martes, 20 de octubre de 2009

La cartomancia


Oye ladrar los perros que indagan el linaje de las sombras,
óyelos desgarrar la tela del presagio.
Escucha. Alguien avanza
y las maderas crujen debajo de tus pies como si huyeras sin cesar y sin

cesar llegaras.
Tú sellaste las puertas con tu nombre inscripto en las cenizas de ayer y

de mañana.
Pero alguien ha llegado.
Y otros rostros te soplan el rostro en los espejos
donde ya no eres más que una bujía desgarrada,
una luna invadida debajo de las aguas por triunfos y combates,
por helechos.

Aquí está lo que es, lo que fue, lo que vendrá, lo que puede venir.
Siete respuestas tienes para siete preguntas.
Lo atestigua tu carta que es el signo del Mundo:
a tu derecha el Ángel,
a tu izquierda el Demonio.


¿Quién llama?, ¿pero quién llama desde tu nacimiento hasta tu muerte
con una llave rota, con un anillo que hace años fue enterrado?
¿Quiénes planean sobre sus propios pasos como una bandada de aves?
Las Estrellas alumbran el cielo del enigma.
Mas lo que quieres ver no puede ser mirado cara a cara
porque su luz es de otro reino.
Y aún no es hora. Y habrá tiempo.

Vale más descifrar el nombre de quien entra.
Su carta es la del Loco, con su paciente red de cazar mariposas.

Es el huésped de siempre.
Es el alucinado Emperador del mundo que te habita.
No preguntes quién es. Tú lo conoces
porque tú lo has buscado bajo todas las piedras y en todos los abismos
y habéis velado juntos el puro advenimiento del milagro:
un poema en que todo fuera ese todo y tú
-algo más que ese todo-.
Pero nada ha llegado.
Nada que fuera más que estos mismos estériles vocablos.
Y acaso sea tarde.

Veamos quién se sienta.
La que está envuelta en lienzos y grazna mientras hila deshilando su sábana
tiene por corazón la mariposa negra.
Pero tu vida es larga y su acorde se quebrará muy lejos.
Lo leo en las arenas de la Luna donde está escrito el viaje,
donde está dibujada la casa en que te hundes como una estría pálida
en la noche tejida con grandes telarañas por tu Muerte hilandera.
Mas cuídate del agua, del amor y del fuego.

Cuídate del amor que es quien se queda.
Para hoy, para mañana, para después de mañana.
Cuídate porque brilla con un brillo de lágrimas y espadas.
Su gloria es la del Sol, tanto como sus furias y su orgullo.
Pero jamás conocerás la paz,
porque tu Fuerza es fuerza de tormentas y la Templanza llora de cara contra

el muro.
No dormirás del lado de la dicha,
porque en todos tus pasos hay un borde de luto que presagia el crimen o

el adiós,
y el Ahorcado me anuncia la pavorosa noche que te fue destinada.


¿Quieres saber quién te ama?
El que sale a mi encuentro viene desde tu propio corazón.
Brillan sobre su rostro las máscaras de arcilla y corre bajo su piel la palidez

de todo solitario.
Vino para vivir en una sola vida un cortejo de vidas y de muertes.
Vino para aprender los caballos, los árboles, las piedras,
y se quedó llorando sobre cada vergüenza.
Tú levantaste el muro que lo ampara, pero fue sin querer la Torre que

lo encierra:
una prisión de seda donde el amor hace sonar sus llaves de insobornable

carcelero.
En tanto el Carro aguarda la señal de partir:

la aparición del día vestido de Ermitaño.
Pero no es tiempo aún de convertir la sangre en piedra de memoria.
Aún estáis tendidos en la constelación de los Amantes,
ese río de fuego que pasa devorando la cintura del tiempo que os devora,
y me atrevo a decir que ambos pertenecéis a una raza de náufragos que se

hunden sin salvación y sin consuelo.

Cúbrete ahora con la coraza del poder o del perdón, como si no temieras,
porque voy a mostrarte quién te odia.
¿No escuchas ya batir su corazón como un ala sombría?
¿No la miras conmigo llegar con un puñal de escarcha a tu costado?

Ella, la Emperatriz de tus moradas rotas,
la que funde tu imagen en la cera para los sacrificios,
la que sepulta la torcaza en tinieblas para entenebrecer el aire de tu casa,
la que traba tus pasos con ramas de árbol muerto, con uñas en menguante,

con palabras.
No fue siempre la misma, pero quienquiera que sea es ella misma,
pues su poder no es otro que el ser otra que tú.
Tal es su sortilegio.
Y aunque el Cubiletero haga rodar los dados sobre la mesa del destino,
y tu enemiga anude por tres veces tu nombre en el cáñamo adverso,
hay por lo menos cinco que sabemos que la partida es vana,
que su triunfo no es triunfo
sino tan sólo un cetro de infortunio que le confiere el Rey deshabitado,
un osario de sueños donde vaga el fantasma del amor que no muere.

Vas a quedarte a oscuras, vas a quedarte a solas.
Vas a quedarte en la intemperie de tu pecho para que hiera quien te mata.

No invoques la Justicia. En su trono desierto se asiló la serpiente.
No trates de encontrar tu talismán de huesos de pescado,
porque es mucha la noche y muchos tus verdugos.
Su púrpura ha enturbiado tus umbrales desde el amanecer
y han marcado en tu puerta los tres signos aciagos
con espadas, con oros y con bastos.
Dentro de un círculo de espadas te encerró la crueldad.
Con dos discos de oro te aniquiló el engaño de párpados de escamas.
La violencia trazó con su vara de bastos un relámpago azul en tu garganta.
Y entre todos tendieron para ti la estera de las ascuas.


He aquí que los Reyes han llegado.
Vienen para cumplir la profecía.
Vienen para habitar las tres sombras de muerte que escoltarán tu muerte
hasta que cese de girar la Rueda del Destino.

Las muertes


He aquí unos muertos cuyos huesos no blanqueará la lluvia,
lápidas donde nunca ha resonado el golpe tormentoso de la piel del lagarto,
inscripciones que nadie recorrerá encendiendo la luz de alguna lágrima;
arena sin pisadas en todas las memorias.
Son los muertos sin flores.
No nos legaron cartas, ni alianzas, ni retratos.
Ningún trofeo heroico atestigua la gloria o el oprobio.
Sus vidas se cumplieron sin honor en la tierra,
mas su destino fue fulmíneo como un tajo;
porque no conocieron ni el sueño ni la paz en los infames lechos vendidos
por la dicha,
porque sólo acataron una ley más ardiente que la ávida gota de salmuera.
Ésa y no cualquier otra.
Ésa y ninguna otra.
Por eso es que sus muertes son los exasperados rostros de nuestra vida.

La casa


Temible y aguardada como la muerte misma

se levanta la casa.

No será necesario que llamemos con todas nuestras lágrimas.

Nada. Ni el sueño, ni siquiera la lámpara.

Porque día tras día

aquellos que vivieron en nosotros un llanto contenido hasta palidecer

han partido,

y su leve ademán ha despertado una edad sepultada,

todo el amor de las antiguas cosas a las que acaso dimos, sin saberlo,

la duración exacta de la vida.

Ellos nos llaman hoy desde su amante sombra,

reclinados en las altas ventanas

como en un despertar que sólo aguarda la señal convenida

para restituir cada mirada a su propio destino;

y a través de las ramas soñolientas el primer huésped de la memoria

nos saluda:

el pájaro del amanecer que entreabre con su canto las lentísimas puertas

como a un arco del aire por el que penetramos a un clima diferente.

Ven. Vamos a recobrar ese paciente imperio de la dicha

lo mismo que a un disperso jardín que el viento recupera.

Contemplemos aún los claros aposentos,

las pálidas guirnaldas que mecieron una noche estival,

las aéreas cortinas girando todavía en el halo de la luz como las mariposas

de la lejanía,

nuestra imagen fugaz

detenida por siempre, en los espejos de implacable destierro,

las flores que murieron por sí solas para rememorar el fulgor inmortal de

la melancolía,

y también las estatuas que despertó, sin duda a nuestro paso,

ese rumor tan dulce de la hierba;

y perfumes, colores y sonidos en que reconocemos un instante del mundo;

y allá, tan sólo el viento sedoso y envolvente

de un día sin vivir que abandonamos, dormidos sobre el aire.

Nadie pudo ver nunca la incesante morada

donde todo repite nuestros nombres más allá de la tierra.

Mas nosotros sabemos que ella existe, como nosotros mismos,

por el solo deseo de volver a vivir, entre el afán del polvo y la tristeza,

aquello que quisimos.

Nosotros lo sabemos porque a través del resplandor nocturno

el porvenir se alzó como una nube del último recinto,

el oculto, el vedado,

con nuestra sombra eterna entre la sombra.

Acaso lo sabían ya nuestros corazones.

domingo, 18 de octubre de 2009

Presentación de El jardín posible (por Eduardo Mileo)


El libro que presentamos hoy es uno de nuestros orgullos editoriales. Creemos que hemos hecho un buen trabajo de recopilación, elección y síntesis de la obra de una de nuestras más grandes poetas, que además contiene un bello dossier fotográfico. La tarea de recopilación y ordenamiento de Marisa Negri fue exhaustiva y minuciosa, y merece el más fervoroso aplauso. Los méritos de esta obra le caben casi totalmente a ella, una apasionada de Orozco, y una mujer que no se arredra ante las dificultades. Hubiéramos deseado incluir en esta antología algunos poemas póstumos, pero se sabe que los grandes intereses editoriales no son demasiado permisivos, y no pudimos hacerlo. Pero aquí está El jardín posible, hecho realidad.

A Olga Orozco se la ha vinculado a la estética surrealista como a la neorromántica, pero la su obra es singular por varios motivos. Exploradora de la noche, del sueño, de las sensaciones oscuras, del misterio que encierran los pequeños enigmas de la vida, que no tiene su límite en lo sensorial o en lo visible, Orozco resuelve el tiempo en sus dos instancias decisivas: nacimiento y muerte. Y entre ellos cifra la lengua de un presente continuo hecho de pasado y futuro: una infancia que no quiere separarse de ella, y que ella no podrá dejar.

En un reportaje que publicó Alicia Dujovne Ortiz hace muchos años en el diario La Opinión, la poeta decía: “Mi infancia comenzó en Toay, en La Pampa, y te digo que comenzó porque no ha terminado. Siguió creciendo conmigo y ha estado siempre latente, en todas mis edades, con su carga de terrores, de asombros y de misterios. (...) Es como la proa de un jardín sin límites. (...) En esa casa y en ese jardín soy una niñita extraña y tímida que juega a ser invisible o a convertirse en otra (...) mi infancia es un refugio y una intemperie; tal vez como todas las infancias, que acaso no hagan más que seguir el arquetipo de la infancia del hombre sobre la tierra desconocida”. Creo que en estos conceptos se condensa la poesía de Olga Orozco.

Infancia de sí, pero también infancia de la lengua: la poeta busca en el origen el magma que le devuelva el oro vital. Alquimista de su propia vida en su propia lengua, ella muere en cada palabra para que el poema se vuelva infancia.

Desde sus dos primeros libros —Desde lejos (1946) y Las muertes (1952)— se revelan los dos momentos que marcan su escritura: infancia y muerte. La infancia como un aprendizaje de la muerte. La muerte como una espera de la infancia. Se espera hallar el paraíso perdido, el sitio en el que la mirada es la lengua universal, un lugar donde no es necesario hablar porque la lengua es una con el cosmos. Ese abrazo hace perder el cuerpo, lo disuelve en su origen. Sintropía intuitiva. Religión pagana, adivinación, arcanos. Tarot de cartas escritas a una madre universal. Infancia de la infancia, útero. Olga Orozco nos revela que su asombro es descubrir que ya lo sabía. Su poesía inventa un mundo que pueda ser habitado en la muerte. Al modo egipcio, prepara las palabras para el viaje.

En su poema “Señora tomando sopa”, del libro Con esta boca, en este mundo, de 1994, la poeta dice:

Detrás del vaho blanco está la orden, la invitación o el ruego,

cada uno encendiendo sus señales,

centelleando a los lejos con las joyas de la tentación o el rayo del peligro.

Era una gran ventaja trocar un sorbo hirviente por un reino,

por una pluma azul, por la belleza, por una historia llena de luciérnagas.

Pero la niña terca no quiere traficar con su horrible alimento:

rechaza los sobornos del potaje apretando los dientes.

Desde el fondo del plato asciende en remolinos oscuros la condena:

se quedará sin fiesta, sin amor, sin abrigo,

y sola en lo más negro de algún bosque invernal donde aúllan los lobos

y donde no es posible encontrar la salida.

Ahora que no hay nadie,

pienso que las cucharas quizá se hicieron remos para llegar muy lejos.

Se llevaron a todos, tal vez, uno por uno,

hasta el último invierno, hasta la otra orilla.

Acaso estén reunidos viendo a la solitaria comensal del olvido,

la que traga este fuego,

esta sopa de arena, esta sopa de abrojos, esta sopa de hormigas,

nada más que por puro acatamiento,

para que cada sorbo la proteja con los rigores de la penitencia,

como si fuera tiempo todavía,

como si atrás del humo estuviera la orden, al invitación, el ruego.

Infancia y muerte. Los que van a morir reviven: se recuerdan. Toda su vida en un instante eterno. Las muertes de Orozco la ponen a vivir entre sus ángeles. Las alas de su deseo son los colores de su pasión. No hay dos porque no hay uno, y todo es otro.

Infancia y muerte. Las casas, las cosas, las risas, los roces, las sombras, los nombres. ¿En qué noche oscura del alma volvemos a crearnos? ¿Acaso nuestro nombre no alcanza para morir?

La vida es un paraíso pobre, pero es el único jardín posible.

El jardín posible florece en Masottatorres



Presentación de la esperada antología poética de Olga Orozco

Y descubre un jardín donde somos posibles todavía…

apenas un instante, nada más que un instante,

y yo, debajo de aquel árbol

copiados por la brisa de un momento cualquiera de la eternidad

Olga Orozco

Editar un libro de Olga Orozco luego de diez años de silencio y con todas sus ediciones agotadas es un desafío que sólo se puede concretar “con una pequeña ayuda de los amigos”; no tan pequeña en este caso.

Todo comenzó cuando fui a Toay y me enamoró la casa natal de Olga Orozco como antes, allá por 1997 me había cautivado su presencia y mucho antes, de adolescente, la antología del Centro Editor que compré junto con Hotel Pájaro de Enrique Molina en una de las librerías de la Calle Corrientes.

Y comenzó la aventura. Javier Cófreces, Eduardo Mileo y Alberto Muñoz, el inseparable power trío de Ediciones en Danza convirtió este empecinamiento en realidad.

Luego todo fue operando por contagio. Con una piedra negra apretada en la mano viajé a Bahía Blanca junto con Silvio Tejada a recorrer las calles que Olga había transitado en su primer exilio.

Y el viaje no fue en vano. Le debo a Silvio y a su tarea como archivista el haber podido cotejar las grabaciones de los poemas inéditos de O. en la Feria del Libro 1999 con sus versiones publicadas en el Diario La Nación.

El libro estaba en marcha. La Casa Museo y los herederos de la poeta aportaron las fotos del dossier, mi entrañable amigo Pablo Runa realizó la tapa y durante el proceso de escritura varios amigos ayudaron cebando mates, dictando poemas, o cocinando para mis hijos mientras yo escribía.

El jardín posible no es el libro que quería. Los ocho poemas inéditos fueron por razones contractuales apartados de la selección. Pero aún incompleto el jardín está aquí.

Ayer, 17 de octubre de 2009, fue presentado en sociedad.

Como en esos cuentos de Las Mil y Una Noches en los que una puerta secreta de paso a un vergel inimaginable, el libro invita; recorre en sus 106 páginas los nueve libros de poesía que Orozco publicó más cuatro poemas que no llegaron a ser parte de un libro como unidad pero fueron publicados en Eclipses y fulgores (Lumen 1998)

La presentación fue un cálido homenaje que tuvo por momentos las características de la un ritual sagrado.

Un joven enmascarado susurraba poemas a los asistentes que iban llenando la sala; los poetas Laura Yasán, Alberto Muñoz y Eduardo Mileo encarnaron en su voz Esa es tu pena, Señora tomando sopa, Yo, Olga Orozco, Con esta boca, en este mundo.

Luego a modo de cierre, la misma Olga, en su departamento de la Calle Arenales repasó parte de su vida y obra en el documental de Canal Encuentro dirigido por Marcelo Iaccarino.

Una etapa está cumplida. Como una procesión de antorchas que celebra este fuego vivo de la poesía, aún restan las presentaciones en Bahía Blanca, en Toay, en Viedma y en Puerto Madryn.

Misión cumplida: El jardín posible, antología poética de Olga Orozco espera a sus lectores en las librerías.