sábado, 19 de enero de 2019

Discurso de Olga Orozco al recibir el Premio Juan Rulfo en la Feria de Guadalajara (1998)


(De izquierda a derecha) Francisco Matos Paoli, Olga Orozco, Álvaro Mutis, Emilio Adolfo Westphalen y Gonzalo Rojas, en la Residencia de Estudiantes de Madrid, en 1991.



Agradezco a todas las instituciones que establecieran el Premio de Literatura Interamericano y del Caribe Juan Rulfo, a la comisión organizadora de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y sobre todo a los jurados, entre los cuales cuento al mismo Juan Rulfo, que ha de haber intervenido desde su Comala celestial, dada la veneración y la frecuencia y la proximidad que su obra y su imagen encuentran en mi vida. Si bien premios, honores y recompensas son para un poeta lujosas alegrías, ya que sabemos que la poesía espera para sí misma la misteriosa gratificación de asir lo inasible y expresar lo inexpresable, no deja de ser altamente halagüeño y reconfortante que se traduzca en una concreta distinción el vínculo impalpable, y casi siempre secreto, que existe entre el poeta y el mundo en que habita. Porque un premio, más que un estímulo o una consagración, es un documento sobre la poesía, que no es un hecho aislado en sus consecuencias, sino que se proyecta y establece una subterránea, estrecha comunicación, entre sus extraños adictos y los que vivimos la extraña aventura de internarnos permanentemente, por los abismos o las alturas, en los territorios de lo improbable, en las colonias de lo absoluto.
Insisto en que tal reconocimiento no es común, porque a partir del momento en que Platón nos expulsó de su república por tergiversar el carácter de los dioses, por hacer torpes imitaciones de sus actos y palabras, y por no exaltar las virtudes edificantes ni hacer el elogio de los hombres esclarecidos, quedó decretada nuestra conclusión. Muchos son los que han seguido contemplando a los poetas con cierta suspicacia, desdén o estupor, o al menos con indiferencia o tolerancia. Son reacciones bastante habituales frente a un personaje extravagante, ensimismado, inconsistente, que farfulla a solas, que apuesta su destino a visiones ilusorias y que habita un tablón suspendido entre enigmas. Así somos. Somos además transgresores. No aceptamos las leyes de causa y efecto, la sucesión lineal del tiempo, el disponer de un solo yo, de un solo aquí y de un solo ahora. Alteramos además la organización razonable, porque nuestro orden de valores no es de la generalidad, porque atesoramos palabras inválidas en lugar de monedas de oro y exploramos y sembramos en terrenos que no son de nuestro mundo. Sería oportuno subrayar que el auténtico poeta no le interesa que la poesía sea grata o provechosa para los regímenes políticos. Ni que sea apta o adecuada para requerir sucesos amables y aplaudir celebraciones placenteras. La poesía no es complaciente. No paga derechos por su existencia ni hace canjes de bienes por palabras. Más bien obra de manera inquietante y turbadora. No se vende porque se vende, ha dicho un joven poeta actual.
Resumiendo: la poesía no admite otros compromisos ni otras presiones que los que la ley impone a su existencia o a su naturaleza misma, y que varían de acuerdo con los reglamentos interiores de cada poeta. En cambio, sus posibilidades de liberación son incalculables.
"La posibilidad de una tentación que la realidad termina por aceptar", dice Gastón Bachelard. Que la posibilidad sea un desafío para la realidad, como promesa o como amenaza, exige, para su efectivo cumplimiento, el acuerdo de mil contingencias, simultaneidades, coincidencias y azares. Otra cosa sucede en el territorio de la poesía donde todo es posible. Nosotros, que nos sentimos aprisionados por nuestras propias limitaciones y las que nos impone la estructura del mundo, podemos, por el poder de la creación, encarnar en otros cuerpos, acercar lo distante y hasta lo inabordable, crear otros mundos, vivir otras vidas, ser reyes y hormigas, tergiversar el orden del tiempo en todas direcciones. Inclusive la posibilidad es más poderosa que la realidad porque la establece y la funda el lenguaje. Y si bien el territorio de la poesía no es el territorio de lo probable, tampoco lo es el de la realidad, que no puede someterse por entero a verificaciones de laboratorio ni cumple sumisamente con las leyes establecidas.
La fundación por el lenguaje, que se produce en lo improbable, como acabo de decir, es un fenómeno común para explicar el comienzo del mundo de las diversas cosmogonías. "En el comienzo era el Verbo": indica que crea nombrando. El verbo desciende desde el origen y genera encadenamientos de sustancias y de especies surgidas de sucesivo encadenamiento de palabras, a medida que desciende, hasta dejar establecidos los distintos planos objetivos de la realidad. Hay, pues, una progenitura de palabras y de subsiguientes creaciones que atestiguan el origen divino del lenguaje, por una parte; por la otra, nombre y cosas parecen absolutamente identificados de manera indisoluble. El poeta también cree que nombrando realiza una conversión simbólica del universo, pero a la inversa, desandando el camino descendente del vocablo. Cree así remontar la corriente de lo creado, para llegar al descubrimiento de una imagen esencial, se llegará también a la unidad primordial, al momento en que éramos uno con el todo. El Verbo estaría entonces no sólo al comienzo sino también al final de la creación. En este sentido que Valery ha escrito con respecto a Mallarmé: "Se podría decir que él ubica el verbo al final, detrás de cada cosa". No en vano Mallarmé piensa que el mundo entero es un texto desconocido que ha de descifrar, que el secreto del significado está en una correlación íntima entre el lenguaje y el universo. Pero, ¿de acuerdo con qué modelo previo comprobaríamos la exactitud de nuestra lectura? Solamente Dios conoce las claves. Sólo podríamos arriesgar que el lenguaje es una metáfora de Dios, y seguir el vuelo del espíritu sobre página en blanco.
El hecho de que no podamos comprobar si nuestras interpretaciones son exactas no nos descorazona para continuar leyendo nuestra versión del universo. Cumplimos con nuestra misión como con un mandato sagrado.
Recuerdo ahora un relato jasídico: el maestro Baal-Ckem-Tov, cuando tenía una tarea difícil que cumplir, iba a cierto lugar del bosque, encendía un fuego, rezaba una plegaria, y lo que tenía que hacer ya estaba hecho. Una generación más tarde, otro maestro iba al mismo lugar del bosque y decía: "No sé encender el fuego. Pero conozco la plegaría secreta", y lo que deseaba se cumplía. Más adelante aún su sucesor iba al bosque y decía: "No sé encender el fuego y no conozco la plegaria del maestro, pero conozco el lugar donde oraba, y eso debe bastar", y bastaba realmente. El maestro de la siguiente generación decía: "no sé encender el fuego, no conozco la plegaria secreta, tampoco el lugar del bosque, pero puedo contar la historia", y aun eso era suficiente. Creo que los poetas somos como el primer maestro: vamos al bosque, encendemos el fuego y rezamos nuestra plegaria, aunque nuestros deseos no se cumplan. Otros repiten las plegarias, o investigan el lugar, o cuentan la historia, la poesía intenta dar señales.
Introduce para ello, con el acto creador, un intervalo en la duración, e inaugura otro tiempo, complejo, colmado de simultaneidades en el que se puede revivir la unidad perdida y ser uno con todos los otros, con el otro. Gastón Bachelard dice acerca de esto en La intuición del instante: "En toda verdad o poema es posible encontrar elementos de un tiempo detenido [...] y que llamaremos vertical" lo distingue así de la prosa, que sería el tiempo horizontal, el de la vida corriente, de la vida que se desliza lineal, continuamente. Y agrega: "El objetivo de la poesía es la verticalidad: la profundidad o la altura. El instante estabilizado o las simultaneidades prueban, ordenándose, que el instante poético tiene una perspectiva metafísica". Continuando el trayecto del poeta. Yo digo que desde ese tiempo vertical, detenido en una movilidad y una vibración únicas, el poeta planea hacia lo alto o escarba en las profundidades interiores a través de la palabra que interroga. Porque yo creo que la poesía es una interrogación permanente, aunque tenga la forma de una aseveración. Y cada palabra que interroga encuentra como respuesta otra pregunta que busca, que explota, y que tropieza a su vez con otra interrogación enmascarada, y así sucesivamente, sin que podamos alcanzar casi nunca el fondo total o la máxima altura, en nuestra exploración hacia abajo. Porque antes de alcanzar el punto más hondo se produce la sofocación y antes del más alto, la caída. Mientras que cada pregunta lleva a otra, abordamos lo oscuro, lo desconocido, a través de tanteos, de opciones, de aproximaciones, de vocablos dispersos que giran magnéticos prometiendo un advenimiento, una revelación inminente. Tenemos que elegir, que optar, que mutilar, a veces, para pasar a la interrogación siguiente. Pero la última pregunta, la que las incluye a todas, la que reduciría a una las infinitas posibilidades de las respuestas, es insatisfactoria, o es informulable y se disuelve en el lenguaje mismo y nos arroja en el vacío y sin remedio. La remisión a un más allá fulgurante y prometedor nos ha llevado a la no significación indecible o vedada para nosotros.
No en vano Maurice Blanchot dice: "La pregunta es el deseo del pensamiento", pero agrega: "La respuesta es la desgracia de la pregunta". Y lo es, porque es la muralla que en muchísimos casos no nos deja continuar, porque ha encarnado en el mundo final en la serie de posibilidades. Esto nos sucede, naturalmente, a los que nos fijamos siempre un objetivo que está más allá, en la zona reveladora, que sólo alcanzan unos pocos privilegiados. A los demás el poema no vale simplemente por el acto creador, por la tentativa afiebrada, el exaltado fervor, la inquebrantable fe.
La situación se asemeja a un cuento de Lord Dunsay. El protagonista intentó subir al cielo. Supone encontrarlo al final de una escalera, pero después de esa escalera comienza otra y luego otra, hasta que exclama desalentado, dirigiéndose a un compañero que sube detrás: "No hay cielo, Bill".
Sólo que no nos desalentamos. Seguimos creyendo que al final de la próxima escalera está el cielo del encuentro, del cierto pleno, el de la presencia buscada que fue ausencia.
No importa. Contra toda esperanza y toda desesperanza iremos otra vez al bosque —que tal vez sea "la oscura noche del alma" de la que habla San Juan de la Cruz—, encenderemos otra vez el fuego sagrado y otra vez diremos la plegaria.

Saga para Olga Orozco (Fernando Ferreira de Loanda)




Ya no florece el árbol en que ahorcaron a Peter Farrow, en sus ramas
       ya no anidan los pájaros ni cantan su proximidad.
Acusado de robo de caballos, asalto a mano armada y brujería, Peter
       Farrow sólo llevaba consigo 38 dólares, la Biblia, un 
       desencuadernado libro de poemas, y manuscritos en los que 
       hablaba de la soledad y ponía en duda la existencia de Dios.
Convivía en paz con águilas y coyotes, era amigo de conejos y
       gamos, sabía de la lluvia y de las plantas medicinales; de las 
       nubes, a las que llamaba caballos; de los caballos, a los que 
       llamaba nubes; de las virtudes y flaquezas humanas.
El cerezo aún existe en una región desértica y abandonada de
       Kentucky, donde el viento gime como gemía Patricia Knolles,
       novia de Peter Farrow. Hay quien dice que el gemido es el 
       grito de la propia Patricia Knolles en su afán por revivir al 
       ahorcado.
Algunos cazadores que inadvertidamente pasaron por allí aseguran
       que en las noches de luna seis vaqueros cuentan monedas, en 
       tanto que otro lee en voz alta textos para ellos casi 
       ininteligibles.
Y que de una de las ramas pende una cuerda fría e inmóvil, tensa, y 
       y ellos no lo saben, porque sostiene el cuerpo de Peter Farrow 
       que a nadie le es dado ver.

Fernando Ferreira de Loanda (nacido en Loanda, Angola; crecido en Río de Janeiro desde los once años; 1924-2002). En: José Emilio Pacheco: Aproximaciones. Editorial Penélope, México, 1984.

miércoles, 16 de enero de 2019

Olga Orozco: vida de la poeta de las premoniciones funestas (por Alberto Serra para Infobae 15/1/19)

Olga Orozco: vida de la poeta de las premoniciones funestas


Escritora, periodista, astróloga y tarotista. Un recorrido por las historias de la autora argentina, a través de 70 preguntas




"1920. Nace el 17 de marzo en Toay, La Pampa, donde su padre tiene campos y explota bosques. Reparte sus primeros años entre aquella población y Buenos Aires"
(De una biografía cronológica)
…………………………………………
Hoy, en la punta casi final de esas frías veintisiete palabras –casi final se ha dicho: la mujer es inagotable– hay once libros de poemas, uno de relatos, y los cuatro mayores premios con que este exótico país del sur unge a sus poetas. Olga Orozco se llama la mujer, y vive entre libros, plantas y máscaras rituales, en el último piso de un bloque de cemento donde la aventura de la lagartija no sucede ni sucederá.
Toay, La Pampa. ¿Qué es nacer en Toay?
–Es no tener, como la gente de la ciudad, la pared contra la nariz. Es contar con la eternidad. Se puede seguir la aventura de la lagartija, la aventura de las escapadas a la hora de la siesta, la aventura de subir a un árbol lleno de fruta verde.
¿Qué más?
–El circo, las romerías populares, las kermeses. Mirar los mirasoles de cerca. Echar hojas y flores en el agua de una tina y esperar que la noche y la escarcha armen un herbario maravilloso.
Los amores del campo, digamos. ¿Y los terrores del campo?
–La lechuza. La noche interminable. La leyenda del monte que se traga a la gente. El pájaro negro que se queda con las almas. La solapa…
Solapa, ha dicho. No sabe la prosaica idea que tengo yo de una solapa, señora.
–Es la mujer del sol. Se roba a los chicos que se escapan a la hora de la siesta.
¿Cómo era la pequeña Olga de Toay?
–Sumisa por fuera, rebelde por dentro. Melancólica, tímida, escondida en los rincones.
¿Para qué?
–Para meditar misterios.
¿Encontraba las respuestas a tales misterios?
–Nunca. Por eso empecé a escribir. Para contestarme.
¿A qué edad urdió un poema satisfactorio (el adjetivo es de Borges), un poema que todavía puede respetar?
–Creo que a los doce años.
¿Lo tiene?
–No. A los diecisiete y tal vez a los dieciocho hice una gran quemazón.
¿Una purificación por el fuego o una decisión doméstica?
–Ambas cosas.
¿Primeros escritores que la atraparon?
–Salgari, Dickens y Verne. Naturalmente…
¿Muertes en la familia?
–Dos hermanos antes de que yo naciera. Eran tiempos en que la meningitis y la tuberculosis no perdonaban. Y otro hermano. Después le cuento…
¿Y en Buenos Aires, qué?
–Maestra, y la Facultad de Filosofía y Letras, como era de rigor.
Después, el periodismo.
–Sí. En la revista Claudia(Nota: una muy refinada publicación de la Editorial Abril)
¿Los tiempos de su colección de seudónimos?
–Sí. Valentín Charpentier, Valeria Guzmán, Jorge Videla, etcétera.
¿Por qué tantos? ¿Otro rito?
–No. Más simple. Mucho trabajo. En cada edición de la revista había cuatro o cinco notas mías. No podía firmarlas todas con mi nombre. No podía ni quería.
Usted era famosa por sus horóscopos. Como rezaba el chiste, por los orózcopos. ¿Los inventaba?
–Jamás. Estudié astrología muchos años con María Julia Onetti, prima de Juan Carlos, el escritor. Con ella hacíamos los horóscopos de Clarín de los domingos y los firmábamos Canopus.
¿Cree en todo eso?
–¡Absolutamente!
¿Qué dice su horóscopo?
–Soy de Piscis con ascendencia en Acuario. Hay temas que se repiten: la permanencia religiosa, la adhesión a la magia –a lo oculto en general–, el tema del amor, el tema de la literatura. Bueno, usted sabe que el horóscopo muestra cuestiones de carácter y de posibilidades, pero no accidentes fatales, por ejemplo.
¿Sufrió alguno?
–Se dice que al año y medio tuve meningitis. Me dieron por muerta. Según parece, tenía los ojos hacia atrás. Mi abuela llamó a la curandera del pueblo. Me pasaron de una tina de agua helada a una tina de agua hirviendo con mostaza. Fue como pasar del cielo al infierno, del infierno al cielo. Al amanecer, mis ojos volvieron a su sitio, mi respiración se tranquilizó, reviví. Me resucitaron.
Y el mal no volvió, como en las leyendas con final feliz.
–Hasta cierto punto. Se decía entonces que el mal retornaba cada siete años. Y cada siete años yo veía que los mimos y los halagos crecían a mi alrededor. Sucedió a mis siete, a mis catorce y a mis veintiún años.
¿Algo así como morir cuatro veces?
–Algo así.
Mucho hemos hablado de la muerte y aun falta hablar de la muerte de su hermano. Lo prometió.
–Yo tenía cinco años, él veinte, y era muy parecido a mí. Mi madre me miraba y se ponía a llorar: tanto se lo recordaba. Cuando él estaba por morir me sacaron de la casa y me llevaron a un pueblo vecino. Pero insistí mucho en volver, y mi abuelo me hizo caso. El auto de la casa estaba descompuesto. Me llevó a caballo, al galope, en una noche de tormenta. Cuando llegué, mi hermano había muerto, y yo lo sabía.
¿Por qué lo sabía?
–Porque siempre tuve videncias, premociones. Como mi madre y mi abuela.
Se dice que usted tiraba el Tarot, y que lo abandonó porque tuvo una negra experiencia. ¿Es cierto?
–Sí. Vi en las cartas la muerte de un amigo muy querido, y se murió. Pasé años sin tocar esas cartas.
Se dice también que volvió a ellas, y que las dejó definitivamente. ¿Otra muerte?
–No. Un sueño. Una especie de juicio público donde yo era la acusada. En las graderías del tribunal había gente de todas las épocas. Un soldado romano, un caballero medieval, una dama renacentista que se levantaban y me pedían cuentas por cosas que yo había prometido y que no se habían cumplido. Cuando el juez iba a bajar la mano para condenarme, me desperté con un grito horrible. Nunca más quise echar el Tarot…
¿Cómo es su relación con Dios y el Diablo?
–No sé a qué llamamos Diablo. ¿Mi relación con el mal, dice usted?
Si quiere, digo el mal.
–Combatirlo con el bien. El bien es infinito. Lo puede todo. El mal, en cambio, es muy limitado y repetitivo.
¿Qué idea tiene de Dios? ¿Un Dios personal que interviene en las cuestiones humanas, algo que flota sobre las aguas, ¿qué?
–No, no, no. Lo veo. Lo veo actuando. Lo veo como una presencia. A veces, como la presencia de una ausencia. Como un Dios secreto y oculto, pero que está en todas las cosas.
Literatura. ¿Padeció mucho antes de editar su primer libro? (Nota: Desde lejos, 1946).
–No. Tuve mucha suerte. Ya había publicado poemas en Péñola, la revista de los estudiantes de Filosofía y Letras, y en Canto. En una reunión, Rafael Alberti leyó poemas de jóvenes y dijo: "Los poetas verdaderos son estos dos". Uno de los dos era yo. Estaba el editor Losada, y me dijo: "Tu primer libro es mío". Lo escribí, se lo llevé. Lo publicó. Y así durante años.
¿Ganó dinero con sus libros?
–No, qué esperanza. Ningún poeta gana dinero con sus libros.
¿Nos damos una vuelta por el cuestionario de Proust?
–Nos damos.
¿Cuál es para usted el colmo de la miseria?
–Escarbar tanto para encontrar una moneda, que uno llegue a las antípodas.
¿Cuál es su idea de la felicidad?
–El amor absoluto y permanente. Hasta la muerte.
¿Qué faltas perdona?
–Las mentiras piadosas.
¿Pintores preferidos?
–Chagall, Braque.
¿Músicos?
–Mozart, Bach y Beethoven.
¿Qué cualidad prefiere en el hombre?
–La rectitud.
¿Y en la mujer?
–¿Las mujeres tienen cualidades?
¿Sería capaz de matar?
–No.
¿Qué le hubiera gustado ser?
–Siempre joven. Es decir, lo imposible.
¿Cuál es su mayor defecto?
–La debilidad con apariencia de fortaleza.
¿Qué es lo primero que la atrae de una mujer?
–Hum. No sé. Por lo visto tengo muy poco que ver con el mundo femenino.
¿Y en un hombre?
–Soy muy frívola: tiene que ser muy buen mozo. Después viene todo lo demás.
¿Color preferido?
–El verde. Sobre todo el verde musgo.
¿Flor?
–Las rosas.
¿Escritores en prosa, sus dioses?
–Faulkner. Kafka. Dostoyevski. Siempre vuelvo a ellos.
¿Poetas?
–Rimbaud. Mallarmé. Elliot.
¿Quiénes son sus héroes de la vida actual?
–Los ángeles de la guarda.
¿Y del pasado?
–Juana de Arco.
¿Lo que más detesta?
–Los insectos y las serpientes.
¿Qué don natural le gustaría tener?
–La gracia.
¿Cree en la inmortalidad del alma?
–Sí.
¿Cómo le gustaría morir?
–¡No me gustaría morir!
¿Cuál es el estado actual de su espíritu?
–La desazón. El hormigueo. Tengo muchos problemas inmediatos dentro de mi casa. Mi marido, Valerio, está enfermo, y hay muchos problemas en el país (Nota: esta entrevista data de julio de 1989).
Es poeta. ¿No ha podido abstraerse de lo cotidiano, evitar instalarse en la historia?
–No. Las cosas me han lastimado, me han exaltado, me han empañado. Siempre me han hecho algo.
¿Cómo ha sido en el amor?
–Muy constante. El amor ha existido siempre. Claro, lo que cambia es el compañero… (se ríe).
¿Qué piensa de los premios literarios?
–Los tomo como un azar favorable. Es un viento astrológico que sopló a mi favor y que empujó a un montón de voluntades a ponerse de acuerdo sobre los interrogantes que plantean mis problemas. Son una añadidura, un regalo para lo que hago. Nada más.
¿Cuál sería un premio verdadero?
–Acertar con lo que quiero decir cuando escribo. Nunca acierto. Siempre son aproximaciones.
¿Cómo escribe un poema?
–Por la mañana y a máquina. A veces, con la máquina sobre las rodillas, como si domara un potro.
¿De noche, por qué no?
–Porque lo que hago de noche es muy alucinatorio, menos sólido, menos válido. Deficiente, le diría.
Siguen los terrores nocturnos, como en Toay.
–Son los mismos con distintos nombres. A la edad que tengo duermo con luz, porque la oscuridad está siempre habitada.
¿Tiene premoniciones, como antes?
–Sí. Pero las sofoco, las distraigo, las alejo. Porque nunca son felices. La onda que más se capta es la patética, la trágica.
Usted fumaba como un escuerzo, si me permite la grosera analogía, y dejó. ¿Puede escribir sin fumar? Norman Mailer confesó que luego de dejar sus cien cigarrillos por día tuvo que aprender a escribir de nuevo.
–Empecé a fumar a los trece años y escribí casi toda mi obra envuelta en una nube de humo. Dejé porque un brujo de Paysandú me dijo que estaba intoxicada y que iba a quedarme sorda. Cuando retomé la escritura lo hacía con un rosario en la mano, un alfiler de gancho que abría y cerraba con los dientes, y cuando me quedaba una mano libre me enredaba el pelo sobre la frente.
¿Alguna vez hizo terapia?
–No.
¿Qué piensa del psicoanálisis?
–Me parece muy útil.
En esta charla habló mucho de vejez y de muerte. ¿Por qué?
–Para mí, el tiempo mismo es la muerte. Uno nace llorando, y debe salir llorando hacia el otro lado, ¿no? En cuanto al deterioro, ¿cómo no va a preocuparme? Me gustaría que me sacaran fotos al lado del elefante del zoológico: mis arrugas se notarían menos.
De todos los objetos que la rodean, ¿a cuál quiere más?
–A esa akwaba que está allá arriba, en la biblioteca. En África las mujeres la llevan colgada en la espalda para invocar a la fertilidad.
¿Tuvo hijos?
–No.
Todo empieza a ser incómodo en ese extraño piso diez donde sólo faltan plantas carnívoras para que la sensación de asfixia alcance la perfección. La charla ha sido dura, ríspida, antipática a veces, y los ojos verdes de la mujer miran con más "adiós" que "hola". Con más "no lo soporto" que "siga, por favor". El cronista, sin embargo, no se rinde, a pesar de que la recién desaparecida lluvia y el recién salido sol instalan en la ventana un resplandor insoportable. Objetos, objetos, objetos. Vasijas inocentes y no tanto, máscaras rituales, armas tortuosas y remotas, cuero, papel, hueso, metales. El cronista se siente casi tonto cuando le pregunta:
¿Cuál es su objeto favorito, y por qué? Eso, si mi curiosidad no le parece obvia.
Y se siente definitivamente tonto cuando oye la respuesta:
–Ninguna curiosidad es obvia. Todas intentan percibir el universo. Pero ya que debo contestar, bueno: es Buga, esa estatuita que está allá arriba.
Buga es chata, oscura, acaso de barro. Buga es una especie de enana panzona con grandes pechos hasta la barriga. Cuenta la mujer que es la diosa de la fertilidad entre las mujeres bantúes. Y ahora sí, se levanta, abandona la máquina de escribir que tenía entre las rodillas (queda la máquina en la alfombra colorada como un difunto o un cachivache abandonado), abre la puerta y dice adiós. Antes de salir, el cronista pasa por una puerta abierta que da a una pieza oscura, a una cama, a un bulto blanco en la cama, al contorno inequívoco de un carricoche.
¿…?
–El hombre es mi marido, paralítico desde hace tres años. El cochecito de bebé está vacío. Nunca pude tener hijos.
Después, la jaula del ascensor se desploma. Después, los zapatos del cronista se mojan en un gran charco. Pero la estrepitosa calle es una exacta y esperada fuga, ahora y en la hora en que, a diez mil kilómetros, un chico negro escapa, en el fondo de una choza, de las tripas de una mujer bantú. De una choza donde reina Buga.
(Post scriptum: Olga Orozco murió en 1999, a sus 79 años. Su premiada obra poética es original e inquietante. Conseguir sus libros y abordarlos es una gratificante aventura).

Fuente : https://www.infobae.com/cultura/2019/01/15/olga-orozco-la-gran-poeta-de-las-premoniciones-funestas/