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Yo te barrí con una escoba negra,
di vuelta tus pisadas para que cada paso te alejara de mí,
hice una sola hoguera con todas las marañas donde anidó tu sombra
y te tapié la casa con una piedra viva calentada en mi mano.
No medí tu poder contra estas inconsistentes envolturas
tejidas solamente por la complicidad del resplandor y el aura.
No calculé tu alcance de rata que abre un túnel desde un cubil de invierno
hasta el rostro del día,
que fue un creciente agujero en todas las ventanas.
Acampaste a lo lejos
con tu arsenal de tenebrosas ollas, fetiches de tierras muertas y tijeras,
y esa tribu invisible alimentada con rata del infierno,
y comenzó el asedio, apenas como un pie que roza las fronteras de la espuma,
casi como un perfume que avanza o como un canto;
después cerraste el cerco,
¿y por qué no hasta trocar los sitios, hasta dejarme fuera?
Tú eras la invasora cuyos ojos atraviesan los vidrios de la noche
lo mismo que un diamante;
yo, la guardiana ciega en su vigilia de ensimismada porcelana.
Acorralaste mi alma, moldeándome tres veces en la cera funesta:
una con los estigmas de la separación
que traspasan las vendas desde el porvenir hasta el pasado;
la segunda, con la nube interior que perpetúa el desasimiento y la caída;
la tercera, con esas incrustaciones de azabache que convocan las obsesiones y el pavor
y que no se disuelven ni bajo el ácido de la costumbre ni bajo el bálsamo de ninguna fe.
Es como balancearse en el vacío,
teñida por tres veces con el color de la otra orilla.
Confundiste mis pasos anudando la soga del destino
a una catedral que se deshizo en polvo contra el acantilado,
a una barca que huía encandilada por el sol de las vertiginosas islas,
a una torre que anduvo entre tembladerales y que cayó partida por el rayo.
Y siempre, en todas partes, tus aliadas,
esas merodeadoras de los muelles esperando el naufragio,
las hijas de la serpiente derribando mi illa desde el árbol de la tentación,
la mujer con corona de lata profanando las ruinas.
¿Y ahora dónde está la casa blanca con la franja ultramar
que bebería el cielo inagotable en una copa del Mediterráneo?
Molida con cal devoradora en tus morteros.
¿Dónde los niños, cada uno con su clave secreta,
deslizándose como una misteriosa constelación sobre la hierba?
Fundidos con las semillas de mi raza en tu crisol de hierro.
¿Dónde, dónde la hora bienaventurada que rueda hasta el regazo
más indemne que un prisma capaz de recomponer toda la luz del inocente paraíso?
Fue la que hirvió mejor en tus negras marmitas.
Trabaste con agujas de hielo mis palabras, mi único talismán en las tinieblas,
y extrajíste con hondas incisiones su forma y su color
vaciando sus almendras y evaporando su sentido;
a veces las dejaste entre puertas cerradas en laberintos insolubles
que siempre desembocan en una cámara circular de aguas estancadas
donde se disputaron sus despojos los extintos fulgores, los ecos y los vientos.
En algún lado hiciste castillos de papel con mis fracasos.
Me soltaste tus perros
junto con la jauría innominada que hizo una madriguera de mis noches.
Engendros de aquelarres incubados en las cocinas subterráneas,
alimañas surgidas del “sueño de la razón” en insomnes bestiarios,
sabandijas fraguadas en el reverso de todas las tentaciones de los santos,
probaron mis resortes hasta las últimas alertas del acosado yo,
hasta el chirrido de los engranajes que fijan las protectoras apariencias
solamente hasta aquí, solamente hasta ahora,
en esta incomprensible maquinaia del mundo.
Se quebró el maleficio.
Se rompió como un huevo, como una rama seca, como un anillo inútil.
Acaso sea poco lo que queda:
la inquebrantable fe, el insistente amor, las ataduras con todo lo imposible
y esta desesperada y prolija costumbre de probarme las almas, los vocablos y la muerte.
Ahora planeas, lejos, con el humo que no vuelve.
Visto desde tu lado
ese pájaro negro es la victoria y vuela con tus alas.
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