El jefe de la Mejor Organización de Espías para el Mundo y sus Alrededores sigue sentado frente a la vértebra de animal inidentificable (no ha conseguido una calavera), a la vela encendida y al plano donde están señalados con cruces los lugares prohibidos, los escondites de mensajes y el sitio de reunión. Aunque su cara sea inescrutable, cubierta por el antifaz, sé que X 10 el Invencible es Luis Maria, que tiene dieciséis años y es el hermano mayor de Miguel y de Mariana, y que a través de sus dientes separados deja pasar toda clase de mentiras. Pero mientras no se quite el antifaz, el antifaz puede encubrir todas las caras inimaginables, o ninguna, que es lo peor, y aunque se lo quite, tampoco es de las mejores esa con la que se ha quedado, esa cara alargada y mezquina, esa cara de luna de perfil o de lágrima o de vela. Tal vez sea injusta: la de su padre es igual, pero con ojos absortos, llenos de agua; la de su madre es igual, pero pasmada siempre por el espanto de estar presenciando lo que no debe presenciar; y tal vez todo se deba a que los tres tocan música en la iglesia. La de Miguel es diferente.
Lo cierto es que la cara de Luis María se borra en cuanto uno deja de verla, como si una ráfaga piadosa soplara en la memoria sobre ese fuego bajo y helado que parece consumirla. De todos modos preferiría verla. Mientras se la ve es esa y no otra, como quiera que sea, y yo trato de mirar hacia otro lado para no tener que ver eso que no es, pero me atrae, y vuelvo para probar cuál está siendo en mí, cuál puede ser cuando no es lo que es debajo del antifaz rojo.
Porque por dentro siempre juego a lo peor, a lo que más me asusta, a lo que me arroja hasta el fin de la pendiente.
Ahora ya estoy cansada, exhausta hasta de tener miedo.
La ceremonia de la iniciación ha durado demasiado porque somos ocho: Luis María, Ruth, Miguel, Laura, Bruno y Andrés, yo y Mariana. Cada uno ha salido triunfante de su prueba de astucia, de resistencia o de coraje, y por lo tanto ahora somos:
X 10 el Invencible, X 8 la Giganta, X 70 de Cerradura, X 6 Siempre Despierta, X 5 y 5 X Adán y Nada -y Viceversa, han dicho, porque son mellizos y cuesta distinguirlos, X 4 la Aparecida (he agregado debajo de la chapa de espía D T G, que significa Dios Te Guarde, pero nadie lo sabe) y X 1 Lágrima. A número más alto,mayor edad y mayor categoría.
Los varones han cumplido su misión la noche anterior, fuera de ese cuarto y en los sitios más peligrosos.
Allí sobre la mesa está el florero de opalina celeste que todos hemos visto alguna vez durante el día adherido por una arandela de bronce al nicho de don Nino Calcavecchia (“Papá: ¡espéranos!", dice la lápida, como si don Nino no hubiera encontrado otra salida para escapar de ellos, de sus hijos, siempre apresurados, subiendo a un Ford en marcha, arrojando al pasar a la carrera paquetes de mercaderías en todas direcciones, paquetes que a veces crujen al caer porque nadie alcanza a detenerlos en pleno vuelo. Como si don Nino se hubiera puesto un par de alas más veloces todavía y hubiera salido inesperadamente a todo escape a entregar el envoltorio de su alma en propias manos. Don Nino que tendría que haberse detenido a esperarlos, sentado en el umbral del más allá, hacer tiempo sacando un mazo de barajas hecho de todas las barajas del mundo para empezar a resolver,pacientemente, un solitario infinito.) Y bien, el jefe ha rescatado ese florero durante la noche. "Rescatado", dice, como si lo hubiera ganado para este universo arrebatándolo en heroica lucha a todos los habitantes de las tinieblas. No quiero ni pensarlo. Y acaricia lentamente, lentamente, como si no temiera contaminarse de muerte, este trofeo innecesario, que nadie le ha exigido, nadie más que el mismo, para exhibir de manera irrefutable su condición de jefe y de Invencible.
Allí está también la careta de perro con que Miguel ladró, puesto en cuatro pies, a la viuda de Davies y al juez de de paz ("A las dos de la mañana. Yo los vi desde la esquina. Ella se entreabre los velos y le muestra los pechos en el balcón, a la luz de la luna", dijo el día anterior Luis María.
"Pero no, si desde que murió el marido no se asoma a la calle y parece una monja detrás de la ventana", dijo Ruth
“¿Y qué? ¿Tú crees que las monjas no tienen pechos, o crees que solo sirven para amamantar?", agregó Luis Maria con voz de pecado mortal. Ruth se puso roja bajo la piel enharinada y, Miguel silbó distraído. Después dijo: "Veremos", porque ese espionaje era su misión, y a mi me dio vergüenza y debajo de mi vestido hubo un rápido movimiento como de plenitud y de retroceso, como de querer y no querer crecer), y al lado está la piedra que el juez le arrojó, y en el aire queda todavía un confuso relato que se fue desdibujando a fuerza de no comprender, borrado por el humo del cigarrillo de Miguel, que se ha vuelto burlón y suficiente en una sola noche: “Desnudo, en cuatro pies, con el tapado de piel de mamá y la careta, di cuatro vueltas alrededor del árbol... Y el grito de sorpresa de la viuda, y el juez poniéndose los anteojos para ver bien qué era yo... o tal vez para mirarla mejor... Y el golpe de la ventana que se cerró... Y esta es la piedra que me cayó encima.
Me puse en dos pies y corrí, y el viejo corría detrás dándome explicaciones acerca de "el calor que da el luto" y de "alguien que está tan triste y no ve a nadie desde hace años", casi llorando y como si me pidiera disculpas."
En el suelo, fuera de la bolsa, están los dos gansos con el cuello vencido cayendo hacia cualquier parte. (De todos modos es mejor así que con el hachazo que lo cercena, el hachazo que Pepa descargó sobre la gallina, y fue horrible ver la cabeza suelta, pero más aún ese cuerpo sin cabeza que ascendió hasta el cielorraso de la cocina, acompañado por la lluvia de sangre desde lo alto, y el desesperado batir de alas, el revuelto abanico desacompasado que era como un reclamo de plumas, y no hubo piedad, y no había consuelo, aunque ese fuera su vuelo más alto, y aunque un día cada parte recupere a la otra, o cada gallina a la otra- pues era como si fueran dos, ya que no se sabía cuál era la porción más importante- para resucitar entre los muertos.) Y al lado flotaba la botamanga deshilachada del pantalón de Bruno y más arriba la mano lastimada de Andrés;que atestiguan su velocísima circunvalación a la quinta de los Larrain, con los gansos aún vivos graznando bajo el brazo. Uno, el de adelante, picoteando la mano de Andrés; el otro, más atrás, mirando esperanzado hacia los perros que corren pegados a los talones de Bruno, que avivan con su respiración esos veloces talones de fuego. Ahora sus cabezas, inclinadas como las de los gansos, están sostenidas por un hilo de hipócrita modestia. A los dos hermanos gemelos, que parecen hechos con miga de pan, se les ha inflado el pecho con una excesiva dosis de levadura. Tal vez los dos balazos que atestiguaron su hazaña a todos los vientos de la noche estuvieran destinados a impedir esa hinchazón que ya nada ni nadie podrá detener. Van a flotar en el aire, van a salir por la ventana en forma de dos crecientes grumos de pasta blanca y esponjosa sobre la superficie de la tarde, hasta caer desinflados, picoteados por las cabezas sueltas de todas las aves asesinadas sin razón.
Pero lo más innoble de todo es esa paga, ese montón de chapas de aluminio que Luis María revuelve con su mano de doble Judas. Es el precio que Gastón ha debido pagar por su fracaso. Se negó a prender fuego a las dos parvas del campo de Otamendi y fue inmediatamente descartado. Pero para no ser considerado en adelante un enemigo, un “espía de espías”, tuvo que entregar todas las fichas del “bestiario” del teatro. (La madre de Gastón es la encargada del vestuario, ese lugar que he visto solamente desde lejos y que se ha convertido, a través del francés y el castellano de Gastón, en el “bestiario”, ese reducto en donde las señoras y los señores se desenmascaran, ese depósito de desvergüenzas en forma de mostrador donde se intercambian y se negocian las apariencias y la piel. Así, frente a más de un caballo que sonríe, he creído encontrarme con don Ramón de Garay, que habría recuperado en el "bestiario” su verdadera piel, o por el contrario, siguiendo el paso sinuoso de Eleonora Guido, ese deslizamiento de animal agazapado con que parece huir elásticamente de todas las esposas traicionadas para acudir a sus citas furtivas con los falaces maridos, he sospechado
que hace años dejó guardado allí su pelaje de leopardo apaleado. Dios quiera que se olviden de ponerle naftalina.)
Dios quiera que todos estos trofeos de coraje masculino,que todas estas insignias del delito logradas por profanaciones, violencia, estafa, burla y violación en este primer pacto con el hombre, no pesen sobre nadie. Dios quiera aceptar mi parte de pago y expiación.
Porque ahora ha llegado nuestro turno. Nos liberan de maldades heroicas y de glorias, pero nos condenan a la ceguera. a la adivinación aproximada, al conocimiento a tientas.
La prueba de Ruth consiste en identificar a cada uno por las manos con los ojos tapados. Creo que es demasiado fácil.
Miguel tiene las uñas tan roídas que parecen incrustadas, a punto de desaparecer en medio del borde abultado que las rodea y que luego se aplana para ajustarse gradualmente a lo largo de los dedos delgados y nerviosos (cuando Miguel los separa, da la impresión de que diez fantasmitas desencapuchados estuvieran por desprenderse y volar de sus manos para ir a posarse en otra parte); las manos de Laura son duras, firmes y suaves, y como tiene el poder de flexionar los dedos en las primeras falanges, las exhibe enfrentadas, simulando un tonto y ceremonioso conciliábulo entre sordos personajes o una rígida controversia entre embajadores de bandos enemigos: las de Bruno y las de Andrés son exactamente iguales, blancas, fofas e inexpresivas como organismos ciegos, y se diría que son incapaces de reconocer o de manifestar algo y que sólo sirvieran para ser lastimadas alguna vez, porque sí, sin dolor, simplemente como prueba de manos (pero Andrés tiene las uñas de los meñiques increíblemente largas y yo creo que con esas uñas hacen los agujeros del gruyère en la fiambrería de su tío Nicanor):en una de las manos pequeñísimas de Mariana siempre hay por lo tanto un caramelo que deja caer cuando las abre, y por lo tanto esas palmas que muestra hacia arriba, ahuecadas por la esperanza de otro caramelo, están siempre conmovedoramente pegajosas y húmedas de lágrimas; las mías son descarnadas y asombrosas para los demás, y mis dedos desparejos y torcidos tienen huesos de pájaro, huesos que no sé cómo aquietar, y por eso cuando duermo aprieto los puños para evitar que dejen caer el sueño, para evitar que sigan andando por su cuenta. Solo falta Luis Maria y sería innecesario descifrárselas, porque es el último. Pero como si el hecho de haber adivinado quiénes son los demás no lo pusiera en descubierto, así como las manos de Ruth se detenían ociosamente en las de Miguel, ahora se demoran en las suyas esas manos grandes y planas, esos dedos cortos curiosamente curvados hacia adentro, que parecen buscarse de la una a la otra -hacia la izquierda los de la derecha, hacia la derecha los de la izquierda - como para encontrarse alrededor de algo que ojalá no sea la garganta de nadie. Hace un rato que esas manos aprietan, enlazan, estrujan, recorren las hermosas manos de Ruth -tan hermosas que solo son manos hermosas-, de manera que ya no se sabe quién debe reconocer a quién, aunque ya nadie tiene que reconocer a nadie. ¿Hasta cuándo?
Es el turno de Laura. Ya está adentro del ropero. Ahora vienen los ruidos. Laura debe adivinar quién es y qué hace cada uno, y nosotros debemos interpretar por turno una escena que corresponda a nuestros nuevos nombres. Ruth coloca una silla sobre una mesa. sube y golpea con el puño cerrado en el cielorraso. "La Giganta toca el cielo", dice Laura desde su tumba en pie. "Bien". gritamos a coro con entusiasmo, excepto Luis María, que comienza a afilar dos cuchillos a manera de esgrima. sin moverse de su sitio. Se interrumpe, clava uno en una almohadilla con un grito de triunfo y ahoga un quejido con su mano de estrangulador.
Comienza de nuevo; repite la operación tres o cuatro veces: se detiene: golpea el piso con los dos pies. "El Invencible ha batido al enemigo", dice algo temblorosa la voz viene desde adentro de todo. "Admitido", contesta la otra engoladamente suficiente, aliviando nuestro suspenso. Me hace una seña para que yo comience, Arrastro un trozo de cadena por un solo listón del piso, lo golpeo, lo hago resonar contra el suelo y aúllo como un fantasma mientras arrojo puñado de maíz contra el espejo. Espero. Nada. Comienzo otra vez. Nada. (Tendré que ser yo la causa de su
condena? Que diga cualquier cosa. Estoy dispuesta a cambiar mi intención por la que se le ocurra, cualquiera que sea, con tal que diga algo.) Otra vez. "La Aparecida da de comer a las gallinas", llega la voz de Laura, apagada, temerosa y
errónea, porque en realidad yo imaginaba estar paseando por una cornisa, bajo una lluvia de granizo. “Muy bien", grito y aplaudo, mientras el jefe me mira con desconfianza.
Miguel se pone de pie. Se acerca al ropero y golpea con los nudillos por tres veces. Pausa. De nuevo. Otra pausa. Otros tres golpes. Se inclina y espía por el ojo de la cerradura. ¿Se le ocurrirá a Laura espiar también? Hay un silencio interminable. De pronto resuena la voz triunfante: "Ojo de Cerradura mira por el ojo de la cerradura." "Bravo", exclama Miguel dando una palmada sobre la puerta. Luis María
lo mira con reconvención, reprochándole ese ademán generoso. Andrés y Bruno se ponen de pie al mismo tiempo.
"Eva”, dice Andrés con voz meliflua: "Ave", murmura Bruno en el mismo tono. "Adán y Nada", contesta apagadamente Laura, sin duda con el último aliento que le queda.
Mariana ha sido eximida porque solo se pondría a llorar.
La puerta se abre como una lápida de fulgor que se descorre. Laura sale del ropero, pálida, pero con aire de resucitar a la gloria en la tierra. Me parece que le tiemblan las manos.
¿Y yo qué hago ahora adentro de esta bolsa, a solas con Luis María que vigila para que me quede inmóvil, y con Mariana que acaba de entrar y debe descubrirme, mientras los demás se han ido quién sabe adónde para no delatar con la mirada este pozo hacia arriba donde estoy? Más vale no pensar que estoy definitivamente suspendida en un abismo, entre el enemigo de mil patas y millares de antenas y el
angel salvador, convertido en ignorante larva. Más vale no pensar qué hubo antes adentro de esta bolsa, qué restos de cosas muertas, mutiladas o desenterradas me pueden rozar de pronto con insospechadas intenciones. ¿En qué puedo pensar hasta que llegue Mariana? En el jardín está la fuente llena de peces de colores que parecen sumergirse para buscar esas monedas de oro pálido, ese tesoro que el crisol de la luz entre las ramas arroja contra el fondo. Pero aquí la oscuridad tiene color a encierro y el encierro tiene olor a oscuridad, seguramente desde ahora y para siempre. Es un olor renovadamente repentino, como si uno fuese a salir de él en seguida, pero entonces se renueva y continúa como las despedidas demasiado prolongadas y las agonías, que aniquilan cada vez más la voluntad del que se va y la del que se queda. Es un olor de guante húmedo para adioses perpetuos.
La oscuridad tiene ojos también, ojos que podrían ser una salida si no se multiplicaran para paralizarlo a uno en el encierro. Tengo que convertirlos rápidamente en otra cosa, en una pluma de pavo real, por ejemplo, con ojos de párpados dorados, negros, verdes. ¿Cuándo llega Mariana? Tengo que evitar la serie, porque en la oscuridad cada cosa cae con una semilla de mil cosas iguales, que traen a su vez otras semillas, y todas proliferan cuando las mira la innumerable mirada de lo negro. En el jardín está la fuente. Voy a cerrar cada ojo de la serie con una moneda de oro pálido. No, tampoco las manos. Que no vengan, ni siquiera las mías, si que se sepa quién está detrás. Que no empiecen a hacer sin
saber qué. Abuela, querida abuela. de dónde vienes? ¿Como estás en la cama con el sombrero puesto, con ese tricornio de raso que usas para ir a la iglesia, acariciándome la cabeza con una pata de gallina? No te vayas. De todos modos es preferible que te quedes cubriendo todas las manos y los ojos, aunque sea con esa horrible imagen. Pero te alejas rápidamente en tu cama con ruedas, hasta ser un puntito luminoso, irrecuperable, perdido entre lo informe que avanza y me devora, porque Mariana no llegará jamás.
Y me devorará cada noche desde entonces. Será en vano que haga esfuerzos para no dormir tratando de atraer la incomprensible distracción de lo blanco. Lo informe llega en el momento exacto de dormirme y me sentiré como Jonás dentro de la ballena: un oscuro organismo dentro organismo que solamente late y anonada y filtra en sus vísceras innominadas toda la fe, toda la esperanza y todas las razones, hasta lograr el vacío en que floto, la absurda inanidad de todas las cosas a las que me quiero asir, la suspensión indefinida del tiempo en el que me empeño permanecer. Estoy suspendida en este vaciado de la existencia, y ni siquiera me siento destinada a la muerte. Y no puedo salir, porque antes de salir de esta cáscara tendría que salir de este organismo mío en el que estoy incrustada, al que me han cosido como adentro de una bolsa con costuras que no puedo encontrar, con puntadas que no tienen revés, para trasladarme en la nada hacia la nada. Y de pronto dejo de estar suspendida y comienzo a caer, a caer en un plano de dos dimensiones, que es todo cuanto queda ahora en este interior de organismo ajeno, que ya ni siquiera me retiene y por el que caigo hacia adentro de mí misma, totalmente desposeída de toda realidad, de toda cohesión: un puñado de partículas llevadas por el azar hacia una fatalidad jamás prevista, en la que solo perdura un sabor de vísceras que devoran el hartazgo de sí mismas, la repugnancia de su sobrevivencia insípida o de su presencia demasiado viva todavía en esta nada. Soy una adherencia de esta nada en la que aún perdura no un asomo de voluntad, ni de esperanza, sino un resto de memoria insistente y sin sentido, mientras sigo cayendo: "En el fondo hay un jardín. En el fondo hay un jardín. En el fondo hay un jardín." ¿Será esto lo que vine a explorar?
Y allí está la luz, incomprensiblemente, y en el borde de la luz las manos de Luis María y la cara de Mariana, que ríe, ríe a carcajadas por primera vez.
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