domingo, 15 de febrero de 2015

No te pronunciaré jamás, verbo sagrado, aunque me tiña las encías de color azul (Tina Escaja)

                                                                               Tina Escaja




El lugar es aséptico y ruidoso. Sirven comida rápida a la miríada de almas tras el cine, los escaparates, las salidas de miércoles por la noche en Buenos Aires. Me distrae una pareja enamorada y joven, la falda corta y el cabello perfectamente liso y precipitado sobre la curva del brazo de él. Vuelvo al hechizo Orozco: Con esta boca, en este mundo, creando una burbuja de insomnio y vuelo sobre mí misma, de verso desbordado. Cómo poder nombrar. Mañana subiré los peldaños, ¿o habrá ascensor? al ático donde habita Olga Orozco, donde me espera en una cita segura y perentoria. No sabré qué decirle, protesté a medias a la dádiva del encuentro. No sabré cómo… mirarle a los ojos. Ahora sólo gestos, desde esta burbuja de talismanes y hechizos, me aventuro en el poema horizontal, precipitado, como el cabello de ella sobre el brazo? de él. Julieta suspendida del canto del ruiseñor hasta el veneno. Se busca el verso-Orozco tras las esquinas, en los espejos, en la indecible memoria de él, exquisito cadáver mutuo compartiendo portada. ¿Cómo acertar contigo? 

Y yo, procurando a mi vez hallarme en el disfraz de poemas, perdida o apuntalada en el corazón de una ciudad extraña e inmensa a la búsqueda de nombres que me nombren, de cifras por descifrar. Todo y huida o circunvalación. Olga Orozco en el principio de una tesis sin resolver, o resuelta de lado. Recién llegada al «mutilado universo» de la profesión, me aventuro en el sur, perseguida de inviernos. Subo a la cita. Me abren los ojos enormes y claros de Orozco a mí pequeñez que se me antoja extrema.

no te llego a los ojos, no trasciendo la sombra y me rechaza tu estatura.

Tú estás en todo tiempo, y yo casi en ninguno. 

No acierto a las palabras, y me quedo apretada y tonta contra el mullido sillón, enorme como sus ojos, atorado de flores y de gestos furtivos. Olga, mullida y bella, habla y ofrece té, me cuenta historias sobre París, ausculta con inteligencia amable mi parquedad de acólito. Y yo me aventuro al halago torpe de sus poemas, de los círculos que me atrapan en inquietudes y retos.Pero mal, porque su presencia lo llena todo como el frondoso jardín o selva que ocupa la baranda toda del departamento, y en pleno Buenos Aires. Un loro pronuncia nombres, verde, el eco de consonantes, musa quizás indagadora y profeta Orozco. El té se enfría en la taza grande de porcelana. Le extiendo el libro impregnado de apuntes y ecos de enamorados, de versos precipitados, un último encuentro acaso, un roce que nos duplique, esa doble moneda para poder pasar a uno y otro lado. Olga abre con ceremonia y hábito su último libro de versos y escribe: 

Para Tina que descifra los signos, 

Olga Orozco, 



1° de junio, 1995




en "Olga Orozco, territorios para una poética de fuego" Inmaculada Lergo Martin (coord.) Universidad de Sevilla, 2010

A cada uno su espejo de palabras (María Rosa Lojo)



                                                                          María Rosa Lojo


Conocí personalmente a Olga Orozco en 1984. Fue en una circunstancia de fiesta para mí, porque ella formaba parte del jurado que me otorgó el Primer Premio de Poesía de la Feria del Libro de Buenos Aires, junto Alberto Girri y José Isaacson. Que Orozco fuese jurado de un concurso en el  que yo participaba y que además decidiese otorgarme el Premio, era, simplemente, un regalo soñado. Algo extraordinario que se había hecho realidad. La alegría fue aún mayor porque se trataba de mi primer libro de creación artística que iba a publicarse, gracias al premio, y porque los textos que había presentado al concurso eran raros, desusados por lo menos para la tradición poética argentina, difícilmente encasillables; yo los llamaba «poemas en prosa», aunque hoy día, teóricos del género breve como Francisca Noguerol , prefieren considerarlos como microficciones líricas. Pero la denominación era y es lo de menos. Lo importante, lo maravilloso, consistía en que Olga Orozco los hubiese convalidado con su aprobación. No empecé a tratarla inmediatamente, con todo, a partir de ese concurso. Mi vínculo con ella comenzó a hacerse fluido con motivo de otro debut, al cual también ella estuvo relacionada. El entonces jefe de la sección bibliográfica en el Suplemento Literario del diario La Nación de Buenos Aires era otro notable poeta, Horacio Armani, y me ofreció la posibilidad de comenzar a hacer críticas de libros para este medio. Mi primer título asignado fue En el revés del cielo. Con ese comentario, el 24 de enero de 1987, se inauguró para mí no sólo una tarea, que lleva más de veinte años (la continúo hoy en la revista cultural ADN, heredera del Suplemento), sino sobre todo, mi amistad (discipular) con Olga Orozco. Solía visitarla en su piso de la Capital, donde la encontraba sola o en compañía de otros poetas, como Jorge Smerling, Dolores Etchecopar, Hugo Mujica. También me crucé allí con estudiosos que venían a entrevistarla y que trabajaban sobre sus textos. Recuerdo haber conocido en su casa a Elba Torres de Peralta, que estaba entonces por publicar su libro La Orozco: Desdoblamiento de Dios en máscara de todos.

Olga era y no era el personaje mítico que delineaba la poderosa voz de sus poemas. Por momentos, para la mirada superficial, parecía sólo una señora en trance de envejecer, en la sala de un departamento de Buenos Aires. Pero pronto también, como en la «Señora tomando sopa» aparecía «la solitaria comensal del olvido», capaz de transformar el inofensivo ritual del té de la tarde en una ceremonia «para llegar muy lejos», aunque nunca lo suficiente como para abrir, «con esta sola boca, en este mundo», las puertas del paraíso. Olga Orozco amaba las plantas y los gatos. Alguna vez había sido menos hogareña y más viajera por diversas geografías. Cuando yo la conocí, cansada de los viajes, y consagrada al cuidado de Valerio, su marido gravemente enfermo, sólo se trasladaba, siempre en el mismo lugar, por espacios conjeturales y galerías imaginarias, de vuelta en su infancia de Toay, o en vidas anteriores que sólo se vislumbraban al trasluz de la poesía. Hablaba de lo que hablamos normalmente los escritores, capaces de pasar, sin solución de continuidad, del más inspirado discurso sobre los límites de la comprensión y de la percepción (un tema que la obsesionaba), y sobre el destino final de la existencia, al fastidio por disgustos o rivalidades con algún colega, a la charla menuda sobre premios bien o mal adjudicados, y apreciaciones acertadas o erróneas de la crítica. Recuerdo que por entonces estaba molesta con la revista Diario de Poesía, colocada en una línea antimetafísica y muy poco apreciativa del aporte de poetas como Orozco u otros grandes filosurrealistas. Pero sus genuinos motivos de aflicción pasaban por otras coordenadas, desde luego: como su inmenso dolor ante la enfermedad y muerte de uno de sus más queridos amigos: Alberto Girri. O la deriva de la sociedad argentina, que se precipitaba en la hiperinflación luego de las ilusiones que había despertado el retorno de la democracia.

Asertiva, apasionada, fulgurante, dadivosa, Olga Orozco tenía, entre tantos dones superlativos, uno aparentemente menor, pero derivado sin duda de los otros mayores: de su perceptiva sabiduría, de su fina capacidad de conocimiento y apreciación de los otros, y sin duda, de su voluntad de ver y aquilatar en ellos lo más valioso. A todos los que tuvimos la suerte de entrar en su amistad, y de recibir de sus manos algún libro, Olga nos regalaba, con cada uno, un espejo de palabras en el que pudiéramos vernos con la generosidad de su mirada. Como en aquel bellísimo poema de Pedro Salinas, apostaba a revelar y hacer emerger, de lo profundo y a veces invisible, incluso para nosotros mismos, «el mejor tú».

Poseía, como ningún otro escritor que haya conocido, el arte de la dedicatoria. Guardo la mía como un tesoro inmerecido y sigo tratando, hasta hoy, de vivir y de escribir a la altura que ella quiso luminosamente anticiparme.


en "Olga Orozco, territorios de fuego para una poética" Inmaculada Lergo Martin. Universidad de Sevilla 2010.


viernes, 6 de febrero de 2015

Olga Orozco, brilla otra vez (Jacobo Sefamí)



Jacobo Sefamí




Recuerdo vivamente Mutaciones de la realidad, el primer libro de Olga Orozco que tuve entre mis manos. Me impresionó la cadencia de sus versos, el ritmo de oleaje que batía con una gran contundencia. No sé por qué me imaginaba que Olga Orozco era una mujer alta que leía sus poemas alzando los talones del pie, como si estuviera tratando de alcanzar las alturas. Nunca viví en los sitios en que residía Olga. Sólo tuve la oportunidad de estar con ella en tres ocasiones. Quizá esos encuentros fueron simbólicos de los espacios de mi tránsito y de mi memoria. Los atesoro porque son escasísimas las ocasiones en que uno tiene la oportunidad de estar con una sibila, una poeta de tan alta envergadura.

1.  Finales de 1990. Alguien me dijo que Olga Orozco estaba en Nueva York de visita por una semana. Me emocionó mucho saberlo y de inmediato la llamé por teléfono. Al día siguiente, estaba yo en el loft del East Village donde se alojaba Con un amigo. Lo primero que me llamó la atención fue su sencillez. Me vino a saludar como si me conociera de años, sin darse cuenta que yo la miraba como si se tratara de una actriz de Hollywood, con una avidez que había crecido durante años en mi admiración y que se mantenía expectante y curiosa frente a la persona de carne y hueso. En sus ojos verdes había una picardía que afloraba con su voz ronca. No era la poeta alta que yo imaginaba, sino una mujer que miraba desde la profundidad y nunca desde la pretensión ni la arrogancia. Durante esa semana accedió a conversar conmigo para un libro de entrevistas que yo preparaba, en donde se incluían a otros poetas de su generación: Gonzalo Rojas y Alvaro Mutis (también aparece José Kozer)1. La invitamos, asimismo, a dar una charla en New York University, donde yo trabajaba. Olga sabía leer muy bien su poesía; a pesar de que se trata de un lenguaje sofisticado y con imágenes muy elaboradas, su voz se oía muy natural, como si saliera de su habla cotidiana. Recuerdo, por ejemplo, el poema «Tú, la más imposible», escrito después de la muerte de su hermana. El ritmo elegiaco del texto sonaba casi a una conversación (un monólogo, debo decir), a una lamentación que viajaba con el versículo largo, acompasado del dolor.

2. Impulsado por la ya cariñosa amistad con Olga, decidí viajar a Bu Aires en el verano (invierno en Argentina) de 1992, en compañía de mujer. Era mi primer viaje a esa ciudad. Olga insistió mucho en que nos quedáramos en su casa. La llamé varias veces desde el aeropuerto pero nunca contestaba. Perplejos ante esta situación, decidimos ir directamente a domicilio. Nos recibió muy consternada, diciéndonos que le habían «robado» la línea telefónica. Nos dijo que escribiría alguna nota para un periódico para protestar porque los encargados de la telefónica se quedaba con los brazos cruzados frente a esta situación. Eran las once de la noche; suponía que tendríamos hambre y se fue directamente a la cocina. «Ahora les preparo algo sencillo». En menos de veinte minutos ya teníamos un bife enorme en la mesa. «Ya llegué a Argentina», me dije para mis adentros. Durante  la semana que estuve allí, Olga se desvivía por atenderme. Me presentó a Enrique Molina, el otro gran poeta de la generación, a quien tuve la oportunidad de entrevistar en su casa. También invitó a otros amigos escritores, fuimos al teatro, a librerías... En pocos días nuestra relación se había hecho muy cercana, casi íntima, al grado de que mi mujer se sentía celosa. Le recordaba el cerco estrecho que había entre mi madre y yo, y al que ella no podía acceder. Curiosamente, mi mujer volvió intempestivamente a California al oír que nuestro hijo besaba su foto sin cesar y con lágrimas continuas pedía que regresara. Yo pasé unos días más con Olga, conversando y recorriendo las calles de Buenos Aires.

3.En 1998, Olga Orozco fue merecedora del Premio Internacional de, Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo. Los organizadores de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara invitaron a un grupo selecto de estudiosos a hablar de Olga Orozco en una sesión especial dedicada a su obra. Al parecer, Olga dio mi nombre, así es que tuve la fortuna de volver a verla, ahora con motivos para celebrar, en Guadalajara. Entre los acompañantes estaban Cristina Turró, Juan Gelman y su mujer Mara, Elba Torres de Peralta, Gustavo Segade, Myriam Moscona y Elba Macías (Julio Ortega también formó parte de la mesa de homenaje). Le daban un premio muy importante (quizá el más importante de Latinoamérica), pero su actitud no había cambiado en lo absoluto. Los bellos discursos de Olga y de Gelman ante una gran multitud fueron muy gratos para mí porque destacaron las virtudes de la poesía en un mundo tan materializado como el nuestro. Con Olga, Gonzalo Rojas, Octavio Paz, Álvaro Mutis, Enrique Molina (por solo mencionar escritores de su generación) y tantos otros, la poesía persistirá en nuestras vidas aun si tiene que ir contra viento v marea. La persona de carne y hueso nos ha dejado, pero la personas creadas en su poesía seguirán viviendo cada vez que uno de nosotros abra uno de sus libros y lea: “Sube, sube, fulgor, / entreabriendo algo más la sustancia opresiva de noches sobre noches, / como si aprovecharas toda mi oscuridad para existir. / Quizá sea una brasa que enterré, / una gran quemadura sofocada por las separaciones y la lejanía, / y ahora será un nombre, una mirada, algún beso que vuelve, que atraviesa como una incandescente cicatriz el espesor de mi destino,» («Ahora brilla otra vez»).




1. Cfr. Jacobo Sefamí, De la imaginación poética. Conversaciones con Gonzalo Rojas, Olga Orozco, Alvaro Mutis y José Kozer. Caracas: Monte Ávila Editores, 1996.


en "Olga Orozco: Territorios de fuego para una poética" Inmaculada Lergo Martin (coord) Universidad de Sevilla, 2010