collage de Enrique Molina
Como quien se ha perdido en la espesura y es tarde y tiene frío
-no importa que las hojas prometieran con cada centelleo una gruta encantada,
que los susurros del atardecer fueran las risas de los desaparecidos,
que los pájaros cambiaran de color justo a la hora de no ser ya los mismos-,
quiero volver a contemplar el fuego entre cuatro paredes.
No diré que la travesía fuera imaginable,
visos de tiempo incesantemente proyectado en la memoria del olvido,
sino que fue más bien ver desfilar relatos fosforescentes en el curso de agua,
siempre con la amenaza de una zarpa a punto de borrarlos,
siempre con desenlaces sombríos en los que me alejo de la mano de nadie
o estoy en una escena en que la muerte ha protagonizado todos los papeles.
No faltaron prodigios.
Todo viaje comprende reservas naturales de los museos que nos obsesionan.
Puedo hablar, por ejemplo,
del hombre que se trasmuta en nube cuando lo llama la distancia,
y acaso sea el mismo a quien reclama por cada oreja una mitad del mundo,
o de aquel que propaga imágenes de amor, como una repetición del eco,
y acaso sea el mismo en cuya sombra crece sólo la hierba del edén perdido.
Cada uno en su juego de ráfaga indecisa,
cada uno girando en su noche sin fondo, en su órbita incierta.
También hubo el mensaje de la lluvia que cayó al mismo tiempo en [dos lugares
y las apariciones simultáneas de mariposas negras en todas las ventanas
y los atardeceres contagiosos como diseminados por las tenaces pestes del paisaje.
Podría citar otras maravillas y errores que no apresó la crónica,
rarezas y ejemplares nunca domesticados por pregones de feria,
pero no quiero contemplar dos veces lo que vuelve del polvo o es rehén de otro reino.
Que repose intocado con su bautismo de insoluble sal sobre la frente.
¿Y para qué despertar uno por uno los accidentes del camino?
Quedaron señalados con un sello indeleble en los relevamientos del subsuelo,
como si fuera útil ¿para quién? el ejemplo o necesaria ¿para qué? la advertencia,
como si yo pudiera ser la misma aunque no cambie el río.
Entre suelos que corren y límites que se sumergen o que vuelan
las pruebas fueron tantas que no acerté los tiempos;
confundí las personas, entradas y salidas, costumbres y tatuajes;
con las demoliciones de los años construí laberintos en vez de paraderos;
me dormí bajo techo y desperté acosada por los perros de la cacería.
En alguna oportunidad presté mis lámparas a las vírgenes fatuas:
me dejaron a oscuras y me desvalijaron los gorriones.
No pienso, no, que todo fue acechanza, ni mordedura, ni emboscada.
Guardo en algún lugar los días y las noches como inmensos retazos de la fiesta
y solamente habrá que desplegarlos, iluminar los rostros,
probar los episodios y repetir los gestos,
como si alguien nos hubiera elegido para ser personajes de algún sueño.
Aunque tal vez sea mejor conservarlos plegados
junto con los recortes de las bellas excursiones frustradas
y los planos de puertos y ciudades en los que ya no hay nadie para hospedar el alba
y el mapa del planeta con su flora y su fauna coloreados por la melancolía
y la cinta del horizonte inabordable.
Ahora estoy sentada sobre la hierba insomne y hago mi recuento.
¿Debí no haber salido a la intemperie? ¿o cambiar el trayecto?
Todo paso hacia atrás puede invertir de pronto la perspectiva de una his toria.
Toda mirada por encima del hombro puede adulterar los inocentes escenarios.
Es tarde y hace frío bajo las estrellas que todavía lucen, actuales en su nunca,
pero que quizás allá lejos se apagaron.
Voy a entrar en la casa.
Alguien está despierto estrujando las sombras, disponiendo los leños.
¿Es innoble la paz? ¿Es sedentario el fuego?
en "La noche a la deriva" (1984)
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