collage de Enrique Molina
Mis refugios más bellos,
los lugares que se adaptan mejor a los colores últimos de mi alma,
están hechos de todo lo que los otros olvidaron.
Son sitios solitarios excavados en la caricia de la hierba,
en una sombra de alas, en una canción que pasa;
regiones cuyos límites giran con los carruajes fantasmales
que transportan la niebla en el amanecer
y en cuyos cielos se dibujan nombres, vieja frases de amor,
juramentos ardientes como constelaciones de luciérnagas ebrias.
Algunas veces pasan poblaciones terrosas, acampan roncos trenes,
una pareja junta naranjas prodigiosas en el borde del mar,
una sola reliquia se propaga por toda la extensión.
Parecerían espejismos rotos,
recortes de fotografías arrancados de un álbum para orientar a la nostalgia,
pero tienen raíces más profundas que este suelo que se hinde,
estas puertas que huyen, estas paredes que se borran.
Son islas encantadas en las que sólo yo puedo ser la hechicera.
¿Y quién sino, sube las escaleras hacia aquellos desvanes entre nubes
donde la luz zumbaba enardecida en la miel de la siesta,
vuelve a abrir el arcón donde yacen los restos de una historia inclemente,
mil veces inmolada nada más que a delirios, nada más que a espumas,
y se prueba de nuevo los pedazos
como aquellos disfraces de las protagonistas invencibles,
el círculo de fuego con el que encandilaba al escorpión del tiempo?
¿Quién limpia con su aliento los cristales y remueve la lumbre del atardecer
en aquellas habitaciones donde la mesa era un altar de idolatría,
cada silla, un paisaje replegado después de cada viaje,
y el lecho, un tormentoso atajo hacia la otra orilla de los sueños;
aposentos profundos como redes suspendidas del cielo,
como los abrazos sin fin donde me deslizaba hasta rozas las plumas de la muerte,
hasta invertir las leyes del conocimiento y la caída?
¿Quién se interna en los parques con el soplo dorado de cada Navidad
y lava los follajes con un trapito gris que fue el pañuelo de las despedidas,
y entrelaza de nuevo las guirnaldas con un hilo de lágrimas,
repitiendo un fantástico ritual entre copas trizadas y absortos comensales,
mientras paladea en las doce uvas verdes de la redención
-una por cada mes, una por cada año, una por cada siglo de vacía indulgencia-
un ácido sabor menos mordiente que el del pan del olvido?
¿Porqué quién sino yo les cambia el agua a todos los recuerdos?
¿Quién incrusta el presente como un tajo entre las proyecciones del pasado?
¿Alguien trueca mis lámparas antiguas por sus lámparas nuevas?
Mis refugios más bellos son sitios solitarios a los que nadie va
y en los que sólo hay sombras que se animan cuando soy la hechicera.
en "La noche a la deriva" (1984)
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