A mi hermano Francesco Stella
En Río de Janeiro
-¡triste río de enero cuando arroja mis lágrimas en el opuesto julio-
me dio un vuelco la mitad de la sangre
al absorber la tinta áspera de tu muerte.
Y empecé a caminar entre dos ríos que mezclaban sus aguas:
uno que iba extrayendo mansamente, como un perro amarillo,
residuos de vergüenzas y aventuras, fuegos decapitados y oros muertos,
y otro que te traía con su salto de tigre azul desde el Tirreno,
herido por el puñal de tu pequeña gesta, todavía,
todavía sonriendo heroicamente bajo los pocos soles del encuentro.
Llegabas desde atrás de la memoria, probándote las sombras de mi añoranza ciega.
Aferrado a tu isla de terremotos, almendros e invasiones,
entraste rezongando con el siglo por la mañana inmóvil
en el antiguo Sao Joao del Rei, el que perdió su nombre,
y entre las dos hileras de bostezos con que las casas siguen el cabeceo de las cuestas
en las que tropezó la sonámbula historia fatalmente,
eras también el que perdió su nombre en un encrucijada del azar,
el que anduvo confuso por esos laberintos de la infancia,
sin acertar jamás con las verdaderas puertas.
Creciste con las barcas que se van sobre los matorrales de una plaza,
tan irreal y tan rústica como un sueño de cabra.
Creciste solitario, como una estría blanca en la escollera,
junto a los niños negros que venían en una ráfaga erizada a recoger la ofrenda;
las dieciseis enigmáticas monedas que según la sibila exigieron sus dioses
-¿tú les dictaste acaso la sentencia, para hacerme una seña?-:
si, dieciséis monedas
-una por cada año que cayó compartido en la rota alcancía del recuerdo-.
Tus manos recordaron la primera moneda del destino:
yo conocí la cara entre las caras; tú, solamente el reverso.
A través de los vidrios del mesón tu aliento se esforzaba por deshacer la niebla;
después tomamos sopa con la misma cuchara,
la misma sal amarga en la garganta
y distinta obediencia.
Firmamos en el libro de un museo tan pobre como un desván salvado del incendio;
tú, con el apellido que fue una marca errónea en tu corteza;
yo, con el de mi madre, el que había elegido como un traje para mis ceremonias
haciendo frente a tí un voto de soberbia o de pobreza, sin saberlo.
En seguida te alzaste con tu joven plumaje, cálido y tormentoso,
arrebatando en vuelo las ninfas de una arcadia más radiante
que aquella que aleteaba con insomnios de monje en las pinturas de los cielorrasos.
Descendiste ya hombre hacia el camino de los bandeirantes
defendiendo contra los latigazos del siroco la luz de tu bandera,
y seguiste sin duda por un atajo subterráneo el rumbo de las minas,
detrás del eco traicionero.
Fueron también las décadas del topo,
de los granos dorados rodando hacia los agujeros del delirio,
de la veta que huye en las tinieblas como los horizontes de la fábula
-sueños, codicia, triunfos, engaños, frustraciones-.
Desde lejos te ví labrado en las alturas del Itacolomi
con tu aire friolento y esa extraña apariencia de dominar las nubes.
Cuando entré en Ouro Preto, Capo d¡orlando desbordó las calles
y estableció tu casa en cada casa, detrás del humo de mis trenes.
Entonces cada portal nos puso frente a frente
en el primer umbral por el qeu sube ahora la memoria, dondequiera que estemos:
eras casi otra vez el mismo padre en tu versión nostálgica,
otra vez esas aguas de distancia en la mirada azul que llega poco a poco y se detiene,
otra vez esos gestos de romper la envoltura sin ninguna paciencia,
otra vez la sonrisa que desplaza prolijamente las arenas,
otra vez esas manos que se abren y se cierran alrededor de la oropéndola inasible,
¿y ese aspecto de juez sombrío entre ladrones?
Desplegamos después de cada viaje el mapa de los años perdidos en los años
y recorrimos juntos nuestras dos epopeyas,
como ahora la del brillo y los huesos, la de la libertad y la sangre.
Zonas desdibujadas, pasos interrumpidos, señalas que se borran,
etapas que desembocan como estas extensiones en el Rio das Mortes.
En el Museo de la Inconfidencia destapamos tu caja de retratos:
hubo un vaho de invierno embotellado,
algo como un zumbido de insecto entre dos vidrios,
como un temblor de estambres en el reseco herbario de otro tiempo.
Pasamos entre reliquias, estandartes del fasto y anchos biombos de sombras,
pasamos por intrigas, prisiones, cobardías, infamias y tortuas,
hasta llegar a las catorce lápidas sin muertos,
a los trece nombres que fueron cruces blancas sobre la máscara escarlata del destierro
y al que fue borroneado por los compañeros y desmembrado por los enemigos
-sus letras estampadas con lacre incandescente sobre los desvaríos de la reina loca-,
el elegido para resumir las culpas y detallar los martirios.
Conspirabas ¿con quién? en los subsuelos del silencio.
Fuera, en el sitio donde Joaquim José da Silva Xavier se alza de cuerpo entero
-la visionaria cabeza en su lugar.
y sus trozos dispersos unidos otra vez por la diligente costura de la gloria-,
te sacaste el sombrero, ajustaste los lazos de tu corbaba Lavallière
y dejaste caer desde tu ojal el clavel encarnado:
ese ostentoso grito con que abrías la parquedad de tus mañanas.
Iglesia tras iglesia
(¡tan luego tú, el misionero ateo, peregrino por estas colonias de San Pedro!),
entre pilares enroscados y columnas griegas,
entre asfixias de follaje caliente y bocanadas de aérea geometría,
ruina y perduración,
contemplamos la acre lucides de Agrigento, de Siracusa y de Taormina.
Oro negro, oro blanco y oro corrompido
poblaban con imágenes piadosas la selva del barroco, sus delirios,
escondiendo los mismos misterios dolorosos bajo las gruesas capas esculpidas,
bajo las vestiduras flotantes que delatan una tormenta oculta entre los pliegues.
Tú encubrías tus males como lastimaduras hacia adentro,
y aun frente a los santos que fueron contrabandistas o emisarios
a través de las pequeñas puertas abiertas y cerradas en su propia sustancia
-caladas como frutas en medio de la espalda-
me hablabas de otras trampas que aquellas que no fraguan los tejidos.
Recorrías antiguas aventuras, hasta que un pájaro cortó en dos la tarde.
Entonces recordaste amores imposibles,
separaciones como ligaduras,
años en blanco como llagas blancas,
murallas sin salida como el mar que separó a Marília y a Gonzaga.
¡Ah, pero tú también cubríste las hambrientas distancias con otra Juliana de Mascarenhas
que restañaba heridas, deslizaba en tu pan el titánico sabor de la costumbre
y bruñía los vidrios empañados para hacer hasta el fin un solo espejo!
Las nubes dibujaron dos fantasmas helados;
solamente uno miraba hacia abajo.
Por las bruscas laderas de Santa ifigênia trepamos a los riscos de San Malò,
y en ese duro puño del normando que mató el verdor retuvo los pedruscos
encontramos cerrada con hierros y cerrojos la casa del abuelo;
pero en la pila donde se cosmagró de nuevo Chico Rei rey del Congo con su corte de fiesta,
donde las negras esclavas escurrían las chispas prodigiosas de su cabelleras
y donde ahora bebían las palomas perdidas y lavaban sus lutos sicilianos las mujeres,
depositamos tu ramito de fresías, mi ramo de azaleas.
Al bajar, cada fuente nos susurró la fábula de los diamantes
que corrían antaño entre la hierba: había que apartar las lágrimas solamente.
Te conmovieron igual que la inocencia esos torpes errores del latín;
me conmovió como una infantil caligrafía en un viejo cuaderno
tu desacierto acerca del porvenir de mi país y el pasado de Francia.
¡Siempre esa rara mezcla de señor feudal y de revolucionario a la intemperie!
Yo nada sabía de todo lo qeu no fuera estirpe de los ángeles y dinastías de la espuma.
Yo tenía cinco años, como siempre:
me diste una manzana y un guijarro pintado por el ocio de mi Dios en tus acantilados.
Cuando volví la cara hacia Ouro Preto
tu bufanda flotaba con el adiós del humo en los andenes,
detrás de tantas cartas que llegaron, urgentes como el redoble del granizo,
como si quisieras nivelar el tiempo, cobrarle viejas deudas,
reducir a ceniza sus osarios, cambiarlos por canteras de último momento.
Me estabas esperando en esa madrugada de Congonhas do Campo desde hacía cuatro años.
Con tu capote gris parecías un pájaro aterido revoloteando bajo sobre la plataforma.
Subimos y subimos junto a los precipicios hasta la olla hirviente de tu Etna
y escuchamos su voz de Antiguo Testamento en las palabras de los doce profetas
que levantan la cólera sagrada, la piedad o el lamento,
con la piedra de fuego o la piedra de miel debajo de la lengua,
a través de unos bloques de eternidad arrancados del terremoto de los cielos,
arrancados con uñas y con dientes por el Aleijandinho,
con las uñas que le incrustó el fervor sobre las mordeduras de la lepra.
Al pie de esos vigías sobrenaturales que separan dos reinos,
el de la salvación y el del exterminio,
estaban inscritas las advertencias de la Ley, en su dura materia.
Hiciste la traducción a tus propios consejos, tus propios argumentos,
con la vieja costumbre de tapiar ciegamente la fortaleza de tu clan
y abrir todas las jaulas de los parques al arrebato de la primavera.
Me dejabas nada más que la llave o la ganzúa de la poesía.
Sentado en la baranda, contra el viento que llegaba de las Lipari
arrastrando un oleaje de garzas y de lilas tan cambiantes como un ojo de tigre,
me leías a Leopardi, Lucio Piccolo, Montale, Quasimodo y el Dante,
con una vibración de tierna mata, de rincón hechizado,
de último inventario, de cuchillo escondido, de llama que devora los infiernos,
mientras el arcángel Miguel convocaba las almas rezagadas en Bom Jesús de Matozinhos.
Paso a paso sobre la hierba húmeda, sobre las lajas rotas,
seguimos las etapas del Calvario y buscamos los nombres de nuestros antepasados
en las tumbas lavadas por el olvido y por la lluvia.
En el Paso de la Última Cena celebramos también tus bodas de oro
desde un mediodía que consagró los huesos del alba en cada plato
y bendijo las horas con aspersiones de topacios y amatistas,
sin que quisieras ver aún el rostro de tu Judas, grabado en tus entrañas.
Cada tarde te acompañé hasta el atrio
y acaricié tu nuca mientras removías la tierra de las plantas
o hacías penumbra en el altar mayor, sobre el Cristo yacente,
y dejabas caer la fatigada cabeza entre los brazos.
Me besabas la mano que aún conserva intacto ese hueco de musgo,
ese deslizamiento de césped recién cortado, esa felpilla de nostalgia.
A veces me mirabas ya desde tan lejos
como los ojos de Santa Lucía desde aquel misterioso antifaz caído en la bandeja.
Cuando me fui lloraste sin pudor, como los hombres rudos cuando lloran.
Te dejó por última vez en la estación, al lado de Isaías,
con la boca quemada por las brasas de las absoluciones,
pero tu voz me fue siguiendo con el relámpago escalofriante de los rieles.
Y aquí termina el viaje. Aquí donde se separan estos ríos,
y yo busco en mi libro unas palabras, una señal cualquiera, y respondes con Eliot:
Although I do not hope to turn again
although I do not hope
Although I do not hope to turn...
Sister, mother
and spirit of the river, spirit of the sea,
suffer me not be separed.
Y algo retumba, lejos: un ataúd, el trueno, ruedas sobre guijarros.
Tu carruaje emplumado te lleva a sacudidas, con mis largos sollozos,
hacia la orilla donde te está esperando tu barquero,
desde tus sueños, desde mis pesadillas.
Entrégale las dieciséis monedas:
una por cada año que cayó compartido en la rota alcancía del recuerdo.
en "Mutaciones de la realidad" (1979)
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