No sé si conocí a Alejandra Pizarnik frente a un taller de luces negras, donde las dos espiábamos los movimientos de los autómatas a través de la ranura anaranjada de un postigo; o si fue al bajar apresuradamente del tren fantasma, a punto de desaparecer, o del carrusel infinito, que en realidad era la serpiente que se muerde la cola; o quizás haya sido en aquel jardín zoológico, mientras tratábamos de descubrir los ojos del oxolotle, ese animal al que después teníamos que recortarle grandes trozos de blancura, porque ya no cabía en nuestras cabezas y nos asomaba por las orejas; o quizás hayamos convenido turnarnos para entrar y salir junto a esa placita neblinosa en la que sólo cabía una persona, pero en la que siempre tenía que haber alguien debajo de un paraguas. No sé; no lo recuerdo. A veces jugamos a juegos parecidos, a terrores parecidos, y en los años que corren desde su adolescencia hasta mis últimos diez años de memoria nos hemos encontrado muchas veces en momentos semejantes. Tal vez debajo de la palabra "fantasma" esté la fecha exacta.
Pero lo explícitamente importante aquí no es nuestra amistad, a prueba de cualquier trampa de lo visible, sino su poesía, a prueba de cualquier máscara de lo invisible. La poesía, ese "lugar donde todo sucede", donde todo es posible, ese lugar que con la religión y con la magia producen un ácido que borra las fronteras del paraíso perdido en un relámpago de conjunción y de separación. Invocar, convocar, evocar-no en el sentido de recordar sino de recrear-, son los actos que se cumplen en cada uno de esos tres territorios, a veces en los tres, porque son actos
que se entrecruzan para desatarnos las manos y los pies de este lado del mundo. Todos los que nos sentimos desterrados lo sabemos, porque existe una memoria del porvenir, que es la memoria de la verdadera patria, y existe la imaginación, que es la continuidad de una realidad a distancia. Como ensayo de prueba y error contamos con la sed.
"En oposición al sentimiento del exilio, al de una espera perpetua, está el poema-tierra prometida", dice Alejandra Pizarnik con su sedienta voz de desterrada. Alejandra, como todo poeta desterrado, sabe que el poema-tierra prometida no es jamás esa tierra misma para sí mismo sino en el momento de la creación, único instante y lugar del rescate; que el poema no es después sino un plano aproximado de esa tierra, hecho con la tinta del exilio, que es un plano incompleto; que de uno a otro poema sólo se dan indicaciones del itinerario, calcos de floras y de faunas, perfiles orográficos y huellas de corrientes circulatorias. Porque la tierra prometida ha volado con nuestras propias alas, ha crecido a medida que se aleja y nos ha arrojado en el vacío con esa carta geográfica que tiene la forma de una sombra fosforescente.
Si nos despedimos de Alejandra Pizarnik en el momento en que está a punto de comenzar su viaje, que es casi permanente, la veremos partir vestida de pequeña sonámbula, lúcidamente atenta a la menor señal. El andén tiene la forma de un cuarto acolchado por la fiebre, las alucinaciones, los asombros, los terrores y las nostalgias extremos. Su equipaje es el ojo de la cerradura hacia adentro, un prisma para volver a componer la descomposición de la luz en una semilla de fuego, un documento de identificación con los rostros de sus rostros inasibles y un telescopio al revés para completar la órbita del sueño. No son armas de combate, ni siquiera de defensa; son instrumentos de delicada de finísima precisión para todos sus trabajos de viajera en la noche. En cuanto al tren, tiene el aspecto de una jaula de mimbre quejumbroso asediada por los lobos. Esa es la última visión que nos deja, antes de verla desaparecer, absorta, asomada al vaho que borra los últimos barrotes, como Alicia entrando en el país de los espejos.
Cuando volvemos a encontrarla, con su aire de expulsada del paraíso, nos trae Los trabajos y las noches. Nos lo entrega con una expectativa azorada e inquieta: no sabemos si se trata de un frasco de veneno o de una botella donde está encerrado todo el humo de las exploraciones. De la misma manera nos regala un lápiz perfumado, un caracol escrito, una lámina donde se repite hasta el infinito el mismo soldadito. Para ella ha terminado un viaje del que sólo cree entregarnos un contorno, un dibujo en la pared; para nosotros comienza otro.
Nos internamos en su poesía. Es un país cuyos materiales parecen extraídos de miniaturas de esmalte o de estampas iluminadas: hay fulgores de herbarios con plumajes orientales, brillos de epopeyas en poblaciones infantiles, reflejos de las heroínas que atraviesan los milagros. En esos territorios la inocencia desgarrada recubre paisajes inquietantes y las aventuras son un juego con resortes que conducen a la muerte o a la soledad. Para perderse o para no perderse, Alejandra ha ido marcando el camino hacia sus refugios con resplandecientes piedrecitas de silencio, que son condensaciones de insomnios, de angustias, de sed devoradora. "Atesoraba palabras muy puras para crear nuevos silencios", dice justamente en uno de sus poemas. Y son exactamente palabras tan puras que tienen la levedad del vuelo, la brevedad del trazo de las imágenes que representan, la transparencia del mundo que recrean. Frente a esos albergues donde Alejandra se somete a sus experimentos, visión inversa de "la niña de altamar", se tiene la sensación de sucesivos espacios inmóviles en los que el aire ha sido respirado hasta el agotamiento, en exhaustiva ceremonia, sin hablar, para no romper el fragilísimo proceso de las trasmutaciones, para no ahuyentar ese "pájaro asido a su fuga", para no mover ese "aire tatuado" por las ausencias, que han quedado sumergidos como burbujas dentro de una pared de cristales en fusión. El encantamiento está logrado. Pero antes de que se desvanezca, antes de que se aleje con la tierra es necesario que la palabra obre como un conjuro sutil.
Y la palabra consigue ese milagro: retiene la expresión más inasible, fija la permanencia de la fugacidad en esas pequeñas cárceles atmosféricas que pueblan la poesía de Alejandra Pizarnik.
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