domingo, 3 de septiembre de 2017

La indomable y feroz memoria (Juan Gelman)





La indomable y feroz memoria


Por Juan Gelman*
t.gif (862 bytes) Este honor, esta alegría emocionada de presentar a Olga Orozco, su obra, tropieza con tres muros infranqueables. En el primero alguien ha escrito que la poesía habla por sí misma. En el segundo está escrito que la poesía habla por sí misma. En el tercero, que la poesía de Olga habla por sí misma. Entonces no la estoy presentando. Apenas la estoy acompañando, como desde hace mucho me acompaña su voz “ronca y llorada”. Por lo demás, ella misma ha advertido que la poesía “es un organismo vivo, rebelde” y que analizar su lenguaje “es atrapar a un coleóptero, a un ángel, a un dios en estado natural y salvaje y someterlo a injertos y disecciones, hasta lograr un cadáver amorfo”.
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Nadie sabe qué es la poesía. Se la describe por aproximación o imagen. La poesía es lenguaje calcinado. La poesía es un árbol sin hojas que da sombra. La poesía es palabra donde aún crepitan cenizas de lo que no alcanzó a tener nombre. Olga prefiere la definición del poeta estadounidense Howard Nemerov: “La poesía es la tentativa de apremiar a Dios para que hable”. Pero Dios está mudo y ella lo apremia sin descanso.
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Dylan Thomas explicó que nadie insistiría en este ardiente oficio de la poesía si no fuera en espera del milagro y se consolaba con Chesterton, para quien lo verdaderamente milagroso de los milagros es que a veces se producen. Olga busca algo más fascinante que el milagro, es decir, la materia que los hace. Por eso en su escritura no hay milagros: toda ella es milagrosa.
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Me pregunto cuánta sangre viva del alma ha vertido Olga para –son sus palabras– hacer talismanes con “un indefenso corazón enamorado”, entrar en “las dos caras de los sueños”, conocer “ese color de invierno deslumbrante que nace donde mueres”, ganar “cetros de bestia en la intemperie”, comer “la almendra del misterio”, tener caras sucesivas como “un muestrario de nieblas, de terrores”, vestir “de reina, de bruja, de mendiga”, roer los duros huesos de las desapariciones, cocer “las sustancias de la separación”, resistir “las invasiones de la oscuridad”, padecer “las comuniones del contagio”, perfeccionar “penurias como dichas”, confeccionar “el lujoso inventario de todo lo imposible”, convivir con una “vocación de abismo”. La ocupación de Olga es fijar vértigos.
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El “yo soy otro” de Rimbaud va más allá en el “yo soy el otro” de Nerval y aún más lejos en el “somos tantos en otros” de Olga Orozco. Su poesía -que ciertos críticos obedientes al ejercicio de etiquetar, adscribieron al neorromanticismo, o al surrealismo, o a otros ismos que vagan por ahí– es desde el inicio absolutamente única y su presencia trae la felicidad. Da nombre a seres que han de esperar siglos antes de existir.
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Como un niño, la poesía busca nombrar lo que no puede. Después de tantos millones de palabras, la palabra sigue siendo tiempo que nace y que desnace para nacer otra vez. Revela la realidad velándola.
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Olga nació en La Pampa, una provincia mitad verde y mitad seca del interior de la Argentina, barrida por un gran viento -.”dios excesivo, dios alucinante”– que trastorna límites de arena en el desierto y trae “pesadillas de horizonte”. Así conoció las regiones que cambian de lugar cuando se nombran: el pasado, la infancia. Olga niña preguntaba: “¿Por qué el viento trae sólo viento?” O: “¿Me ves, mamá? ¿Estás segura de que me ves, o crees que me ves porque yo te veo y creo que me ves?”. La no agotada interrogación del mundo en Olga continúa y no obedece al principio de realidad sino al orden del deseo. Como San Juan de la Cruz, ella abrehacia el cielo “la boca del deseo, vacía de cualquier otra llenura”. Es el deseo de la falta, que Olga traba y amasa en el esplendor de sus poemas.
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¿Qué hace a su escritura sino el ver lo invisible? ¿Qué persigue sino la palabra que cante lo inefable? Olga ha dicho que sus poemas se aproximan invariablemente a ese centro sin golpearlo, pero sabe que no hay centro. O que ese centro “es una unidad más vasta que el universo” y pequeña para su sed. El centro está en el revés de su sed. Olga atraviesa –dice– “confusiones desconcertantes entre la pesadilla y la vigilia”, el porvenir mirado desde atrás, las madrigueras de la oscuridad que revisa para no olvidar. La poesía –avisa– “está entretejida con la sustancia misma de la vida llevada hasta sus últimas consecuencias”: lo que es, lo que no es, lo que pudo ser y no fue. Por eso la poesía de Olga dice lo que dice y también dice lo que calla y de ese modo calla lo que dice con un silencio parecido al de la revelación. Como la de los grandes místicos, la experiencia de Olga se cumple en la escritura.
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De niña Olga Orozco exigía que le firmaran certificados de residencia en el planeta Tierra. Veía fantasmas familiares. Tenía a veces “los pies tristes”. La abuela le habilitaba unicornios. Desembocaba en otros mundos aunque no se quería ir. Era miembro de la Organización de Espías de Toay, la ciudad donde nació. Con toda razón. ¿No dijo Shakespeare que los poetas son espías de Dios? Olga desarma los jamases del mundo.
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Nunca se la ha visto merodear por los pasillos del poder político en busca de alguna sinecura, ni en los vericuetos de la vida literaria extendiendo la mano por un premio. No se presentó al Juan Rulfo, que un jurado sabio le acordó. Esto, que parece un rasgo de carácter, un mero dato biográfico, es un acto de escritura. “Los poetas creemos en las palabras –dice Olga– como si fueran mariposas en libertad”. Las palabras creen en los poetas, digo, cuando éstos vuelan en libertad.
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La poesía de Olga es poderosa, tiene oleajes de fulgor que, al retirarse, dejan colmillos de furia y territorios sembrados de joyas. Olga conoce el dolor de la palabra hecha cuerpo. Sus palabras no cosen un vestido, suturan una herida. Ella se cita con sus pérdidas y sostiene la belleza continua.
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Dice que su memoria es “indomable, ávida, feroz” y será su arma “contra las contingencias del tiempo y de la muerte”. Pero su lucidez es irreductible al solo juego del recuerdo. En Olga, la relación entre imaginación y vivencia es tan intensa que crea otra memoria, en que el sueño de la realidad se rehace como sueño de la escritura.
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Olga declara que “en un arcón en llamas guarda intacto el cadáver de su inocencia”. Seguramente en otro arcón, o en una tropa de caballos color púrpura que giran en el aire, o en la danza de ollas y asadores asaltados por un capricho inocente y horroroso de un cuento galés, ella guarda su infancia intacta y viva, las piedrecitas en la mano que prueban la interrupción del mundo visible por el otro, la abuela que aparece cuando Olga se despierta en el sueño. La visión es en Olga experiencia vivida. Ve mejor con los ojos cerrados. Ve por ojos de niño. Tiene la infancia empozada y saca aguas de ella cuando quiere.
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“La poesía puede proceder fuera del tiempo .-dice Olga–, en grandes saltos respecto al tiempo”. Ella libra una guerra encarnizada contra “el escorpión del tiempo”, su “látigo que azuza”: “Hemos luchado a veces cuerpo a cuerpo./ Nos hemos disputado como fieras cada porción de amor”.Esa lucha, esa voluntad de resistir al tiempo, “violar sus estatutos”, enfrentarlo con la memoria de la realidad y la memoria de lo no sucedido todavía, ¿no es acaso la expresión más ardiente del deseo? Así, cada poema es una aventura erótica que muere en él, renace en el siguiente, y no se apaga el deseo de alcanzar su objeto, oscuro y desconocido, un agujero que habita en la imaginación posible. Como pensaba René Char: “El poema es el amor realizado del deseo que se queda en deseo”. Esta sed es infinita.
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Tal vez por eso Olga afirma que lo contrario de la vida no es la muerte, es la nada. Ella posee una “lengua insaciable que devora el idioma de la muerte en grandes llamaradas”, sabe que la muerte está llena del esplendor de los bienes extraviados, es el suelo del amor perdido, desgarrón y desnudez que tiembla. Hay en su escritura una versión lujosa de la muerte.
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La incandescencia de los textos de Olga abre al lector y lo eleva al olvido de sí, al éxtasis semejante al del amor y la experiencia mística. Es una poesía de “sangre ilimitada, sangre de abrazo, sangre de colmena”, ella dice. Es una poesía en estado de vigilia permanente y muestra que la esperanza se ensancha cuando duda y el ser conoce la errancia y los exilios. Es una poesía que no admite el consuelo de la razón y se convierte así en consuelo del amor. De tanto laberinto recorrido Olga ha visto que “la belleza nos ciñe en su trama y nos rehace”. Su poesía nos transforma, se hace uno, el otro, los demás.
Olga se ha preguntado si Dios no se perfecciona acaso en todos y cada uno de nosotros. No estoy seguro de eso. En cambio sé que en Olga ocurre exactamente eso: en ella Dios se perfecciona.


*Este texto fue escrito por el autor para la presentación de Olga Orozco, cuando en noviembre pasado, en Guadalajara, le entregaron el premio Juan Rulfo de Literatura. 

La maestra se fue, a toda orquesta (María Moreno para Página/12 agosto 1999)






El año pasado, cuando ganó el Premio Juan Rulfo, la escritora vio con sorpresa cómo la alcanzaba una modesta celebridad, que no había buscado. Después, los medios la dejaron en paz y ella fue muriéndose en cámara lenta. Ayer, una corte de poetas despidió su cuerpo.


Por María Moreno 
Le gustaba definir a la poesía como el intento de apremiar a Dios para que hable. Los que creen en Dios deben pensar que ella debe estar haciendo esto ahora –apremiar a Dios para que hable– y los que creen en Olga Orozco, pero no en Dios, aceptarían también esa posibilidad puesto que funde a la poeta con la poesía. Su muerte, ocurrida el domingo a la noche, en el sanatorio Anchorena, y mientras estaba de la mano de aquella con quien se eligieron mutuamente como madre e hija –la poeta Andrea Gutiérrez– fue delicada pero no inmediata. Casi con la prolongación necesaria como para que Olga barajara los misterios y oportunidades del gran pasaje del que tanto había hablado como poeta. 
“Creo en Dios, en la perduración del alma, pero les temo a las posibles metamorfosis que me son desconocidas. Así como se nace al mundo llorando, o alguien nos golpea para que empecemos a vivir, supongo que pasar al otro lado tiene que ser parecido”, había confiado en un reportaje aparecido en Las doce poco antes de la operación en la que debían colocarle un baypass. “Aunque tal vez sea peor. Hice muchos ensayos generales de mi propia muerte. Pero son sólo eso, ensayos. Tal vez, si tuviera una conciencia suprema del descanso podría pensar que morir es finalmente relajarse. A mí lo único que se me ocurre es la inercia, la inmovilidad después de la primera sorpresa (...) Y bueno, la inercia total es un estado bastante alarmante. Aunque espero que Dios sea más misericordioso que eso”. Las exequias también fueron discretas, mezcladas las generaciones, las estéticas, los nombres propios: Victoria Pueyrredón, Antonio Requeni, Diana Bellessi, Horacio Zabaljáuregui, Elisabeth Azcona Cranwell, Mónica Tracey, Ana Becciú, Araceli Bellota, Alicia Genovese. Mayoría de poetas, en medio del pasaje fugaz de María Kodama, que formuló declaraciones a ATC. Los poetas del grupo Ultimo Reino, sobre todo, se acercaron para las ceremonias del adiós de aquella a quien consideraban una reina, la fundadora de un linaje. 
“No quisiera arrogarme en nombre del grupo la declaración de una identidad poética común con Olga. Puedo hablar de mi experiencia como uno de los editores del Fondo de Cultura Económica adonde apareció la antología Relámpagos de lo invisible. Allí, en ese libro, ella, que es la última en irse, luego de Girri, Molina y Molinari –la última de los grandes, quiero decir– exorcizaba a la muerte en todas las otras de los que la precedían”, comentó Horacio Zabaljáuregui. Luego, a través del teléfono, Susana Villalba habló para defender a Olga Orozco de la crítica habitual de demasiado retórica: “No ponía la estética al servicio de nada y mostró que el lujo es la verdadera rebelión, la de no renunciar a nada, ni al propio deseo, ni a toda la riqueza de las palabras, a su poder. Esa era su espada del guerrero”. Amelia Biaggioni, que había cubierto su propio halo de grandeza con una gorrita de lana, se limitó a imitar el ademán con que Olga, una semana antes, había abierto los ojos para acariciar la cabeza de la mujer que la cuidaba, gesto en donde ya se percibía –según ella– una experiencia cercana a la iluminación y a un nuevo entendimiento. “Me niego a llamar a eso alucinación”, dijo. Las expresiones “grande”, “mayor”, “no sólo de las letras argentinas, sino hispanoamericanas”, insistían pero Ana Becciú fue precisa: “Nos imprimió una dicción en el idioma, en la poesía que al final, es lo único que queda. Ella, Molina, Girondo nos trajeron al castellano la huella de la generación del 37, la de la guerra civil española y, al mismo tiempo, junto a Mallarmé, la modernidad francesa”.
Todos recordaban su voz grave como uno podría imaginar que sería la de la Esfinge de Tebas, quizá contribuyó a eso su mazo de tarot, sus horóscopos, sus exploraciones en últimos reinos. Como le sucediera a Freud, a Masotta que fueron maestros por sus palabras, en el final casi no tenía voz. Los rituales de la muerte cerraron también sus míticos ojos verdes, el segundo de sus dones corporales que hizo que en el grupo PoesíaBuenos Aires, con el que se codeaba en su juventud, casi todos estuvieran enamorados de ella: desde Enrique Molina a Edgard Bailey pasando por Alberto Vanasco y Adolfo de Obieta.
Diana Bellessi no duda para definirla en utilizar la palabra “maestra”. “Es de particular significación para mujeres poetas porque levanta un yo incandescente, un lugar para la subjetividad en donde entran todos. No hay que olvidarse de que en la década del 70 escribió Museo salvaje en donde desmembraba su propio cuerpo de mujer. Se la acusa de hacer versos de larguísimo aliento, de exceso de retórica pero si uno mira fijo, no hay en su obra ningún adjetivo de más. Por otra parte era una mujer de una enorme generosidad, que nunca se quedó pegada al personaje ni dejó de tomarse el trabajo de redactar cartas de recomendación, de abrir con curiosidad a cualquiera que golpeara su puerta. Yo la recuerdo, por ejemplo, durante un congreso de poesía, en un sótano adonde podía cortarse el humo, sentadita en un cajón de manzanas, con una cerveza en la mano, escuchando a los poetas jóvenes. Por eso digo ‘La maestra se fue a toda orquesta’, sobre todo en su escritura que es lo que importa. Un gran poeta es aquel que insiste en una dirección pero que también sabe desviarse y eso es lo que ella hizo en su último libro Con esta boca en este mundo, lograr una intensidad y una desnudez que eran un desvío de sus propias vías.” 
Había entre la Orozco de los cuentos y de las performances orales, entre la Silvina Ocampo de las leyendas maliciosas y la Alejandra Pizarnik “prosaica” –la que escribía por ejemplo La pájara en el ojo ajeno— un humor de brujas que cultivan una salamanca privada en la que nada es sagrado. Con Alejandra, Olga jugaba a que ella poseía un Certificado de Poderes contra la Angustia y que podía ser reclamado a las tres de la mañana. Entonces le decía solemnemente a una Alejandra insomne: “Aquí estoy, Gran Sibila del Reino, para certificar que a Pizarnik jamás un pájaro negro se le posará sobre la sombra, que las piedras se abrirán milagrosamente para dejarla pasar a las mayores luminosidades”. Era algo así como un valium administrado por el Olimpo. Se lo contó a Fernando Noy en un reportaje que apareció en Radar, el suplemento dominical de este diario. 
En la entrevista con Las Doce sacó un certificado diferente del que garantizaba poderes contra la angustia, quizás el fundamental, el del poder de las palabras, a la manera de un talismán, “pero que a veces va más allá de donde debe, como una flecha que se hunde en la carne. Pasa el límite y se convierte en un poder concreto. A veces maligno”. Porque a menudo las palabras utilizan su poder como los clowns, por medio de chascos. Escribió, contaba, un poema a los ojos y terminó usando anteojos, sobre la sangre y le subió la glucosa, la mención de los pies le trajo luxaciones. Toda su obra parece producto de esas voces que solía escuchar en una zona paralela, que no es la de los muertos y que ella situaba como algo invisible pero capaz de emitir relámpagos, ¿habrá atribuido a esos relámpagos, su sordera? En confidencias risueñas el poeta Alejandro Ricagno profanaba al mismo tiempo a la Iglesia y a Hollywood: “Con la vejez volví a cobijarme en la Iglesia Católica pero como también me fui volviendo sorda me pasaban cosas muy extrañas. Por ejemplo, entraba a la iglesia y veía que el cura estaba haciendo la señal de la cruz y haciendo la oración, entonces le escuchaba decir mientras me miraba: ‘Ahí viene el dentista Bruzzone’. Pero la sordera también tiene sus cosas poéticas. Por ejemplo, a mí me gustaba mucho ver películas viejas y un día me puse a ver en un canal de cable una que estaba doblada. Gary Cooper abrazaba con fuerza a una actriz, ella lo miraba con pasión y yo escuché que le decía, mirándolo a los ojos ¡Ay, como me duele la vejiga!”. 
Ayer, mientras el cortejo acompañaba el féretro hacia la parcela de tierra del Jardín de Paz adonde quedó al fin, muy cerca de su marido durante 25 años, Valerio Peluffo, de haber podido cumplir su esperanza de desdoblarse para verse pasar de un mundo a otro, cómo se habría reído al ver junto a la iglesia adonde se le había dado el responso, un previsor paragüero lleno de paraguas, los dispensers de agua potable –como sillorar provocara una irrefrenable sed–, el césped corredizo y sobre todo el cartelito indicatorio “sendero de la eternidad” sobre una callecita de aproximadamente dos cuadras de extensión. Ahora que ha pasado ya el día del estreno, luego de los ensayos generales que ella anunciaba de la propia muerte, y que quizás esté averiguando desde la fe si se trata de inercia o de sucesivas metamorfosis inquietantes, adquirida en vida la certeza de que si el pasado influye sobre el porvenir, el porvenir influye en el pasado, queda ese verso que Horacio Zabaljáuregui recordó en el regreso y que desafía al destino con un ademán de diosa última: “Yo, Olga Orozco desde el fondo de tu corazón digo a todos que muero”


Las obras y los premios
Estas son las obras de Olga Orozco: Desde lejos (1946), Las muertes (1951), Los juegos peligrosos (1962), Y el humo de tu incendio está subiendo (1973), Museo salvaje (1974), Veintinueve poemas (1975), Cantos a Berenice (1977), Obra poética (1979),Mutaciones de la realidad (1979), La noche a la deriva (1983), Páginas de Olga Orozco seleccionadas por la autora (1984), El revés del cielo (1987), La oscuridad es otro sol (1991), Con esta boca, en este mundo (1994), El cerco de Tamarindo (1995) También la luz es un abismo (1995) Eclipses y fulgores (1998) y Relámpagos de lo invisible (1998). 
Entre otros, ganó el Premio Municipal de Poesía (1963), el Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina de Poesía (1971), el Premio Municipal de Teatro (1973), el Segundo Premio Regional Nacional de Poesía (1978), el Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes (1980), el Primer Premio Nacional de Poesía (1988), el Premio Gabriela Mistral (1988) y el Premio Juan Rulfo de Literatura (1998).