lunes, 24 de octubre de 2016

Las pobres mujeres (Valentine Charpentier) -parte 3-




Hubertine Auclert y su periódico La ciudadana



Rebelión en el corral

“Es más fácil acusar a un sexo que excusar al otro” asegura Montaigne. Y así es. Para disminuir a la mujer – a quien se le cuestionó inclusive la posesión de un alma- los hombres han recurrido a la teología, a la religión, a la psicología experimental, a la biología y a la mala fe.
Las escasas protestas y las restringidas libertades que se alzaron a lo largo de los siglos fueron acalladas siempre por las tres K que Hitler formuló sabiamente: “Küche, Kinder, Kirche” (cocina, niños, iglesia).
La Revolución Francesa tuvo en cuenta la situación de algunos segregados y completó la Declaración de los Derechos del Hombre con estos postulados: “La mujer nace libre y tiene los mismos derechos que el hombre. También el de oponerse contra la opresión. Es Estado se asienta sobre una comunidad de hombres y mujeres y la legislación debe ser una manifestación de esta colaboración. Todos los ciudadanos y ciudadanas pueden acceder a asignaciones oficiales y a distinciones profesionales. Una mujer tiene el derecho de ser ejecutada. También ha de tener el derecho de ser ministro de Estado”.
No fue ministro de Estado, pero ejerció con toda liberalidad el derecho de ser ejecutada. En cuanto al de “oponerse contra la opresión”, después del leve respiro del romanticismo que soltó su talle, la mujer entró con más encarnizamiento que antes en los rígidos corsets: llegó a dormir con él y a mutilarse las dos últimas costillas para hacer calzar su cintura con milimétrica exactitud en las manos de su amado. Si su protesta se tradujo en palidez, alimentada por la falta de alimento y por poderosas dosis de vinagre, es conveniente aclarar que pasó inadvertida o fue interpretada como un esforzado impulso hacia la espiritualidad, cuando no como síntoma de la anemia o la fatal tuberculosis.
Fue necesario que Stuart Mill escribiera su ensayo “Del sometimiento de la mujer” y alzara la voz en el Parlamento inglés en favor del voto femenino, en junio de 1866, para que Mrs Fawcett organizara a las inglesas y Marie Deraismes a las francesas con tentativas de emancipación, en manifestaciones que alzaron agudas voces destempladas y recogieron ecos del chillido en varios idiomas a lo largo de muchas décadas. Allí estaba Hubertine Auclert imprimiendo el periódico La Ciudadana, Elizabeth Wolstenholme aullando que era la catecúmena de una nueva religión y escribiendo una guía de educación sexual llamada “La flor humana”, la señora y las señoritas Pankhurts decididas a ir a la cárcel y a ayunar, Anne Kenney, Miss Malony y tantas otras. Nadie puede dejar de ver a Miss Matters, que asciende en globo sobre Londres y la empapela con protestas de todos los colores, balanceándose como una estrafalaria aparición a dos mil quinientos pies de altura. Es en vano que se les conteste que la mujer debe optar entre ser “ama de casa o cortesana”, “que se mantenga en su pedestal, que no descienda”. Miss Matters no desciende, y las demás trepan a los pedestales de las estatuas, agitan paraguas, banderas del color de la esperanza: queman casas, levantan plataformas de cajones, apedrean a la policía. Claman por la unión libre, por su derecho al cuarto oscuro y por sentarse en las bancas parlamentarias.
Mientras tanto, algunas señoras que padecían uniones forzadas salían de sus cuartos claros para ir a sentarse en la sala de espera de algún médico. Se habían permitido tener “sensaciones indebidas”, vergonzosas satisfacciones sexuales con sus escandalizados maridos. El galeno aligeraba sus conciencias con alusión a algún remoto antepasado bárbaro. Había que combatir la fuerza del ancestro, había que calmarla con gimnasia, baños fríos y preocupaciones intelectuales.

¿Hacia dónde vamos?

A la larga, las pedradas de las sufragistas dieron en el blanco. La psicología liberó de las inhibiciones las mentes femeninas. La fisiología autorizó plenamente las reacciones naturales y hasta las que no lo son. Las universidades abrieron sus puertas y les dejaron lugar en sus estrados. Los ministerios y las cortes de justicia las adornaron con la severidad de sus investiduras. Las conquistas sociales les reconocieron derechos equivalentes a los del hombre. Algunas han llegado a gobernar. El progreso ha sido gradual.
Ahora las piedras llueven cada vez con mayor virulencia. Las integrantes del Movimiento de Liberación Femenina y otras agrupaciones análogas rompen las vidrieras de la pasividad, del acatamiento, del conformismo y de la complicidad con el mundo patriarcal. En Estados Unidos, en Inglaterra, en Alemania,en Bélgica, en Holanda y en los países escandinavos “las mujeres infernales” queman corpiños, proclaman “la libertad de sus vientres”, renuncian al trabajo doméstico, pisotean los cosméticos, vociferan contra las tiras televisivas que exaltan el eterno femenino y contra la publicidad erótica que las convierte en productos, pellizcan las nalgas de los insolentes, derriban a los gendarmes con pases de judo y de karate, exigen la jornada de veinte horas semanales y la equiparación con los salarios masculinos.
¿Quién puede predecir los resultados de esta lucha desaforada y a veces incongruente por una libertad y una igualdad sin fraternidad?
El hombre es juez y parte. La mujer también.

A falta de árbitros, tal vez haya que apelar por fin al “ser humano”.

domingo, 23 de octubre de 2016

Las pobres mujeres (Valentine Charpentier) -parte 2-






Los lazos encantadores

Las egipcias que exhiben su perfil en armoniosos frisos, como espiando de reojo el juicio de la posteridad, nos muestran al mismo tiempo su incuestionada honradez, pues aquellas que observaban con menos disimulo una conducta reprensible se les cortaba la nariz. En general se las representa sentadas en tronos o en sitios de honor en los banquetes, adornadas con joyas y con flores, y no es raro que hombres que dan la cara aparezcan dedicados a trabajos domésticos, ordeñando las vacas o preparando el alimento. Sófocles y Heródoto afirman que muchos maridos se quedaban tejiendo en sus casas mientras las mujeres se dedicaban al comercio, a la música, a los juegos de equilibrio y a los ejercicios de fuerza. Se ignora si ellas defendieron sus privilegios con la aplicación hogareña de estos últimos o si fue una concesión deferente de sus buenos hermanos.
Por la ley del Talmud la esposa judía debe “moler el trigo, cocer el pan, lavar la ropa, amamantar a los hijos, hacer la cama y trabajar la lana”, “pues la ociosidad engendra malos pensamientos”.
A riesgo de que el marido la abandone, no puede reírse con mancebos ni pasear por la plaza con los brazos desnudos o la cabeza descubierta, extravagancia que ni siquiera podría ocurrírsele a la mujer ortodoxa, que se rapa la cabeza para la boda y se coloca para siempre una espantosa peluca de urraca, insufrible para todo aquel que no sea su marido. Este, perversamente imaginativo, ve en esa pelambre hirsuta y de color abominable el símbolo de la fidelidad y la virtud. ¿Qué remedio le queda a la fanática judía?. Sumergirse en la casa que solo puede abandonar definitivamente en caso de lepra, de epilepsia o cuando “se la maltrata con exceso”.
No es extraño que él díga en sus oraciones: "Bendito sea Dios nuestro Señor y Señor de todos los mundos, por no haberme hecho mujer", y ella, la resignada: "Bendito sea el Señor, que me ha creado según su voluntad". En Grecia la joven virtuosa, criada en el gineceo —aposentos femeninos  no hollados jamás por pisadas extrañas— ingresa digna y erguida, supliendo su ignorancia con la souplesse de los drapeados, en una rígida situación matrimonial, y continúa hilando, tejiendo o bordando, dirigiendo a las criadas y lavando en el río. Se sienta en "un sitial elevado al lado del esposo", que regresa de algún platónico o sospechoso encuentro con algún apolíneo adolescente, o de hacer vida social y de la otra con la cultivada hetaira. Esta no es una prostituta de las muchas que abundan, sino una mezcla de cortesana e intelectual, una virtuosa en el arte de vivir desconocido por las virtuosas damas iletradas. "Tenemos hetairas para los placeres det espíritu, rameras para el placer de los sentidos y esposas para darnos hijos" dice Demóstenes con la boca llena de guijarros.
 Se dice que las mujeres romanas eran dueñas de una libertad y de una majestad extraordinarias, y que contaron también con el apoyo de Musonius Rufus, un teórico del feminismo antiguo, con el silencio y la devoción de los perturbadores esclavos y con las críticas del didáctico Ovidio, quien asegura que sólo son castas las que no pueden atraer a nadie.
Sin duda estas prebendas femeninas sólo se ejercerían durante las numerosas guerras y las consecuentes ausencias de los amos del hogar ya que fue precisamente Roma la que impuso la patria potestas, ley que convertía a la mujer y a los hijos en bienes muebles y eximía al marido y padre de toda culpa en el caso de que sintiera el caprichoso impulso de exterminarlos. Las matronas que se destacaron – y son numerosas- han de haberse abierto paso a los codazos y a fuertes golpes de caderas para entrar en la historia y salir de sus casas, puesto que el género femenino era una prolongación de otras telas hogareñas, sin utilidad ni participación en recintos públicos y oficiales y su status se denominaba imbecillitas.
Para los musulmanes “la mujer es una fuente de untuosas delicias, lo mismo que las frutas, las confituras, las masas sustanciosas y los aceites perfumados”; este manjar almibarado los espera en forma de hurí para sumergirlos en las voluptuosidades del paraíso mahometano. En la tierra están algo restringidos. El Corán les aconseja no tener más de cuatro mujeres, a las que pueden privar en caso de descontento, de la sal, de la pimienta y del vinagre. La mujer acata la voluntad de su dueño, silenciosa y velada, porque “los hombres son superiores a causa de las cualidades por las cuales Dios les ha dado la preeminencia”.
En la India las leyes de Manú son generosas: liberan a la mujer de todos los dilemas de la elección. “Sea soltera o casada, o vieja, nunca debe hacer nada de su propia voluntad, ni siquiera en su casa. Si muere el jefe del hogar, dependerá de hijos o parientes, pero nunca se gobernará a su antojo”
La mujer no tiene el derecho de sentarse a la mesa con su marido “pero está autorizada a comer lo que éste le deje”, y lo mejor que puede hacer es tratar de agradarle con la obediencia más absoluta, aunque él sea “contrahecho, viejo, enfermo, repulsivo, grosero, violento, licencioso, borracho y jugador”. Mientras “el dios de la esposa” está ausente, ese dechado de paciencia no debe ponerse aceite en la cabeza, ni limpiarse los dientes, ni roerse las uñas, ni acostarse en su cama, ni comer más de una vez al día. Ese estado de dicha suprema suele estarle prometido a la niña – sobre todo si tiene dientes menudos y la apostura de un cisne o de un pequeño elefante- desde su más tierna infancia. Aparte del privilegio del tejido, del cultivo del opio, de la extracción del carbón y las labores de riego, el previsor marido reserva a la esposa una última deferencia: la de arder en la misma llama. La viuda que se arroja en la pira mortuoria irá a habitar en el mismo cielo que su magnánimo señor, unos treinta y cinco millones de años. De lo contrario, como el nirvana no admite más que seres masculinos, tendrá que esperar otras transmigraciones hasta “merecer convertirse en un hombre”.
En China, el advenimiento de una niña del sexo femenino es saludado como “la teja que cae en la cabeza” y los padres suelen liberarse de esa incomodidad sumergiendo la de ella en un lebrillo de agua y teniéndola colgada por los pies hasta lograr la total asfixia. En el libro del Kiang-nau-tie-lei-tu-sin-pien se lee que “ en las aldeas muchas gentes practican la costumbre de asfixiar a las niñas y llegan hasta el extremo de ahogar a los muchachos”; otra obra moral ataca esta perniciosa costumbre: Cuentos con láminas para disuadir a los padres de que ahoguen a sus hijas. Las que sobrevivan se prepararán para la seducción con “pies de lirio”, asegurados mediante un vendaje muy apretado que mantiene doblados sobre la planta cuatro dedos. Gracias al balanceo de los brazos y al equilibrio sobre los talones, la china se desliza “cual pájaro ligero que corre batiendo las alas para atrapar el dorado insecto que pasa por delante”. Más le valdría dejarlo pasar, porque el marido chino tiene el derecho de pegar a su mujer, siempre que no le produzca fracturas, y el que no lo hiciere cuando las situaciones lo autorizan, puede ser considerado torpe o negligente. Flor de Jazmín, Luna Plateada, Suave Perfume o Sombra de las Nacientes Lilas- la cortesía se agota totalmente en el lenguaje-debe someterse con gratitud a este derecho de corrección, sin olvidar jamás que “es la pobre tonta de la casa” y que “el esposo es el cielo de la esposa” en el Celeste Imperio, donde el cielo es un espejo bruñido que jamás se empaña.
En el Imperio del Sol Naciente sucede algo semejante, y la esposa, que ha tenido la delicada atención de afeitarse las cejas y de ennegrecerse los dientes para agradar a su exquisito señor, es la primera que se levanta y la última que se acuesta sin chistar, pues basta que “hable con la locuacidad de un papagayo” para que sea repudiada por su exigente marido.
En algunas tribus de Argelia el recién casado coloca en la tienda, junto a la recién desposada, un grueso garrote, a manera de amable símbolo hogareño. Y en Tlemacén le pisa con redundante fuerza el pie derecho para recordarle su futura y definitiva condición.
Los persas afirman que “toda doncella que se niegue a tomar esposo irá fatalmente a habitar las regiones infernales, sea cual fuere la excelencia de sus obras”. Si no se niega, su destino es más o menos semejante. “Ha de venerar a su marido; ha de presentarse todas las mañanas delante de él como ante un juez, de pie y con las manos debajo de las axilas en señal de sumisión; se inclinará y llevará tres veces las manos desde su frente al suelo, luego tomará órdenes, y en seguida irá a ejecutarlas”.
Quienes reprochan aún a las mujeres haber elegido el matrimonio como la más fácil de las carreras han omitido referirse a su ceguera, a su masoquismo, a su heroicidad o a su ambición. Desmedida ambición: “el matrimonio eleva a la mujer al acercarla al hombre”.

Cuerpos brujos

La Mujer, la Madre ancestral, ha sido venerada y temida en todos los tiempos. Esencial e irremplazable, como el Mal frente al Bien, la Tiniebla frente a la Luz, La Luna o la Tierra frente al Sol, ocupa el lugar del misterio insondable desde las más remotas cosmogonías.
Las funciones asombrosas de su cuerpo hacen que su potencia se afirme dentro y fuera de este reino, provocando el estupor y el resentimiento de los hombres.
Por si no bastara Eva, una antigua leyenda hebrea de la Creación ilustra el encono masculino hacia los naturales y exclusivos poderes femeninos. Cuenta aquella que Adán, antes de perder su costilla, tenía una hermana gemela que era, a la vez, su esposa: Lilith. Esta no le concedía ninguna superioridad y se negaba a ser su sierva. Arrojada del Paraíso se convirtió en un monstruo, en un vampiro que atacaba a los hombres mientras dormían y los forzaba a tener relaciones sexuales con ella. Especialmente malvada con los niños- se negó a tenerlos de Adán-engendró con el ángel caído Sammael tres mosntruos de cuerpo humano con cuartos traseros de asno y alas de esfinge. Perdió su categoría de mujer y se convirtió en la primera bruja.
Esta leyenda, según Leopold Stein, fue uno de los esfuerzos que los hombres hicieron por liberarse de la madre mágica que proyectan en toda mujer. Muchas otras represalias y castigos le sigueron.
Frente a los primeros síntomas que convertían a una niña en mujer, no sólo algunos pueblos reaccionaban declarándolas impuras o satánicas y sepultándolas hasta el cuello o aislándolas como a animales infectos, sino que la leyenda cubrió en algunas épocas todo el esclarecido mundo. Plinio mismo dice en su Historia Natural. “La mujer en ese estado agría con su proximidad el vino nuevo, las semillas que toca se esterilizan, los renuevos tiernos perecen, las flores del jardín se mustian y los frutos del árbol bajo el cual ella se sienta caen. A su sola mirada se empaña el resplandor de los espejos, se embota el filo de la espada, pierden su brillo los marfiles, mueren los enjambres; hasta el bronce y el hierro se enmohecen y contraen un repugnante hedor. El betún, que por naturaleza se pega a todo lo que toca y que, en ciertas épocas del año sobrenada en el lago Asfaltites de Judea, no puede romperse sino con un hilo bañado en este virus. Hasta las hormigas, animales minúsculos, cuando padecen su propia influencia, arrojan los granos que transportan y no los vuelven a recoger jamás”. Aún ahora hay señoras que, conscientes de este poder, no tocan flores ni plantas en “sus días inevitables”, para no marchitarlas; no usan perlas para no empañarlas, ni baten mayonesas para no cortarlas. ¡Bienaventuradas las que oyeron y creyeron!
La fuerza mágica de la mujer, a pesar de que Cristo fuera feminista, parece haber sido admitida, con el consiguiente horror, por los Padres de la Iglesia. San Pablo es un gran detractor. San Ambrosio, San Juan Crisóstomo y San Máximo no se le quedan atrás. Tertuliano sienta el gran corolario al llamarla “Templo edificado sobre cloacas”. Es la corporización de la peor de todas las tentaciones: el demonio de la carne.
En la Edad Media, mientras el hombre va a liberar con las Cruzadas el Santo Sepulcro, la virtuosa castellana se mantiene como “unidad sellada” gracias a los torturantes cinturones de castidad. Es inaccesible, es tan forzosamente lejana e intocable como un ángel en el ánimo de los trovadores, es una estrella y una musa que recibe el homenaje de la canción, las flores y el suspiro. Pero hay otras: las brujas, que asumen todo el vaho del encierro y lo ponen a hervir en los calderos. El Malleus Maleficarum es una extraordinaria guía, mezcla de tratado de misoginia y de manual del FBI que practica el indentikit más indiscutible para encontrarlas. Los inquisidores hacen el resto. La bruja tiene estampada alguna marca de su pacto con el diablo en algún lugar del cuerpo (lunar, cicatriz, verruga, mancha o cualquier otra particularidad que se le encuentre); es incapaz de llorar; posee zonas insensibles; no tiene sombra porque la ha vendido y la sombra es el alma; evita los deberes conyugales y tiene relaciones con el diablo; niega en la hoguera para encubrir al gran perverso; no es sumisa, ni inocente, ni espiritual; usa filtros para hechizar a los incautos con deseos que jamás podrán satisfacer; arruina las viñas, las pasturas y las cosechas; provoca cataclismos y tormentas. Es un buen combustible. Alimentó enormes incendios hasta fines del siglo xvii y algunas fogatas aisladas aún después.
Su enigma sin embargo, no fue descifrado ni consumido en esos fuegos. Aún ahora, sus mecanismos primordiales, ese ser que engendra, alumbra y amamanta, continúa siendo un interrogante, una fuerza opuesta, instintiva y ciega.
El sexoi masculino no es mero sexo. Inclusive el “macho” oscuro y elemental asume esa designación con el agregado del coraje, de la integridad, de la fuerza, y la nobleza, pero ve en la “hembra” oscura y elemental una zarabanda de representaciones amenazadoras. “Monstruosa y cebada, la reina de las termitas impera sobre los machos esclavizados: la manta religiosa y la araña, hartas de amor, trituran a su compañero y se lo devoran; la perra en celo corre por las callejuelas, dejando detrás de sí una estela perversa; la mona se exhibe impúdicamente y se niega con hipócrita coquetería; las fieras más soberbias – la tigresa, la leona y la pantera-, se acuestan servilmente bajo el abrazo imperial del macho.

Inerte, impaciente, astuta, estúpida, insensible, lúbrica, feroz o humillada: el hombre provoca en la mujer a todas las hembras a la vez”, dice Simone de Beaivoir.

Las pobres mujeres (Valentine Charpentier) - parte 1 -

1970 (Gran Bretaña): Las representantes del Movimiento de Liberación de la Mujer invaden la celebración del concurso de Miss Mundo, con sacos de harina,


en Claudia 171 (agosto 1971)

Los hombres asentaron sus dominios sobre la fragilidad, la delicadeza, la timidez y el sometimiento de sus encantadoras compañeras. La leve mariposa, la recatada gacela, la tierna flor se ha convertido ahora… en un tábano zumbador, en una pantera terrible, en una hiriente zarza. Las mujeres aúllan, braman, vociferan y tratan de someter a sus azorados compañeros, rebelándose contra las “fatalidades” de la especie.

La mujer, puerta del diablo, camino de maldad, mordedura de escorpión, sexo dañosísimo que donde se acerca enciende fuego, perdición del hombre, tempestad de una casa, cautiverio de vidas, bestia voraz, tentación ordinaria, peligro continuo en los lugares poblados, es la que introdujo el pecado en todos los hijos de Adán y la causa de la muerte del género humano. Tal es la opinión de algunos ascetas que no la conocieron.
La mujer, espejo de amor, hierba del paraíso, fuente de felicidad, nido de encantamiento para el corazón, perfume de miel, alegría y consuelo de los entristecidos, canción del ruiseñor, rocío de las lilas, cielo de los ojos, consolación eterna y angelical alimento para el alma, es la que enseña la virtud a los hijos de Adán y la inmaculada madre del género humano. Tal es la opinión de algunos mundanos que también la ignoraron.
Entre aquella Eva tentadora y esta Señora inefable, la imaginería pública y privada desliza una infinita sucesión de estampas: Caperucita Roja, la bruja, la tigresa, Cenicienta, la loba romana, las vírgenes fatuas, Alicia en el País de las Maravillas, la triunfadora de mañana, la mujercita que lustra y da esplendor, el hombre imperfecto, la columna del hogar, etc.
Pero desde la roca rupestre hasta el afiche vendedor, la mujer sonríe misteriosamente, impenetrable y lejana como un Buda, ante los diversos abismos que los hombres excavan en su honor.
¿Estará empollando desde el comienzo de los siglos el huevo dorado de la liberación?

El segundo sexo

Los más sagaces antropólogos han definido a la mujer como “el segundo animal de la creación, después del hombre”, y son muchos los que desde el comienzo del mundo se han preocupado por fortalecer y mantener vigente y actualizada tan honorable aseveración. Los méritos sobran.
Frente al hombre que vencía al león y la arrastraba por el pelo a la caverna, verificando ya la segunda parte de la frase de Shopehauer (“la mujer es un animal de ideas cortas y cabellos largos”) y tratando de imponer la primera, su compañera de lucha renunció de antemano a todo privilegio en el reino animal ingresando automáticamente en el muestrario de las sustancias útiles, aleatorias e indeterminadas.
“Porosa, maleable, dúctil, inodora” fueron tal vez sus condiciones más preciadas, condiciones del reino mineral que prefiguran su mentada arcilla sobre la cual los hombres estamparon sus manos, sus pies y su firma desde la Edad de Piedra.

¿Desde cuándo y cómo esta poseedora de cuantiosas costillas – y a su vez mero hueso supernumerario- asumió su papel de tenaz luchadora contra el polvo, de alquimista del fogón, de grácil abeja laboriosa o de adorno del hogar? El proceso desde la comunidad libre, o no tan libre, hasta la constitución de la familia es una mera conjetura. Necesidad de refrenar la sexualidad (ventaja masculina), evolución desde la promiscuidad hasta la particularidad (exigencia masculina), transformación del ritual público en unión privada (exención masculina), identificación de la paternidad (fatuidad masculina), herencia de tierras y de bienes (privilegios mutuos) son algunos de los muchos elementos que sustentan las infinitas e incomprobables hipótesis. Una simple suma de los mismos determina las prerrogativas del hombre y ofrece la constante de un corolario asfixiante e invariable: la sumisión de la mujer en su estado sólido o vaporoso.

Los trece dineros

Dejando de lado las acotaciones partidistas o perversas, se puede definir el matrimonio como “ una unión socialmente reconocida entre dos personas de sexo opuesto -¡ojo! no complementario- sobre la base de un contrato que establece deberes y derechos mutuos”, a los cuales hay que resignarse por amor, por prejuicio o por inadvertencia. En las sociedades más primitivas la compra de la esposa es evidente: la tradición y el derecho hablan de "el precio de la novia". La mujer propia es un instrumento canjeable por bueyes, por armas, por tierras u otras pertenencias cuyo valor se estime equivalente, y sólo razones económicas limitan la poligamia. San Jerónimo ha levantado una indignada y nada cortés pro-testa contra la impremeditación que siempre acarrea amargos errores: "¡No! —exclama con vehemencia agitando su barba— no se escoge a la mujer sino que se la toma a ciegas tal cual es. ¿Es la esposa colérica, necia o repulsiva? ¿Y esto se averigua después de la boda? Antes de comprar un caballo, un asno, un mueble, un traje, un utensilio, todo el mundo quiere saber qué es lo que compra, y únicamente cuando se trata de la esposa se prescinde de ello, como si se temiera que el novio se cansara de su compañera antes de otorgarle definitivamente su mano." En cambio, en las sociedades más avanzadas, donde es la mujer la que otorga su mano —en general su mano de obra—, lleva en la misma una indemnización para el damnificado, indemnización que se denomina "dote". Los trámites y los símbolos de la compra y la gratificación que sella el compromiso son innumerables. Entre los antiguos beduinos de Siria las jóvenes casaderas acudían a la plaza pública envueltas en sus mejores galas, y desfilaban acompañando pregones de este tipo: "¿Quién quiere comprar a esta muchacha?". En Bengala una doncella costaba de tres a catorce rupias, pero la cifra podía cambiarse por su equivalente en arroz o en ganado. Las del Nilo superior costaban diez platos de hierro y veinte lanzas. En Grecia bastaba una vaca; entre los turcomanos unos cincuenta camellos; la ley sajona era precisa y fijaba el precio en trescientos sueldos; en la Edad Media el novio entregaba generalmente trece dineros, y aun cuando el futuro Luis XVI se casó con María Antonieta (en 1770) “tomó trece monedas de oro de mano del obispo de Reims para entregárselas a su novia junto con una sortija”. Mala suerte. En nuestros días, en muchos lugares de Europa, el sacerdote bendice una moneda en el acto del matrimonio como reminiscencia de las viejas tradiciones. En diversos lugares de Oriente, tribus africanas y congregaciones indígenas, no existen simulacros morbosos. El tráfico todavía es real.
¿Está insatisfecho quien está bien pago? Puede elegir otro postor.