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María Rosa Lojo |
Conocí personalmente a Olga Orozco
en 1984. Fue en una circunstancia de fiesta para mí, porque ella formaba parte
del jurado que me otorgó el Primer Premio de Poesía de la Feria del Libro de Buenos
Aires, junto Alberto Girri y José Isaacson. Que Orozco fuese jurado de un
concurso en el que yo participaba y que
además decidiese otorgarme el Premio, era, simplemente, un regalo soñado. Algo
extraordinario que se había hecho realidad. La alegría fue aún mayor porque se
trataba de mi primer libro de creación artística que iba a publicarse, gracias
al premio, y porque los textos que había presentado al concurso eran raros,
desusados por lo menos para la tradición poética argentina, difícilmente
encasillables; yo los llamaba «poemas en prosa», aunque hoy día, teóricos del
género breve como Francisca Noguerol , prefieren considerarlos como
microficciones líricas. Pero la denominación era y es lo de menos. Lo
importante, lo maravilloso, consistía en que Olga Orozco los hubiese
convalidado con su aprobación. No empecé a tratarla inmediatamente, con todo, a
partir de ese concurso. Mi vínculo con ella comenzó a hacerse fluido con motivo
de otro debut, al cual también ella estuvo relacionada. El entonces jefe de la
sección bibliográfica en el Suplemento Literario del diario La Nación de Buenos
Aires era otro notable poeta, Horacio Armani, y me ofreció la posibilidad de
comenzar a hacer críticas de libros para este medio. Mi primer título asignado
fue En el revés del cielo. Con ese comentario, el 24 de enero de 1987, se
inauguró para mí no sólo una tarea, que lleva más de veinte años (la continúo
hoy en la revista cultural ADN, heredera del Suplemento), sino sobre todo, mi
amistad (discipular) con Olga Orozco. Solía visitarla en su piso de la Capital,
donde la encontraba sola o en compañía de otros poetas, como Jorge Smerling,
Dolores Etchecopar, Hugo Mujica. También me crucé allí con estudiosos que
venían a entrevistarla y que trabajaban sobre sus textos. Recuerdo haber
conocido en su casa a Elba Torres de Peralta, que estaba entonces por publicar
su libro La Orozco: Desdoblamiento de Dios en máscara de todos.
Olga era y no era el personaje
mítico que delineaba la poderosa voz de sus poemas. Por momentos, para la
mirada superficial, parecía sólo una señora en trance de envejecer, en la sala
de un departamento de Buenos Aires. Pero pronto también, como en la «Señora
tomando sopa» aparecía «la solitaria comensal del olvido», capaz de transformar
el inofensivo ritual del té de la tarde en una ceremonia «para llegar muy
lejos», aunque nunca lo suficiente como para abrir, «con esta sola boca, en
este mundo», las puertas del paraíso. Olga Orozco amaba las plantas y los
gatos. Alguna vez había sido menos hogareña y más viajera por diversas geografías.
Cuando yo la conocí, cansada de los viajes, y consagrada al cuidado de Valerio,
su marido gravemente enfermo, sólo se trasladaba, siempre en el mismo lugar,
por espacios conjeturales y galerías imaginarias, de vuelta en su infancia de
Toay, o en vidas anteriores que sólo se vislumbraban al trasluz de la poesía.
Hablaba de lo que hablamos normalmente los escritores, capaces de pasar, sin
solución de continuidad, del más inspirado discurso sobre los límites de la
comprensión y de la percepción (un tema que la obsesionaba), y sobre el destino
final de la existencia, al fastidio por disgustos o rivalidades con algún
colega, a la charla menuda sobre premios bien o mal adjudicados, y
apreciaciones acertadas o erróneas de la crítica. Recuerdo que por entonces
estaba molesta con la revista Diario de Poesía, colocada en una línea antimetafísica
y muy poco apreciativa del aporte de poetas como Orozco u otros grandes
filosurrealistas. Pero sus genuinos motivos de aflicción pasaban por otras
coordenadas, desde luego: como su inmenso dolor ante la enfermedad y muerte de
uno de sus más queridos amigos: Alberto Girri. O la deriva de la sociedad
argentina, que se precipitaba en la hiperinflación luego de las ilusiones que
había despertado el retorno de la democracia.
Asertiva, apasionada, fulgurante,
dadivosa, Olga Orozco tenía, entre tantos dones superlativos, uno aparentemente
menor, pero derivado sin duda de los otros mayores: de su perceptiva sabiduría,
de su fina capacidad de conocimiento y apreciación de los otros, y sin duda, de
su voluntad de ver y aquilatar en ellos lo más valioso. A todos los que tuvimos
la suerte de entrar en su amistad, y de recibir de sus manos algún libro, Olga
nos regalaba, con cada uno, un espejo de palabras en el que pudiéramos vernos
con la generosidad de su mirada. Como en aquel bellísimo poema de Pedro
Salinas, apostaba a revelar y hacer emerger, de lo profundo y a veces
invisible, incluso para nosotros mismos, «el mejor tú».
Poseía, como ningún otro escritor
que haya conocido, el arte de la dedicatoria. Guardo la mía como un tesoro
inmerecido y sigo tratando, hasta hoy, de vivir y de escribir a la altura que
ella quiso luminosamente anticiparme.
en "Olga Orozco, territorios de fuego para una poética" Inmaculada Lergo Martin. Universidad de Sevilla 2010.
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