miércoles, 30 de octubre de 2013

Programa de El Coleccionista sobre Olga Orozco / abril de 2012

La Orozco (Glorias) / Entrevista para Página /12 por Marta Dillon 28 de mayo 1999


Olga Orozco por Rep





LA OROZCO (GLORIAS)

Poniendo entre paréntesis a la sacerdotisa y vidente que conviven en ella, Olga Orozco elige definirse como poeta. El reconocimiento a su obra como una de las mayores de la literatura iberoamericana no evita que ella considere a la poesía como un profundo sufrimiento: “Una se sumerge hasta un fondo demasiado desconocido y siente que queda unida a la superficie por una nada y encima no ha dejado miguitas en el camino como Hansel y Gretel”. Al lector sus textos le sugieren algo que lo espera para atraparlo y dejarlo desnudo.

Allí, en su guarida, su departamento en el que pelean por su espacio libros y plantas, Olga Orozco juega al Big Boggle. Cientos de palabras como pequeños insectos se aprietan en el papel, bajo su mano. El aire está tibio junto a la mesa donde sus dedos tamborilean esquivando libros, lapiceras, pastilleros. Hace tiempo que no escribe, dice, no puede hacerlo en tiempos de crisis, entonces juega con las palabras como un arquitecto podría hacerlo con los ladrillos rasti.
–A mí las palabras me ayudan mucho. En las épocas de crisis me dedico a los crucigramas obsesivamente, es como un rescate. ¿Para qué voy a escribir? Ya el grito lo dieron muy bien los griegos. Ahora, si se me ocurren cosas, las anoto, pero no puedo hacer algo orgánico y yo soy muy exigente en cuanto a la organización del poema. Bueno, me tienen que operar y eso asusta a todo el mundo. Tengo algunas oscilaciones, llego a calmarme pero no me dura mucho.
–¿Nunca la operaron?
–Nunca a esta edad en que, a pesar de que tengo mucha fe, le temo menos al dolor que a la muerte. Creo en Dios, en la perduración del alma, pero le temo a las posibles metamorfosis que me son desconocidas. Así como se nace al mundo llorando, o alguien nos golpea para que empecemos a vivir, supongo que pasar al otro lado tiene que ser parecido. Aunque tal vez sea peor. Hice muchos ensayos generales de mi propia muerte. Pero son sólo eso, ensayos. Tal vez, si tuviera una conciencia suprema del descanso podría pensar que morir es finalmente relajarse. A mí lo único que se me ocurre es la inercia, la inmovilidad después de la primera sorpresa. Porque yo me imagino que voy a presenciar eso, que va a haber una especie de desdoblamiento para verme con la plena conciencia de este mundo y con el asombro que despierta el otro. Y bueno, la inercia total es un estado bastante alarmante. Aunque espero que Dios sea más misericordioso que eso.
–¿No ha encontrado ninguna respuesta que le dé tranquilidad en esa indagación que usted hace con la poesía?
–Tal vez he conseguido algunas respuestas, pero como si fueran en otro idioma que tengo que descifrar. Hay estados en que uno se siente muy desplazado de su propio centro y a la misma vez muy unido a elementos que no son los visibles. Entre ellos debe haber respuestas que para mí son incógnitas todavía. Esos son lo mundos en los que indago cuando escribo, pero no tienen que ver con la muerte sino con el plano de lo que no es de este mundo sino que está más allá, otra vida. Una zona paralela donde duermen los motivos por los que estamos acá, que me susurran la razón de ser de esta vida. Es como la nostalgia por una Edad de Oro olvidada en la que sabíamos todo, en la que habitábamos un lugar que no era, como el mundo, un efímero relámpago de lo invisible en la materia, y si era tal, no establecía límites, de modo que cada uno éramos como una parte de un solo organismo que tenía un yo central: el de Dios.
–¿Sobrarían entonces las palabras? ¿Sería un territorio de silencio sin lugar para la poesía?
–El silencio es parte de un poema como las palabras. A veces el silencio te deja fija en una encrucijada, es cuando se convierte en un escombro, a la mitad de un poema hay una piedra que impide pasar porque debajo de ella está la palabra. Pero hay otro silencio, el silencio final como el de Mallarmé, que equivale al cielo del lenguaje. Pero ese silencio que llega con la iluminación absoluta es el que te vuelve loco, como en el caso de Artaud.
¿Y no he intentado acaso pronunciar hacia
[atrás todos los alfabetos de la muerte?
¿No era ése tu triunfo en las tinieblas,
[poesía?

Entre perro y lobo

“Todo me conmueve, nada me es indiferente. Puedo saltar de alegría o hundirme en la pena. Pero no todo es poesía, hubo muchos momentos en que la escritura estuvo clausurada. No la poesía, a ella la vivía, estaba inmersa en poesía viviente.” Olga Orozco deja caer los párpados maquillados como telones delante de las estrellas de sus ojos, disfruta de la conversación y juega a encontrar la palabra exacta para que la gravedad se caiga, de tanto en tanto, en el terreno de la ironía, eso que según se queja, los periodistas siempre perdemos. “Mírelo a Borges, si no, él no escribía como hablaba y nadie supo reflejar el humor de sus palabras.”
La poeta anda entre dos mundos y allí reconoce su parentesco con el surrealismo porque entiende “la multiplicidad inagotable de planos que hay en la realidad, del territorio de las emociones y los sueños”, sitios que la obligan a saltar de un lado al otro para quedarse en el mundo y arrastrar a la poesía. Para ir a hacer las compras sin perder el hilo de un poema.
–No sé cuánto me lleva escribir un poema, soy muy obsesiva. Nunca he escrito cosas instantáneamente, llevada por algo que sale a borbotones, jamás. Salvo dos sueños en los que lentamente compuse un poema y cuando me desperté los pasé a papel. Voy escribiendo y corrigiendo y no puedo interrumpir demasiado porque pierdo la estructura. Tiene que empezar y terminar, aunque pasen días enteros. Entonces lo que hago lo hago pensando en el poema, no lo suelto. Tengo que tener mucho cuidado porque es peligroso caminar en dos universos paralelos. En uno hay colectivos y baches, en el otro no.
–¿En ambos mundos es protagonista?
–De alguna manera sí. Pero en el momento de escribir hay que tener una actitud de observadora, hay que situarse como quien indaga. Se es protagonista como en los sueños, cuando uno vive escenas preciosas que quiere traer a la vida como si se tratara de un rescate.
–¿Confía en los sueños como en una realidad paralela?
–Evidentemente corresponden a situaciones reales que están enmascaradas, disfrazadas. A veces no es fácil descubrir qué hay debajo de esas máscaras. Escribir es una búsqueda que tiende a desenmascarar, a intentar echar una ojeada hacia lo alto por alguna puertita que se entreabre y se vuelve a cerrar muy rápidamente. Es apenas un vistazo, pero consuela.
–¿Es un placer captar lo que vislumbra?
–No lo sé. Es un mandato. Escribir no es placer, es mi manera forzosa de expresarme. La poesía me produce un profundo sufrimiento. Creo como Bachelard que está en lo muy alto y en lo abismal. Una se sumerge hasta un fondo demasiado desconocido y siente que queda unida a la superficie por una nada y encima no ha dejado miguitas en el camino como Hansel y Gretel. Y si es hacia lo alto, más difícil todavía. Llegás a zonas desconocidas, como si al nacer se hubiera abierto una especie de telón que se ha cerrado detrás nada más atravesarlo. Pero queda como una reminiscencia de estados de ánimo, cierta avidez por retomar algo de allí. Pero no es placer y ya es bastante salir entera.
–¿Entonces el final del poema es un alivio?
–Sí, pero no es lo más difícil. Lo arduo es el camino. Tal vez conozca el comienzo y el final también, lo demás es territorio oscuro. Es como un túnel, hay algo que está del otro lado y que alcanzo a ver, una luz al final. Pero mientras cruzo por tembladerales, por veinte mil obstáculos, las solicitudes que encuentro en ese camino son muchas, muchas las imágenes, las historias... Y, en fin, hay que dominarlas y elegirlas porque no se pueden poner todas, entonces sufro una especie de mutilación. El único rescate es lo cotidiano, aun ahora, a la edad que tengo, todo me parece asombroso y disfruto de mis placeres de siempre: los amigos, la conversación, el buen cine, el buen teatro, mis plantas y sobre todo los libros. Aunque ahora que siento la nariz tan cerca de la última pared ya no puedo leer novelas, me parecen una pérdida de tiempo.
Preguntas sobre preguntas, la poeta pasó su vida vistiendo el traje de exploradora de otros mundos. Cada poema un desafío, un intento feroz por desgarrar el telón que cubre “ese verbo primordial, que dio nacimiento a todo”. Una búsqueda en la que tiempo y espacio son coordenadas inútiles a las que hiere de muerte. Aunque después de ser lobo en el bosque donde habitan sus hermanos, los “exploradores de la noche del sueño, de las sensaciones oscuras, del misterio, de una realidad que no termina en lo sensorial o en lo visible” –una forma de llamar a Rilke, Rimbaud, Artaud, Hölderlin– vuelva a su mundo protegido con el pelaje suave de un animal doméstico.
Cada noche desgarro a dentelladas todo
[lazo ceñido al corazón,
y cada amanecer me encuentra con mi
[jaula de obediencia en el lomo.

Palabras de poder

Algo en la poesía de Olga Orozco espera agazapado para saltar sobre el lector y dejarlo desnudo. Sus versos hacen eco en aquello que permanece en todos, una esencia compartida que trasciende el deterioro de las cosas pero al mismo tiempo lo devela. Toda su obra parece profundizar eso mismo que planteó en su primer libro (Desde lejos, 1946), el desamparo frente a lo que cambia y lo que muere, la contradicción del hombre que busca la inmortalidad sabiendo que su destino es la muerte. Ella misma no ha cambiado demasiado desde entonces. Su nostalgia tiene un ancla en su infancia y desde allí reclama:
Madre: es tu desamparada criatura quien
[te llama,
quien derriba la noche con un grito y la tira
[a tus pies como un telón caído.
–Yo asimilo muy poco las muertes, sigo sufriendo como si fueran actuales. Aunque he aprendido un poco a convivir con la ausencia como si fuera una presencia. Eso me sucede con mi marido, pero la muerte de mi madre, hace cuarenta años, es igual que si hubiera sucedido ayer. Tengo una memoria que es enemiga del tiempo y de la muerte, los hace retroceder. Pero al mismo tiempo tengo que llevar permanentemente casas, paisajes, situaciones tristes y alegres, ciudades que he visto, todas viajan en un carro que arrastro en mi espalda como un caracol. Así como uno cree que el pasado influye en el porvenir, creo que el porvenir influye en el pasado. Hay una interacción permanente de tiempos y para esto me ayuda la poesía, para hacerle trapisondas al tiempo que al final me va a vencer. Igual que la muerte.
–¿Entonces puede reparar el pasado?
–Tengo una gran nostalgia de mi niñez y de las épocas en que he estado enamorada. Como si todos los paraísos fueran perdidos. Allí no tengo nada que reparar, aunque uno va corrigiendo el pasado de acuerdo con la experiencia. Algunas cosas se aclaran y aparecen retocadas. Pero es muy trabajoso mudarse con un inmenso carruaje lleno de cosas vivas. Conservo las voces de todos los que me acompañaron y ahora entiendo mejor lo que me dijeron. Hay cosas que me parecieron halagüeñas y no lo son, y viceversa. Lo malo es que ya no lo puedo compartir con nadie. De la época en que nací no quedamos más que yo y una casa en La Pampa donde nací y que la busco dentro de las casas en que viví o vivo. Ahora es la casa de la cultura de Toay, mi pueblo. Está igual que 1920, con un jardín más pequeño. Aunque si lo comparo con esa selva que veía de niña en donde las luciérnagas eran ojos de tigre relampagueando en la oscuridad, todo eso se ha resumido mucho.
En ese carruaje que menciona viajan su madre, sus hermanos, la abuela Laureana que aferrada a su vaso de fernet le relató cuentos fantásticos hasta que la poeta tuvo 28 años, aquella vecina que una vez la hizo levitar y descubrió en ella a la vidente, la pitonisa. Están también sus maridos, el primero, al que abandonó a los 24 porque nada era como lo había soñado y la expulsó a los bares, a leer sentada en cualquier mesa con tal de no acatar el mandato de papá que la obligaba a volver antes de las 8 de la noche. Valerio Peluffo es parte también de esa caravana, su último amor, “el único bien absolutamente estable que tuve”, con quien, a los 45, empezó una convivencia que sólo desarmó la muerte de él, 25 años después. Ahora, esta asilada, esta merodeadora de las respuestas que busca y teme encontrar, se sorprende de las trampas que le tiende la edad.
–El cuerpo siempre me produjo una extrañeza angustiosa, como si fuera el enmascaramiento de otra cosa, como si detrás hubiera algo que no sé pero que siento con fuerza. Esa ha sido una de mis angustias y con la edad se ha ido apaciguando. Antes fui yo la que interrogué al cuerpo, ahora es él quien me increpa con sus problemas de circulación, con sus trampas. Tengo un libro (Museo salvaje, 1974) en el que edité poemas dedicados a las distintas partes del cuerpo. Pero mientras lo escribía era tanta la atención con que observaba cada una de las partes que empezaba por la extrañeza y terminaba por deteriorarme.
¿Y la pupila, entonces?
¿Quién puede descifrar esta pupila cautiva
[entre cristales,
este túnel contráctil siempre alerta a la
[inminencia a solas,
esta palpitación a medias con la muerte?
–Escribí el poema a los ojos y terminé usando anteojos, escribí sobre la sangre, tuve glucosa; los pies, luxaciones constantes. Entonces tuve que terminar rápido con esa aventura porque no iban a quedar de mí más que las borras. A lo mejor esas zonas se sintieron agredidas. Yo creo en el poder de la palabra, es una de mis únicas certezas, es como un talismán. Pero parece que a veces va más allá de donde debe, como una flecha que se hunde en la carne. Pasa el límite y se convierte en un poder concreto. A veces maligno.
–Un poder parecido al que tienen las palabras cuando predicen el futuro.
–La magia, todo lo que entra dentro del ocultismo, es muy distinto a la poesía que, igual que la plegaria, asciende. El manejo del tarot, de las cosas ocultas, el ejercicio de la videncia, convoca fuerzas oscuras, las trae hasta acá. Yo vivo entre esos dos mundos también. Siempre tuve condiciones para la videncia, una intuición que sigo teniendo pero ya no lo digo porque ahora creo que no sirve para nada. Una vez tuve un sueño en el que personajes de todas las épocas me juzgaban por cosas que yo había prometido en otras vidas por medio del tarot y no se habían cumplido. Cuando desperté dejé de echar las cartas porque supe que la admonición era interior, porque ese tipo de cosas da una omnipotencia un poco bastarda, un poder que no existe y al mismo tiempo propicia la persecución de los demás. A veces me servía para aconsejar, pero eso es lo que la gente no quiere escuchar.
Todos sus amores fueron posibles, dice que ninguno quedó en el tintero y tampoco ningún deseo, ninguna frustración. Le gustaría tener 40 años –no 20 ni 30– para ser más ágil, para proyectar más allá “de pasado mañana”. Pero de nada se arrepiente. El sexo supo “arrebatarla de la extrañeza” que le provocaba su cuerpo y la magia le permitió armar un altar a su gusto en el que está su Dios –“a los seis años lo dibujé, un dibujo abstracto, pero no sé cómo es. Aunque digan que somos a imagen y semejanza suya, ni siquiera sabemos cómo somos”– y las tres piedritas a las que se aferra cuando escribe, la que le regaló su primer amor, a los siete años, y una de cada lugar donde nacieron su padre y su madre. Es Olga Orozco, la poeta de la voz que modeló la vida:
Aquí, frente al espejo, yo, la inevitable:
una imagen en sombras y toda la soledad
[multiplicada.
Y además, la vencedora del tiempo, porque aunque ella alguna vez encuentre esa respuesta que la deje definitivamente del otro lado, en éste, en el mundo, siempre seguirán alumbrando sus insistentes preguntas.

Olga Orozco X Marta Dillon

20 años en el espejo: Los reportajes de Página/12 que testimonian dos décadas de la cultura, la sociedad y la política argentinas
Publicado el 28 de mayo de 1999
Ahora, cuando siente que su “nariz respira demasiado cerca de la última pared” no dice que ella misma fue una migrante clandestina en el condado de la muerte. ¿Acaso no son los muertos los que se reúnen con su Dios? ¿No es a él a quien la poeta interroga? “De todas las definiciones de la poesía que he buscado en mi vida me quedo con una: es la tentativa de apremiar a Dios para que hable”, dice Olga Orozco, un nombre y un apellido que en su boca producen un eco de cavernas que acaricia cada o, la música perfecta de sus poemas. Un tono que delata largas batallas con la vida, tensando los límites, siguiendo el impulso de flecha de las palabras. Con ellas viajó más allá, las ordenó en versos como convoyes que la llevaron a “un trasmundo, desde este costado y sin pasar por la puerta, es decir, sin morirme. Son poemas muy desesperados donde está muy patente la presencia de una ausencia, un Dios oculto que de pronto se muestra en un matiz mínimo, como un relámpago. Siempre inaprensible porque tengo que desaparecer para captarlo, yo misma estoy tapando con mi propio cuerpo la posibilidad de la fisura para intentarlo”. Y allí está la mujer de voz grave y ojos profundos como lagunas de montaña, tapando la brecha con su cuerpo, cargando un enjambre de 80 años de recuerdos que desempolva por partes, para no mezclarlos. El mundo todavía la asombra, el rumor de lo cotidiano la sigue rescatando del país de las palabras y sus plantas le regalan otra medida del tiempo. La vida es una tentación permanente aunque el cuerpo “me sorprenda todos los días” y todos los que amó “no puedan jactarse ni siquiera de poder arrojar su propia sombra”.
Me encojo en mi guarida; me atrinchero en
[mis precarios bienes
Yo, que aspiraba a ser arrebatada en plena
[juventud por un huracán de fuego
antes que convertirme en un bostezo en la
[boca del tiempo
me resisto a morir.


Los adioses (en También la luz es un abismo / Emecé 1995)

Olga en su comunión


Ahora todo nos va llevando a sacudidas, como si nos empujaran para arrojarnos del paraíso: el pájaro que se queda atrás, los pastos duros y descoloridos, el trazo veloz, vehemente, desenfrenado con que corren los rieles. Con la frente apoyada contra la ventanilla del tren miro en el reflejo la cara que fue besada, que será recordada. Sonrío apenas y lloro silenciosamente.
Ayer por la tarde, cuando papá, Laura, María de las Nieves y su marido ya habían partido en auto hacia Bahía Blanca, yo todavía estaba en la galería de la casa vacía, entre embalajes y canastos. Trataba de reír junto con los demás, pero con poco éxito, ante las piruetas, los saltos y los gestos y los bailes de Miguel, salpicados de compungidas vocesitas de ánima, de vidrio roto y vaya a saber de qué, mientras su cara —la cara del rey de los disfraces— se mantenía impasible, fijada en la expresión atónita y distante de la pálida careta de goma. Era muy frecuente que en las evoluciones de sus deslizamientos se acercara a mirarme, y entonces yo veía en los ojos un acuoso, intenso y espejeante brillo, y casi podría asegurar que a través de la redonda abertura de la boca, los labios contraídos o mordidos se esforzaban por disimular la pena. ¿Sería así? No sería Miguel uno de los arcángeles designados por Dios para cortar el camino hacia el árbol de la vida? Y tal vez el roble protector, a cuyo pie me arrojaba para huir de algún pesar o para escapar de algún castigo, fuera mi árbol de la vida. No. No podía ser así. Todo el juego de Miguel era una farsa para cubrir su pesadumbre. El espectáculo se me hizo insoportable. Acurrucada entre dos canastos repletos de baterías de cocina pasé el resto de la tarde con un colador de fideos en la cabeza, encajado hasta la nariz como un sombrero, para poder ver y llorar mejor sin que nadie supiera. Mamá, la abuela y tía Adelaida trajinaban en los últimos preparativos, daban órdenes para el envío de los bultos, controlaban el traslado de los muebles. A las seis irían a buscarnos para llevarnos a Santa Rosa, donde pasaríamos la noche.
A las cinco y media el enmascarado descubrió a la chica que se había escondido detrás de la puerta del comedor y a quien todos andaban buscando por el jardín y por las quintas. "¿De qué te disfrazaste?", le preguntó en voz baja. "De Juana de Arco", contestó ella casi en un sollozo, recordando las ilustraciones de aquella tristísima historia, "¿Y tú?". "De bombero, para salvarte." "No quiero salvarme. Además no es cierto; ese no es el traje." "No, tampoco hay hoguera. Pero mira, con cualquier traje, soy el muchacho que te va a ir a buscar o te va a esperar hasta que vuelvas", dijo él sacándole el casco y quitándose la máscara. Los dos estaban llorando. Él se inclinó, la besó en toda la cara y le sorbió las lágrimas. "Adiós. Guárdala hasta entonces", dijo, y le puso una piedrecita dentro de la mano. El "adiós" de ella fue ahogado por un gemido, lo mismo que el susurro "No te olvides. No puedo, no puedo..." ¿Qué fue lo que no pudo? Las palabras fueron estrujadas, desenhebradas, asfixiadas por una contracción, por un nudo apretado desde el interior de la garganta. Él la abrazó muy fuerte; después se apartó de golpe y se fue corriendo.
Ahora estoy viajando con esa piedrecita negra, lisa, lustrosa, apretada en la mano. Me tendrán que abrir la mano por la fuerza para saber qué tengo dentro. Recorrerá conmigo kilómetros y kilómetros y seré casi manca durante setenta y dos horas. Después nadie sabrá tampoco de qué se trata. Diré que es un talismán que me regaló un mago. Pero seguirá viajando conmigo durante largos años: kilómetros y kilómetros de papel escrito, de papel en blanco que espera el poema, con esa piedrecita apretada en la mano. No sé si tiene un secreto, un significado que yo ignoro. A veces me parece que huele a algo más que a piedra fría o que late como un pequeñísimo corazón, como si dentro hubiera un pájaro minúsculo; a veces siento una vibración como si intentara dictarme la palabra que trato de escribir, la palabra en cuya búsqueda continúo escribiendo. Aún no he descubierto qué es esa palabra que murmura cuanto miro.
Adiós, casa de luciérnagas, casa de rincones abrigados y cómplices, de las misteriosas y enmarañadas selvas. Desde el centro de ti, que eres el centro del mundo, con una escalera hacia lo alto hubiéramos podido llegar al centro del cielo. Pero sin ir tan lejos, en las noches, cuando se apagaban las luces, tú comenzabas a balancearte y a andar como un navío llevándonos hasta los lugares más lejanos y secretos, a través de todos los peligros y temperaturas, y nos volvías a dejar ilesos y a salvo, cada mañana, en el lugar acostumbrado. Te he encontrado después en todas esas casas que habité, de modo que no sabía cómo cabíamos en ellas. Me salías al encuentro desde donde no podías estar: una ventana se abría en una columna, una puerta surgía en medio de la escalera, el sótano se asomaba a la buhardilla, el palomar se paseaba por la sala arrastrando un gran trozo de jardín. También te he vuelto a ver mutilada, con los pastos trabados y la frente sombría, y sin embargo sé que me has reconocido.
Adiós, adiós, aleros con canaletas y molino alto y chirriante, tentadores para las pruebas de equilibrio, los saltos inmortales e irrefrenable alpinismo; adiós, campo de girasoles y charca de las ranas verdes y pulidas como piedras preciosas, Las Marías Egipciacas; adiós, cementerio de pájaros que alojas tres canarios, un frasco de mariposas deslucidas y asesinadas sin querer, por ignorancia, junto al anillo de oro que Laura sepultó en un arranque de bucanera náufraga y perseguida. Adiós, árboles de las escapadas de la siesta con sus frutas verdes y sus ramas colmadas de depredadores huéspedes humanos; adiós, médanos junto al Torreón de los Corsarios o a los restos del castillo desde donde el vigía, o mi caballero, seguirá gritando mi nombre que la inmensidad transmitirá de nube en nube, o de año en año, hasta el día posible; adiós, resplandor de la ahumada cocina que agiganta las sombras fantásticas de los cuentos de la abuela y alberga nuestros juegos llameantes y nuestros corazones agitados en las tardes de invierno. Me despido de todo con los ojos deslumbrados de Ifigenia camino del sacrificio, y ya todo está envuelto en el esplendor de los bienes perdidos.
Porque en realidad ella se despide de todo lo que cree que termina. ¿Y acaso pudo soportar alguna vez lo que termina? No podrá ni siquiera soportar el espectáculo fatal de la Historia. Cleopatra, Giordano Bruno, Ana Bolena, no morirán en el cine. Continuarán su destino, después de su "aparente" final, en los protagonistas de otras escenas en otros cines, en diversas lecturas y aún en las calles, en rincones insospechados. Las imágenes serán a veces alusivas: la intrépida domadora de serpientes, el joven héroe que se ha refugiado en una cabaña junto al fuego, la mujer a quien recortan el escote de un vestido. Pero si no hay ese recurso, no importa. Cualquier acción y persona pueden servir para que aquellas vidas continúen. ¿Sería ese ya el comienzo de mi fe en la unidad última de todos, la creencia de que todos somos uno?
Ahora cree que en cuanto vuelva la cabeza la ráfaga que pasa habrá terminado. Inexplicablemente, eso no estará más. No sabe aún que seguirá bañándose con todas sus pertenencias en el mismo río o que seguirá sumergiéndose con todas sus historias en los distintos ríos que atraviese. Cada campo, cada ganado, cada bandada, cada mata que despliega con su extensión esa insalvable distancia que la aleja, seguirá renovándose y marchitándose con ella a medida que crezca, a medida que envejezca. Esta separación es un hachazo de la fatalidad (¡ay, habrá tantos!), y ella nunca podrá recuperar la inocencia por medio del olvido, porque una memoria indomable, ávida, feroz, será su arma contra las contingencias del tiempo y de la muerte.
¿Pero hasta dónde podrá estirarse esta cinta o esta franja elástica que la lleva? ¿Y cuántas cosas podrá colocar en esa inmensidad para que todo sea próximo y conocido, para que no entren huecos insalvables ni presencias extrañas? Allí puede caber hasta lo que creía irrecuperable o ajeno a este momento: la chocolatera dorada con rosas esmaltadas hecha añicos y ahora recompuesta, inalterable; los animalitos dispersos de un zoológico de madera, vueltos a reunir y apostados a lo largo del largo camino; el alfabeto de adelante hacia atrás, de atrás hacia adelante, varias veces; las estatuillas de arcilla china que forman poblaciones enteras en sus cajas de semillas de mijo; las figuras brillantes guardadas en sobres, libros y cuadernos; las tablas de multiplicar con sus vacíos y sus errores, el herbario que nunca logró terminar; las alucinantes, nunca confiables muñecas en cuanto se las mira largamente. Por suerte, el recuerdo del mundo es inagotable cuando se trata de colmar y dominar la lejanía. Y no hemos hablado de los rostros más queridos ni de esa piedra que aprieta en la mano y que se multiplica en todo cuanto mira. ¿Y que sucederá si la cinta o la franja elástica que la lleva se corta o se contrae? ¿Qué puede suceder? Nos devolverá al lugar de partida; no nos alejaremos más de donde estamos.
La chica no puede calcular que entre ella y ese lugar del que salió envuelta en llanto y amordazada por la impotencia, se filtrarán continentes enteros con sus floras y sus faunas, otras despedidas igualmente desgarradoras, encuentros milagrosos, insomnios desesperados, celebraciones como fuegos de artificio, amores, mudanzas, incendios, nacimientos, amaneceres sin porvenir, antes de que vuelva a encontrarse con Miguel. Serán más de cuarenta años de imágenes los que habrán pasado por unos y otros ojos cuando se estén mirando sin encontrar a los que eran, cuando él esté diciendo solemne, ceremoniosamente distante, como si estuviera vestido de negro, que "esa casa fue un esplendor y su gente era un orgullo para este pueblo y yo, yo tuve el extraordinario privilegio de frecuentarlos". Ella tuvo ganas de preguntar entregándole la piedra que aún conservaba: "¿Hubo alguien que verdaderamente sufriera cuando se fueron?, ¿alguien anduvo como un animal herido escondiéndose por los rincones?", pero se contuvo. "Parecería un sueño. Todo es tan ajeno, tan irreal, como si me lo contaran", estaba diciendo él, opaco, ausente. "¿Un sueño? ¿Pero no rescataste nada para el despertar? ¿Ni una pluma, ni una flor de papel, no digamos ya algo como el chaleco del Gran Meaulnes?", pensó ella. Nada que rescatar bajo el olvido. Nada puede decirse cuando han caído lluvias para cien inundaciones y los médanos han cambiado mil veces de lugar. Todo se ha borrado. Todo ha sido cubierto por la arena, por otra sal tan dura como la que cubrió a Cartago.
Y estoy aquí, con la misma impotencia, sometida a este viaje. Nadie frente a quién reclamar. Me han permitido viajar con mi vestido nuevo, para darme alegría. Es un vestido azul, de paño bastante grueso, como de marinero friolento, y llevo, además, un capote con caperuza y botones navales muy importantes. No me han permitido, en cambio, meter los pies en los zapatos de tacones altos de tía Adelaida, con los que intenté, apenas, cubrir las heridas de mi dignidad infantil, pero me he puesto una curita gloriosa en la muñeca izquierda y otra no menos heroica en un dedo de la mano derecha. Claro que son alardes, ostentaciones de una batalla que no hubo, pero algo me consuelan. Aunque no, ni siquiera me consuela la enorme caja de delicias de chocolate que me regaló la abuela. Lo logra, a ratos, su mano que acaricia mi cabeza, despacio, muy despacio, como si estuviera dormida.
¿Adónde he estado a punto de caer? Me han levantado del asiento a barquinazos. Nos estamos yendo de una estación perdida, polvorienta. Esos niños que juegan en la playa sentados sobre los talones, en el andén, y que miran ahora pasar el vagón, que me miran y me saludan con la mano y los saludo, me están dando la prueba de que volveré, porque a eso he apostado con la intención cuando he alzado y agitado mi brazo: "si alguien me responde, volveré". Aquella casa blanca, esa humareda, este pueblo que parpadea con sus luces enfermas, son mis enemigos. Lo serán para siempre, también cuando recuerde, cuando vuelva a hacer este viaje con tres muertas que ahora son mamá, la abuela y tía Adelaida, con las que voy hacia un lugar donde nos estarán esperando cuatro muertos en una casa que no conozco, cuatro muertos entonces, pero que ahora son papá, María de las Nieves, Laura y Daniel. Es impresionante estar rodeada siempre de muertos muy pálidos, muy inmóviles, que miran hacia adelante como si fueran en un tren, aunque vayan en el mismo. Da la impresión de que por saber entonces, cuando yo vuelva, ahora ya supieran, y sólo soy yo la que no sabe.
Tampoco sabes hacia dónde vas, criatura; no lo sabrás nunca. Sólo sabes que detrás de todo ese doloroso suspenso te espera el mar. Te han dicho que el mar no cesa, que las olas son las mismas desde el comienzo del mundo, que avanza y retrocede, tanto al avanzar como al retroceder. Engañoso, ¿no? ¿Será así todo lo desconocido? Semejante al acecho de una fiera siempre dispuesta a atacar y a desistir, a la espera del mejor momento para sumergirte. Ahora ruge y te llama, y sin duda hace aún más saladas tus lágrimas y te arrastra, irrevocable, desde algún oscuro lugar del porvenir, como la soledad que vino después y que te aspirará, que te aspiraba ya, desde algún rincón del inhóspito futuro, que apagaba las lámparas de un soplo, ensombrecía los cristales y te cubría de inexplicable sufrimiento desde los pies hasta la cabeza. "¿Qué te pasa?, pero, ¿qué te pasa?", te preguntarán con insistencia, y a veces hasta enumerarán algo de lo mucho que tienes para demostrar que no te falta nada. Y tú no podrás explicar que se trata de algo que aún no está o que no ha dejado de estar, que es algo que se asomará o faltará después, más allá, algo como el anuncio de la pena por la dicha que se irá, pero que ya ese aviso o esa ausencia te echaba su aliento a la cara y se adelantaba hacia ti y te absorbía como los remolinos de un venstiquero.
Es verdad; tampoco sabía adónde iba. Siempre creeré haberlo sabido cuando ya pasó, cuando tengo la sensación de estar haciendo una cuenta nueva. En cada momento creo que se ha corrido hacia adelante toda la oscuridad que hubo detrás y que ya he recorrido, tanteado y sopesado y hasta dominado con el instinto del topo o con la visión larguísima, múltiple, del gato. A veces he ido un poco más allá: he medido la oscuridad sin tiempo con la oscuridad de mi alma, hasta el último muro y hasta el último fondo, y han coincidido, y al fusionarse se ha producido algo que se parece a una chispa, a una revelación, a un reconocimiento instantáneo, muy fugaz, es cierto, pero que es como la promesa de un reencuentro y una unión perdurable con el modelo, invisible por ahora, en un lugar de donde vine y donde algún día haré pie y veré y sabré. Mientras tanto, mientras sondeo la oscuridad entre estas vislumbres de fulgores que me acercan desde la semejanza hasta la imagen, mantengo esta fe y esta esperanza. Aquí todo está hecho para soportar la luz por la sombra que arroja, y su presencia plena sólo se manifiesta en un relámpago, porque no es de este lado. Me aterra el solo pensamiento de intentar asir la iluminación o el conocimiento pleno arrojándome de un salto en una ilusoria claridad sin fondo. Es como pretender mirar de frente lo desconocido desde el centro de un diamante, o como estar prisionera, incrustada en un glaciar enceguecedor o, peor aún, como precipitarme en un resplandor insoportable, alucinante, por el que caigo y caigo hacia ninguna parte, sin ningún talismán, sin hilo sagrado, sin una piedra de amor apretada en la mano. Contra la falsa luz que no permite ver elijo lo invisible. ¿Será porque también la luz es un abismo?

martes, 29 de octubre de 2013

Casa Museo Olga Orozco, reapertura 2013




Objetos al acecho (Olga Orozco) de Mutaciones de la realidad (1979)


máquina de escribir de Olga Orozco/ Casa Museo O.O. en Toay




¿Dónde oculta el peligro sus lobos amarillos?
No hay ni siquiera un pliegue en la corriente inmóvil que tapiza este día;
ni un zarpazo fugaz contra el manso ensimismamiento de las cosas.
Ninguna dentellada;
nada que abra una brecha en estas superficies que proclaman su lugar en el mundo:
mis dominios inmunes,
mi pequeña certeza cotidiana frente a las invasiones de la oscuridad.
Y sin embargo surge la amenaza como un fulgor perverso,
o como una estridencia sofocada;
quizás como un latido a punto de romper la frágil envoltura de las apariencias.
Ha cundido la impía rebelión en mi tribu doméstica
acostumbrada antes al ritual de mis manos y a la mirada que no ve.
Los objetos adquieren una intención secreta en esta hora que presagia el abismo
Exhalan cierto brillo de utensilios hechos para la enajenación y el extravío,
contienen el aliento para el ataque indescifrable,
transforman sus oficios en esta exasperada, malsana geometría del suspenso.
Son gárgolas ahora.
Son ídolos alertas en muda interrogación a mi poder incierto.
Se ha cambiado la ley:
mis posesiones me presencian.
Se han mudado los credos:
el bello acatamiento se extingue bajo el sol de la sospecha.
Y ninguna palabra que devuelva las cosas ilesas a sus humildes sitios.
Y ningún catecismo que haga retroceder esta extraña asamblea que me acecha,
este cruel tribunal que me expulsa otra vez de un irreconocible paraíso,
recuperado a medias cada día.

lunes, 28 de octubre de 2013

Corre sobre los muelles (Olga Orozco) en Museo Salvaje (Losada 1974)

Collage de Enrique Molina para La oscuridad es otro sol (1979)



Hace ya muchos años que corres dando tumbos por estos laberintos
y aún ahora no logro comprender si buscas a borbotones la salida
o si acudes como un manso ganado a ese último recinto donde se fragua el crimen con las puertas abiertas.
Sólo sé que me llevas a cuestas por este mapa al rojo que anticipa el destino
y que acato las tablas de tu implacable ley
bajo el hacha de un solo mandamiento.
Hemos firmado un pacto de guardianas en esta extraña cárcel que remonta en la noche la corriente,
más alertas que un faro,
y no importa que a veces me arrebaten las sombras de otros vuelos
o que te precipites con un grito de triunfo en el cadalso.
Porque al final de cada deserción estamos juntas,
con una llaga más, con un vacío menos,
y pagamos a medias el precio del rescate para seguir hirviendo en la misma caldera.
Pero ¿quién rige a quién en esta enajenada través a casi a ras del planeta?
¿Quién soy, ajena a ti, en este visionario depósito de templos sobre lunas jardines errantes sobre arenas?
¿Dónde está mi lugar entre estas pertenencias por las que me deslizo como la nervadura de un escalofrío?
En cada encrucijada donde escarbo mi nombre compruebo que no estoy.
¡Sangre insensata, sangre peligrosa, mi sangre de sonámbulo a punto de caer!
No juegues a perderme en estas destilerías palpitantes;
no me filtres ahora con tu alquimia de animal iniciado en todos los arcanos
ni me arrojes desnuda e ignorante contra el indescifrable grimorio de los cielos,
porque tú y yo no somos dos mitades de una inútil batalla,
ni siquiera dos caras acusadas por la misma derrota,
sino tal vez apenas una pequeña parte de algún huésped sin número y sin rostro que aguarda en el umbral.
¡Vamos, entonces, sangre ilimitada, sangre de abrazo, sangre de colmena!
Envuélveme otra vez en esa miel caliente con que pegas los trozos de este mundo para erigir la torre:
tu Babel de un vocablo hasta el final.
Has fundado tu reino en la tormenta,
bajo el ala inasible de una desesperada y única primavera.
Has acarreado herencias combates y naufragios insolubles como el cristal azul de la memoria en la sal de las lágrimas.
Has apilado bosques, insomnios y fantasmas embalsamados vivos
en estas galerías delirantes que solamente se abren para volver a entrar.
Has hurgado en la lumbre de la fiebre y el ocio para extraer esa tinaja de oro que irremediablemente se convierte en carbón.
Has encerrado el mar en un sollozo y has guardado los ojos del abismo vistos desde lo alto del amor.
Vestida estás de reina, de bruja y de mendiga.
Y aún sigues transitando por esta red de venas y de arterias,
bajo los dos relámpagos que iluminan tu noche con el signo de la purificación,
mientras arrastras fardos y canciones lo mismo que la loca de los muelles
o igual que una inmigrante que se lleva en pedazos su país,
para depositar toda tu carga de pruebas y de errores a los pies del gran mártir o el pequeño verdugo:
ese juez prodigioso que bajó al sexto día,
que está sentado aquí, a la siniestra, en su sitial de zarzas,

y que será juzgado por vivos y por muertos.

Collage de Enrique Molina para "La oscuridad es otro sol" (Losada 1979)