, ¿es esa mi forma de entender la videncia? Tal vez, tal vez «ainsi je travaille á me rendre voyant», como Rimbaud.

A partir del Romanticismo Alemán existe un miedo que nunca abandona a los artistas más audaces. ¿Cree usted que una singular maldición acecha a los poetas?

—No creo que ninguna maldición esté fatalmente consustanciada con la natu­raleza de los poetas. Pero a partir del mo­mento en que Platón selló nuestra expulsión de su República, quedó decretada nuestra proscripción. Aunque no tergiversemos el carácter de los dioses ni hagamos torpes imitaciones de sus actos, aunque nadie nos exija elogiar a los hombres esclarecidos ni ser ejemplos de virtudes edificantes, los poetas, salvo muy contados reconocimientos, seguimos enfrentando las suspicacias, el desdén y el estupor. Son las reacciones habituales que provoca un personaje ensimismado y estrafalario, que farfulla a solas, que juega su destino a visiones ilusorias y que habita en un tablón suspendido entre abismos. Parecería que se cumple, a través de la exclusión, una especie de internación hacia afuera, de jaula al revés, ya que la sociedad rechaza lo que es para ella lo Exterior, lo que cumple una ex­periencia extrema, al decir de Michel Fou­cault —locos, leprosos, miserables, licenciosos, profanadores, heréticos, irregulares—, lo que sobrepasa las fronteras admitidas para la carne, para la salud, para la razón, para las pasiones. También nuestra categoría entra en los desórdenes de la trasgresión y de la desmesura y es punible. Los castigos que la sociedad le inflige al poeta por su falta de adaptación a valores y reglamentos que no son los suyos, son paralelos a los que el poeta se inflige a sí mismo por esa misma inadaptación, y que comprende una intolerable gama de angustias, penurias, desgarraduras e infiernos, hasta llegar a veces a la autodestrucción.
Desde luego no quiero hablar de los falsificadores, de los poetas que se atienen al código de los malditos al pie de la letra, y que consiguen condenas verdaderas.

¿Cuál es el destino del amor, uno de los pocos dones de esta noche deshabitada?

—El del amor en general, como un per­manente impulso de entrega a los demás, como una conjunción con todo lo existente, depende del mejoramiento de cada uno y de la suma de un feliz intercambio, que fuera en su plenitud la fundación de un paraíso terrestre. Claro que para eso tendríamos que considerar nuestro exilio no como una noche deshabitada sino como una noche colmada de criaturas perdidas en el bosque, y hacer señas y buscar y encontrar y perdurar en nuestro acercamiento. Al amor lo he visto consumirse en su propio fuego, como si el mismo ardor que lo alimenta lo devorara, como si el roce de los días o la repetición de las palabras y los actos lo fueran desgastando hasta hacerlo desaparecer. Creo que esta inmolación, en nombre de la costumbre o de cualquier tentación, es una incapacidad para vivir en estado de juego, de inocencia y de gracia, además de ser un defecto de la imaginación, que no sospecha que el territorio prodigioso de lo desconocido crece a medida que se avanza desde lo conocido.
Si bien en cada amor hay momentos eternos, sucesivos amores no equivalen al amor absoluto porque incluyen también sucesivos fracasos y edenes perdidos. Yo no me resigno a pensar que el amor único tenga que ser forzosamente el amor platónico, el que se salva de todo riesgo, de toda claudicación, de todo desvío, y sigue el camino de lo posible clausurado. Y no hago envejecer a Isolda y a Julieta, y ni siquiera, a Romeo y a Tristán, para congelarlos en el desamor o condenarlos a un eterno retorno que es casi esa abstracción deshabitada de la que nos habla Maurice Blanchot. Yo apuesto por el amor, como apuesto por Dios, y no necesito pruebas.

En sus textos existe una cadencia letánica y es evidente su intento por interrumpir un exilio existencial, similar al proceso vivido por los poetas místicos...

 —A veces siento la poesía como un conjuro y al corazón como un talismán que imanta las catástrofes. Lo religioso recorre mi escritura, o tal vez lo sagrado. Escribí «En el final era el verbo» que deseaba descubrir a dios por transparencia. El ritmo que aprisiona mis versos es como una caída en espiral de imágenes, de sensaciones, de mi propia alma que balbucea y huye de un sol inextinguible. Empezaré a caer hacia lo alto, digo en uno de mis versos. Puedo confesarlo: Quiero a Rilke volando por mis páginas.

¿La caída es el punto donde el asombro aparece?

—Sí, desde un punto de vista cristiano. Es el punto en donde se produce el nacimiento, el despertar a esta extrañeza, a este mundo adorable pero sorprendente, sin respuestas posibles, y en el que la caída no cesa, sino que se prolonga durante todo el viaje y se siente como un candil en cada pérdida. Se supone que después comenzará el ascenso.

Las cenizas han orientado búsquedas esenciales del hombre: aún conservan la fuerza de su pasado incandescente y por otro lado fundan fuegos imprevistos. ¿No le estará permitido al poeta sorprender al azar-objetivo soñado por los surrealistas en su mo­mento de gestación?

—¿Qué cenizas? ¿Las del propio pasado, las de la historia? Si vemos cenizas es porque algo nuevo se ha gestado y entonces ya no son ellas las que nos orientan. En cuanto a sorprender al azar en su momento de gestación por más que el poeta ten­ga un sexto sentido, un gran poder de anti­cipación, y esté alerta a cualquier señal que pueda equivaler a un anuncio significativo, es muy difícil saber que en ese punto está la iniciación precisa de algo que después llamaremos azar objetivo, lo que Breton definió como «el encuentro de una causalidad externa y de una finalidad interna», es decir, a un maridaje inquietante entre un elemento objetivo y otro subjetivo que se corresponden, y no a una simple casualidad cotidiana. Por lo demás, tendríamos que atisbar esa «gestación» desde los dos extremos de las series (exterior e interior) que se unirán produciendo el deslumbramiento o el asombro, presuponiendo entonces este encuentro, lo cual equivaldría a un determinismo o por lo menos a un cálculo de resultados, como en una observación de laboratorio.

El ser, fuerza que para algunos filósofos se crea por la palabra, ¿encuentra al final su verdadero rostro en un espejo: en el silencio?

—En el silencio, tal vez, como culminación del verbo creador; tal vez también en Dios y en los demás, todos como un reflejo y una prolongación de ese mismo Dios. Encontrar el verdadero rostro en un espejo equivaldría a haber inventado el mundo, a confirmar el triunfo de lo iluso­rio, de una estremecedora y vana soledad Berkeliana.

¿Posee algún amuleto que pueda protegerla de sí misma?

—Sí, poseo tres: el amor, el perdón y una piedra negra, muy lisa y muy lustrosa, que me ayuda a transitar por lo desconocido ilimi­tado.

¿Acaso la poesía la deja siempre expuesta? ¿La convierte en alimento de los lobos interiores, en pasto de lo Otro?

—Es una niña perversa, impúdica, o mejor, una flor carnívora insaciable. La flor azul de Novalis es victimaria por naturaleza, recordemos que nace al borde del abismo. El poema es como un ejército de hormigas que busca mis entrañas a horas inusuales y de esa contienda nunca salgo ilesa. La poesía intenta apresar al tiempo en un pequeño frasco de perfume, es el ojo que pretende ver la nuca del observador. Ella es arbitraria y funesta. Su principio es anómalo y muchas veces criminal. Pero debemos recordar que sólo el poeta se baña mil veces en el mismo río, los demás seres jamás persiguen ese tormentoso delirio. Desde que nací intento apenas sobrevivir a su intemperancia, a su reino devastador.

¿Cómo percibe la creación poética de América Latina?

—Amplia, muy variada, sorprendente, salpicada de altas cumbres, pasadizos sub­terráneos, de islas, archipiélagos y yacimientos por descubrir...

* * *
Tres años después de publicada la versión original del anterior diálogo recibí una carta extensa, angustiosa y colmada de confidencias, de la cual extracté el siguiente fragmento seguro de que interesará al deslumbrado lector de esta poeta que «padecía de paredes agrietadas, de árbol abatido, de perro muerto, de procesión de antorchas y hasta de flor que crece en el patíbulo», según lo dijo en uno de sus textos sobrecogedores. Y que además se creía rica, «rica con la riqueza del carbón dispuesto a arder».
(...) «No quiero provocar la suerte que no ha sido muy pródiga conmigo, ni en lo importante ni en lo ínfimo. Si voy al cine, se sienta adelante un cabezón; si al correo, estoy detrás del joven que despacha 400 participaciones de casamientos; si a un teléfono público, mi turno es inmediatamente después que el de la madre que dicta a su hija diez recetas de cocina. ¿Por qué me ha de respetar un espantapájaros colocado en el camino? Creo que últimamente un buscapiés de Navidad no vacilaría en perseguirme. Dirás que esto es un síntoma de mi intensa depresión, y sí, lo es. He tenido muchas pérdidas en los últimos cinco años: toda mi familia, mis mejores amigos. Apenas si me queda la fuerza necesaria para hacer frente a los oscuros despertares, empezar a remontar el día y ponerme a trabajar, poco y mal... No te sigo llorando para no contagiarte. Cuando pase esta etapa no vacilaré en ir a Colombia. Tengo grandes amigos allá, a quienes siento muy cerca de mi corazón y de una memoria que se adelanta a todo conocimiento».

Qué más puedo agregar: ¿No era ese tu triunfo en las tinieblas, poesía?



(Versión original, Buenos Aires-Bogotá, agosto de 1990)


Agradecemos al autor de esta entrevista su gentil colaboración con este blog.

sábado, 4 de febrero de 2012

Entrevista a Olga Orozco: Boca que besa no canta







(Publicada en la revista Último Reino, en diciembre de 1994 y realizada por: María del Carmen Colombo, Patricia Somoza y Mónica Tracey.)

La obra de Olga Orozco es fundante en la literatura argentina contemporánea. La publicación de su último libro Con esta boca en este mundo fue el motivo para hablar acerca de su escritura, de sus compañeros de ruta, de la literatura como medio de vida, de sus casi desconocidos relatos, del amor, de la poesía, de una pasión infinita.
Ella dice que habla en endecasílabos, con la medida de su respiración. Dice también que nunca se sintió poeta. Que su poesía ha sido una apuesta esperanzada y sin esperanza a la vez, apenas una aproximación, una búsqueda de respuesta a cada interrogante. Sin embargo, la que habla es Olga Orozco, la autora de libros como Los juegos peligrosos, Museo salvaje, La noche a la deriva. Su casa llena de luz es el lugar de encuentro, la escena propicia para la conversación.


P: ¿En qué momento sintió que era una poeta?

O.O
: Ah, yo no lo he sentido nunca. Todavía no lo siento. Siento que soy una persona que escribe poemas. Nada más. Pero de allí a sentir que soy una poeta, no lo sentí nunca, todavía estoy aspirando al título.


P: ¿Alguna vez dudó de su escritura?


O.O
: Siempre, permanentemente. Yo siempre siento que el poema es una especie de apuesta esperanzada y sin esperanza a la vez. Porque sé que no voy a acertar nunca con el centro preciso de nada de lo que quiero decir. Es una aproximación, nada más. Pero la apuesta se vuelve a repetir, naturalmente, no se renuncia. No sé, creo que debe ser la sensación de casi todos. Creo que salvo los poetas muy descriptivos, esos que consiguen encerrar un paisaje en lo que hacen, el resto no llega nunca a ese centro. Pero si la poesía se te confunde con una visión sagrada y no sé si acertar con algo es acertar también con la palabra sagrada, el momento de acierto con algo debe ser como una revelación. Yo supongo que se paga muy caro: se debe pagar o con el silencio, o con la enajenación o con el balbuceo permanente como Rimbaud, Hölderlin o Artaud.


P: “Hemos hablado demasiado del silencio...”, dice usted en un poema de su último libro...


O.O
: Hay dos clases de silencio: está el silencio de la pausa, es decir el silencio del vacío, que puede darse por muchas razones. Y está el silencio de la plenitud, que siempre es aparente (enseguida sientes que lo tienes que llenar con algo nuevo). Pero yo creo que se ha sobrevalorizado el silencio con relación a la palabra. Parece que todo el mundo escribiera para llegar al silencio. Y yo creo que es una mala interpretación acerca de Rimbaud, quien es tomado como ejemplo para esto. Como si la gran consecución, el gran logro de Rimbaud hubiera sido su silencio. Yo no creo que haya sido así, para nada. Ahora, ¿es una renuncia, es un desdén o es otra cosa? No lo sabemos.


P: ¿Cómo juega en su escritura el silencio? Porque pareciera que en sus textos no hay lugar para el silencio, sino que siempre el silencio está nombrado.


O.O: Y, tal vez, no sé. Eso no lo he pensado demasiado, les confieso. Lo que podría decir, sí, es que existe una solicitación continua de eso que Octavio Paz llama “los signos en rotación”, justamente cuando habla acerca de Mallarmé. Las solicitaciones son muchas, casi siempre cuesta más renunciar a las solicitaciones que buscar la solicitación en sí. Porque la opción siempre me mutila, la opción siempre me priva de algo –yo soy bastante barroca como ustedes ven--. Creo que de allí viene la no búsqueda tan absoluta del silencio.


P: Algo que se repite como una afirmación es que usted encontró temprano una voz y la mantuvo a lo largo de toda su producción poética. ¿Usted siente que es así?


O.O
: Creo que de algún modo los asuntos son los mismos. Y creo que pasa con todos los poetas. Se trata de un largo poema que podría ser ininterrumpido. Porque uno gira más o menos alrededor de las mismas cosas acuciantes internas, ¿no? Yo creo que debo haber conseguido tal vez una mayor riqueza de expresión, una mayor soltura en los recursos, una mayor maduración reflexiva como para que lo que antes se manifestaba de una manera más ingenua tome caminos más en espiral. Pero creo que en esencia son las mismas cosas.


P: ¿Nunca sintió la tentación de intentar otro tono o siempre fue así y no le interesó probar otro?


O.O: Yo creo que en mí es el tono de mi propia respiración. Naturalmente, cuando en mi primera adolescencia hice cosas formales --escribir sonetos, romances, liras, cosa que por otra parte quedó tan atrás que ni recuerdo una siquiera– el tono tal vez fuera otro. Yo creo que mi tono corresponde a mi ritmo, y mi ritmo respiratorio es el endecasílabo y el heptasílabo. De haber inventado otro tono, habrían tenido que venir a hacerme respiración artificial. La otra vez vino a verme García Saraví, y se escuchaba el ruido de una canilla. Entonces él me pregunto qué era eso, y yo le dije: “en esta casa todo canta o llora”. Y él me dijo: “¿no te das cuenta que hablás en endecasílabo?”. Y yo le dije: “Cómo no me voy a dar cuenta si es la medida de mi respiración. Ahora te los regalo porque éstos son los que utilizo de entrecasa”, le contesté.


P: Sin embargo en relación con su obra poética sus relatos resultan sorprendentes. Usted es conocida y reconocida como poeta pero poca gente sabe que escribió cuentos.


O.O
: Sí, claro, porque además mi libro de relatos tuvo muy mala suerte. La oscuridad es otro sol apareció y, a los dos meses, desapareció. Y es de lectura obligatoria en Universidades, en Estados Unidos, inclusive en los seminarios, y me escriben muchachos de allá pidiéndome que les mande una fotocopia, porque en las librerías de acá les contestan que el libro está agotado. Y bueno, está el sótano de Losada lleno de libros. Sin embargo, un día me llamó Nicolás Babini para decirme que gracias a este libro yo había conquistado la celebridad. En el diario Clarín un artículo empezaba diciendo: “Por más que la poeta Olga Orozco diga que la oscuridad es otro sol, la población de Buenos Aires no opina lo mismo”, y seguía hablando de los cortes de luz.


P: ¿Se podría hablar de una escisión entre sus relatos y su poesía?


O.O
: Yo creo que no la hay. Incluso en mis relatos se encuentran muchas de las claves de mi poesía. Hay muchísimos elementos de angustia y de muchas otras cosas, ¿no?


P: Sin embargo, en sus relatos está presente el humor.


O.O: Y, claro, la poesía no puede hacer humor, para mí, para mi tono. Si yo hago humor, rompo... con todo. Me resulta más fácil hacer humor en una cosa que es lineal y que es un poco accidental para mí. Porque yo creo que, cabalmente, mi tecla está en la poesía, no en el relato. Inclusive, no sé, creo que hay demasiadas imágenes tal vez.


P: No cabe duda de que son los relatos de una poeta, pero además tienen humor.


O.O
: Tienen humor, tienen acción y tienen un diálogo que no es forzado. Pero además están armados como yo hago los poemas. No sé si ustedes se han fijado que en mis poemas hay una estructura muy rígida, son de una arquitectura muy acabada. Es decir, las escaleras no dan al vacío, las ventanas no se abren en un pilar, se abren donde deben abrirse, lo que está en la línea veinticuatro no se contradice con lo que viene en la línea treinta y dos. Nunca un elefante levanta una pestaña ni sucede ese mundo de cosas. A los relatos yo tenía que pensarlos dibujando casi, para que alguien que acababa de pasar por un lugar no se encimara con otro que ya estaba en ese lugar. Hablo de personas pero lo mismo me sucedía con las paredes y los objetos.


P: ¿Usted siente que la poesía y los relatos le han dado posibilidades diferentes?


O.O: 
Bueno, claro, el relato me dio la posibilidad de contar de una manera lineal. En mi poesía yo no cuento, es otra cosa. Tampoco hago humor, ya lo decía antes.


P: ¿Por qué la idea de que el humor no puede estar en la poesía?


O.O
: No, no. No es que yo crea que no puede estar. Es mi caso. En m
i caso hay a veces una cierta ironía. Al humor no he llegado nunca.


P: Tal vez sea porque en su poesía la palabra está tratada como palabra sagrada.

O.O:
 Así es la cosa. En mí la poesía se mezcla un poco con la plegaria misma. Muchas veces me encasillan dentro del surrealismo, cosa que no es para nada real. Tal vez haya un parentesco en la actitud ante la vida, en la valorización de muchos elementos oníricos, en la creencia en muchos planos diferentes de la realidad –que no son solamente los visibles–, en el apego a la libertad, al amor, al erotismo, a un montón de cosas que ensalzan los surrealistas. Pero yo, por ejemplo, nunca hice automatismo, jamás. Y pienso, y lo sigo pensando, que si alguna vez hiciera automatismo yo no desembocaría en la poesía sino en la plegaria.


P: Usted tiene un humor muy agudo.


O.O:
 Es cierto, el humor me ha sacado siempre de los grandes abismos. El humor es lo diario. Y la poesía es otro nivel. Es lo que dice Bachelard: la poesía es lo vertical, naturalmente. Lo vertical es la excavación en lo profundo o la ascesis, la elevación, la búsqueda de lo alto. La prosa es lo lineal, lo horizontal, la vida diaria en la que pueden caber costumbres, rutinas, diálogos, entra todo lo posible de la comunicación humana. Pero eso yo digo que en mis relatos yo soy realista. Los hechos son reales.


P: Con algo de fantasmagoría...


O.O:
 Yo tuve una abuela, nieta de irlandeses, que vivió con nosotros hasta los 97 años. Ella me contó cuentos, creo que hasta que yo tenía 25 años. Cuando yo estaba durmiendo, me iba a buscar a cualquier hora porque tenía insomnio, me hacía levantar para tomar fernet con ella y me contaba cuentos. Pero cuentos que no he encontrado en ningún lado; creo que alguno, seguramente, lo inventaba. Ella tenía una creencia muy grande en otros mundos, en elementos mágicos, etc… Y yo tenía muchos elementos sobrenaturales cuando era chica – y cuando grande también--. El cuarto de mi abuela y el mío se comunicaban por medio de una puerta. Yo veía siempre el resplandor de las velas, porque ella pasaba largas horas despierta rezando. Uno de mis cuentos termina con eso: yo estoy viendo una señora que se está hamacando en una silla vienesa que hay en mi cuarto, una señora transparente hecha como de humo..., y cuando le pregunto a mamá me dice que es mi abuela Florencia. Me estaba hablando de alguien que había muerto hacía cincuenta años, y yo oigo, entonces, un ruido en el patio de la casa, un roce extraño como de alas en las persianas. Entonces me levanto para ver qué pasa. Y ella me ve pasar por delante de la puerta y me pregunta: “dónde va, hijita”. Y yo le digo: “no sé, abuela, escucho ruidos en el patio”. Ella me responde: “no es nada, váyase a la cama, son los fantasmas”.


P: ¿Cree que ese clima de la infancia propició su acercamiento a la literatura?


O.O:
 Bueno, supongo que sí. Porque yo comencé a escribir antes de saber escribir. Tampoco tuve nunca oposición en mi casa para la literatura: papá era un excelente lector, me leía a Leopardi, a Dante, me los traducía, desde muy chica.


P: ¿A qué poetas reconoce como maestros?


O.O:
 Yo puedo reconocer como maestros hasta al oleaje, al viento de la pampa, al canto de los pájaros, a la Biblia, al sermón, a los relatos de mi abuela que era fantástica. A tantas cosas puedo reconocer como maestros, y evidentemente mi primera formación fue muy clásica. Yo escribo verso libre pero empecé escribiendo verso casi clásico, rompiendo después.


P: ¿Qué leía usted?


O.O
: Leía a Quevedo, a San Juan de la Cruz, a Garcilazo, a Lope...


P: ¿Y después de ellos?


O.O:
 Después de ellos pasé a los franceses: a Rimbaud, a Nerval, Artaud, Michaux, a Milosz, siempre tuve adoración por Milosz. Y de los españoles de la generación del 27, mi gran amor no fue ni García Lorca ni Alberti, sino Cernuda. Y los románticos alemanes, naturalmente.


P: ¿Eliot también?


O.O:
 Eliot también, y Rilke.


P: ¿Y los compañeros de ruta de su generación? ¿De quiénes se sintió próxima?


O.O
: ¿Dices en cuanto a la poesía, en cuanto a la mentalidad o en cuanto al afecto?


P: No sabemos si corre todo junto.


O.O
: No, no. Porque mi poesía, por ejemplo, no tiene nada que ver con la de Alberto Girri, y Alberto era como mi hermano, una de las personas que más he querido, más próxima. Nos conocimos en la facultad con Alberto. He tenido por él un enorme cariño. Para mí su muerte ha sido un golpe muy duro... Bueno, por lo demás, como poetas: Molinari, Enrique Molina –tenemos bastante parentesco inclusive de lenguaje–, Bayley, Aguirre... Pero creo que a ninguno elegiría para compañero de la isla. En otro tiempo me hubiera ido con un médico ginecólogo. Ahora me iría con un sacerdote. (Y el grabador prefiere olvidar. Es el momento en que el grabador prefiere callar, mientras en la habitación luminosa persiste la risa. Con malicia sale la ocurrencia y la risa estalla. La misma que Olga Orozco reconoce que la ha ayudado a lo largo del camino, cuando la sensibilidad y la inteligencia le hablan de dolor y de absurdo. Tal vez porque “hay una misma cavidad para el dolor y la alegría”, como decía Victor Hugo. Es entonces cuando el humor la salva, la salva cada vez que dice un nombre en el sitio preciso. Y el grabador olvida. Cuando Olga Orozco habla su boca ríe en el mundo como en sus relatos.)


P: Dijo que conoció a Girri en la facultad, ¿usted estudio Letras?


O.O: Sí, Letras. No terminé la carrera, hice hasta cuarto año. Estudié en la UBA, en la calle Viamonte, empecé en 1938 y dejé en el ‘42.


P: ¿Usted sentía la necesidad de una formación académica?

O.O:
 No, pero pensé que necesitaba un orden. Un orden para estudiar. Después me casé y me resultó difícil retomar, sobre todo griego que era obligatorio hasta cuarto año



.P: ¿Le fue provechosa esa experiencia?

O.O:
 Bueno, me dio un cierto orden, una cierta disciplina que me hacía falta.



P: Hablamos de los compañeros de ruta, ¿qué pasa con las generaciones más jóvenes? ¿Siente que su poesía ha influido en ellas?

O.O:
 Eso se lo voy a preguntar a ustedes. No la encuentro como influencia, pero yo me entiendo muy bien con los jóvenes. Creo que no somos cerrados, que tenemos ductilidad como para ver dónde está la poesía. De la misma manera que yo la encuentro en muchachos que hacen poesía concreta, o que hacen ese tipo de cosa generativa en que una palabra trae otra, con muy poca ilación como no sea un parentesco a veces exclusivamente verbal.



P: ¿Usted se siente leída por las generaciones más jóvenes?

O.O:
 Sí, yo lo he sentido, porque he dado muchas conferencias, he hecho lecturas en universidades y yo encuentro el eco de los muchachos. Siempre me he sentido muy cómoda y muy acompañada y además he tenido una conversación muy libre, muy espontánea con ellos.



P: Nosotras creemos que su poesía está presente en la escritura de poetas mas jóvenes, a veces desviada, a veces con otro tono. Incluso nos parece difícil pensar en la existencia de Alejandra Pizarnik sin su poesía.

O.O:
 Bueno, yo la conocí a Alejandra cuando yo tenía treinta y seis años y ella, dieciocho. O antes: yo tenía treinta y cuatro y ella, dieciséis. Algo debo haber obrado.


P: 
Sin embargo, nos interesa reflexionar acerca de este tema porque hay un parentesco literario fuerte entre su poesía y la de Alejandra y pocas personas han reparado en esto.


O.O: 
Sí, sí, claro, por supuesto.


P: 
Tanto es así que hay versos suyos en los poemas de Alejandra, como “de estas aguas no beben las bestias del olvido”, que incluso se incluyen sin la cita correspondiente. ¿Le molesta esto?


O.O:
 No, a mí siempre me gusta que citen a mis clásicos.



P: Y, en general, ¿cuál es su opinión cuando un poeta incluye versos ajenos sin citar?


O.O: Yo creo que no está mal, es lo que llaman intertextualidad...Yo no lo haría. Creo que las cosas pueden ser lícitas. Pero bueno, también eso puede ser, es una manera, está expuesto ahí, que lo descubra quienquiera.

P: 
¿Si en lo que usted está escribiendo, de pronto descubre que hay algo que quedó de otro escritor...?


O.O:
 Hago una búsqueda exhaustiva, y si no lo encuentro y tengo la sensación de que es de otro, lo saco. Quizá por un sentido de la propiedad desarrollado excesivamente, tal vez.



P: De todos sus libros, ¿cuál prefiere?

O.O:
 Siempre será el próximo, si existe. Cuando un libro se termina, lo que tengo es la sensación de que no está realizado del todo. Aunque nunca escribo un libro con la intención de escribir un libro, se va haciendo porque hay un oleaje que trae cosas semejantes de una época u otra época. Y después es lo que trae el oleaje de cada época.


P: ¿Ninguno de sus libros de poemas está 
pensado como unidad?


O.O:
 Yo creo que los únicos libros que escribí como una unidad total fueron Las muertes y Cantos a Berenice.



P: Museo salvaje también parece estar pensado como una unidad.

O.O:
 Claro, porque fue una época de angustias, y la angustia esencial mía era la angustia de muerte con relación a cierta sensación de enajenamiento con respecto a mi cuerpo, que Yurkievich confunde con asco y con algo demoníaco, y está muy equivocado. Jamás. El cuerpo siempre me ha parecido un intermediario sagrado.


P: 
¿En qué trabajo se refiere Yurkievich a su libro Museo salvaje?



O.O: En un trabajo asqueroso.


P: Cuando se habla de Olga Orozco se hace mucho hincapié en el esoterismo. Sin embargo, loesotérico marca fuertemente un momento de su producción, no toda su obra.
O.O
: Por supuesto, eso está en Los juegos peligrosos, y después queda uno que otro elemento. Hay personas que han hecho tesis en Estados Unidos por ejemplo, muy bien hechas por cierto pero que toman exclusivamente el esoterismo. No lo religioso, que en mi poesía es tanto o más importante que lo esotérico. Además en Los juegos peligrosos hay una cantidad de elementos que están explícitamente jugados en ese orden pero en lo que no se tiene que insistir tanto.



P: En cuanto a lo religioso, sus poemas por momentos parecen sostener una creencia, por momentos parecen escenificar una duda en una lucha desesperada por creer.

O.O:
 Yo creo que están las dos cosas. Hay una fe profunda que a veces tambalea, sobre todo en los poemas que tienen relación con la muerte



P: Como en el poema “Si me puedes mirar”, donde se pide por favor un testimonio...

O.O:
 Ah, sí, el poema a mi madre. Bueno, también lo pido en un poema de mi último libro. Pero no como si pidiera que Dios me manifieste su existencia, sino que me manifieste mi existencia. Porque yo, a veces, creo en una absoluta irrealidad de mi persona: esa es una de mis angustias grandes. Y a veces creo que no hay nada, como decía Borges, “que alguien me está soñando” y que a la vez yo proyecto un universo alrededor. En fin, una cosa muy berkeliana, pero eso es otro tema. Pero siento que mi angustia de muerte no me la quiero confesar y, además, que proviene de un cierto retorcimiento en la duda que no quiero sentir. Y es que, justamente, para mí lo contrario de la vida no es la muerte, para mí lo contrario de la muerte ha sido siempre la nada. Pero la nada es impensable: no te cabe la nada en tu cabeza como no te cabe lo que no tiene principio y lo que lo tiene, lo que no tiene fin y lo que lo tiene. No te cabe ninguna de esas cosas porque la conciencia funciona con otros caminos. Tal vez yo le tenga miedo a una cierta metamorfosis, que por fuerza se pueda producir después de la muerte y que es totalmente impensable –por más que golpee de este lado, no voy a saber cómo es ese tránsito–. Pero una tiene la sensación de que puede apegarse a eso que dice Sócrates según Platón: si hay algo después, bienvenido sea, ¿y si no hay nada? ¿Qué? ¿Qué importa?, ya ni estás. Pero es como si fueras a ver que no hay nada, a ver esa nada. Esa es la angustia brava.



P: En sus textos se habla de la caída, en un sentido bíblico.

O.O:
 Sí, sí, claro, para mí la caída sigue como en una cierta movilidad que no es visible, pero que está acá, en el mismo punto donde, aparentemente, estamos suspendidos



P: En ese sentido, ¿qué pensadores, qué filósofos, quiénes formaron a la primera Olga Orozco y después con cuáles se fue afianzando?

O.O:
 Bueno, no tengo nada con qué quedarme definitivamente. Mi apego mayor ha sido por Kierkegaard, por Heidegger, por los existencialistas, en definitiva. Pero siempre con un Dios, no sin un Dios.



P: ¿Sus poemas de amor fueron escritos mientras usted estuvo enamorada o cuando el amor pasó?

O.O:
 Y... no. Mis poemas de amor, aun cuando siguiera enamorada, están escritos ya a una pérdida. Yo estoy con los españoles que dicen: “boca que besa no canta”. Estuve siempre muy ocupada mientras el amor era pleno y compartido como para sentarme a escribir. Creo que esa es una de las razones de que no haya escrito demasiado.



P: ¿Cual es su visión del amor?

O.O:
 Era siempre demasiado absoluta. Por eso la falta de perduración, justamente.


P: 
Quemándose en su propio fuego...


O.O:
 La falta de perduración no era mía sino de la otra parte. Como sucede con el amor absoluto y los hombres: es muy difícil que ellos se plieguen a un amor absoluto. Se sienten un poco asfixiados. Además resulta muy difícil encontrar la conjunción de un amor absoluto y un espíritu de fuego.



P: ¿Ante qué influencia mayor se sentó a escribir, qué la moviliza más fuertemente para la escritura?

O.O:
 Por un lado la ignorancia, en el sentido de que quería saber cosas y no recibía respuestas satisfactorias. Entonces empecé a interrogar yo a las cosas. La poesía ha sido para mí una interrogación, aunque aparentemente sea una aseveración. Por otro lado, el terror al tiempo y el temor a la muerte.



P: ¿Y con respecto a su último libro?

O.O:
 Bueno, es un libro duro. Fueron cuatro años terribles esos. Está escrito con pérdidas y ausencias, como sobrepasando el momento del grito. No lo escribí con el grito, lo escribí después. El grito lo dieron muy bien los griegos. Pero como hay una cosa de fe última, no es un camino cerrado. En fin, es el ritmo que una ha tenido entre azares y desdichas. Antes, ustedes me preguntaban a cuál de mis libros quería más. Yo no sé, el último es uno de los que más quiero. Y creo que es así porque ahí se convocan un montón de pérdidas que se recuperan a través de las palabras, y el resto es catarsis que también es importante.



P: Usted trabaja la pérdida como recuperación.

O.O:
 La ausencia termina por convertirse en una presencia, la ausencia termina por acompañarte.


P: 
Y con respecto a la realidad más inmediata, ¿la literatura le permitió vivir?


O.O:
 A todo el mundo le parece que la literatura no sirve para nada, pero yo me he ganado la vida con la literatura, no con talleres literarios sino trabajando en editoriales. Trabajé muchos años, primero en Losada, más tarde con la editorial Muchnik, que después pasó a ser Fabril Editora. Allí era secretaria técnica cuando Pellegrini era asesor literario, yo trabajaba con él. Seguía todo el proceso del libro: el encargo, la traducción, la corrección de estilo y la de pruebas. Después, cuando cerró Fabril Editora, pasé a Claudia, fue la época de oro de Claudia. Usaba muchos seudónimos. Para los trabajos científicos elegí uno de hombre, porque parecía que daba más apoyatura. Ahora, miren qué nombre fui a elegir: Jorge Videla. Los trabajos de ocultismo los firmaba Richard Reiner. El consultorio sentimental, Valeria Guzmán. Los comentarios de libros los firmaba Martín Yañez. Lo que estaba más cerca de mi propio estilo eran las biografías de artistas que firmaba como Valentine Charpentier –naturalmente eran las personas lo que te permitían tomar, no las obras porque parecía que eso aburría a las lectoras de Claudia. Carlota Ezcurra escribía las notas frívolas y Helena Prado, algunas de modas



.P: ¿Alguna firmaba como Olga Orozco?


O.O: No, no. Y lo lamento
.
P: ¿Le molestaba ganarse la vida con algo que no fuera estrictamente lo suyo?

O.O:
 No, para nada. Además creo que no me perjudicó hacer periodismo. Creo que me dio una mayor soltura y una capacidad de ver las cosas desde distintos lugares.



P: ¿Y después de Claudia?


O.O: Después elegí cuentos para Editorial Atlántida. Pero sin escribir, sólo los elegía


.P: ¿Que está escribiendo en este momento?

O.O:
 Estoy trabajando, como siempre, en algunos poemas y en el libro de relatos. Al libro de relatos le falta poco, ya podría publicarlo así como está, pero como tenía anotados dos relatos más de los que tengo hechos (uno está por la mitad y el otro no tiene más que anotaciones), estaba esperando terminarlos para cerrar el libro: uno es una historia con gitanos y el otro, acerca de las hogueras de San Juan. Estos relatos están emparentados con los de La oscuridad es otro sol, los personajes inclusive son los mismos.


Es el final. Porque de lo que se habla es de proyectos, de lo que está por hacerse, del futuro, y de eso nadie puede dar cuenta. A ese futuro Olga Orozco está abierta como posibilidad de una escritura que sí seguirá dando cuenta en ese mundo definitivo de su literatura.