ph: Vicent Van Zalinge |
Hay en algunos ojos esas borras de añil que dejan los crepúsculos
al evaporarse
–un ala que perdura, una sombra de ausencia–
Son ojos hechos para distinguir hasta el último rastro de la
melancolía,
para ver en la lluvia el inventario de los bienes perdidos,
así como hace falta un invierno interior
“para observar la escarcha y los enebros erizados de hielo”
dijo Wallace Stevens congelando el oído y la pupila,
convertido tal vez en el hombre de nieve que contempla la nada
con la nada
y que oye sólo el viento,
sin ningún evangelio que no sea ese sonido único del viento
(aunque tal vez hablara de la más extremada desnudez;
no de la transparencia).
Pero yo sé que cada tiniebla se indaga solamente con la noche que
llevo,
que la piedra se entreabre ante la piedra
de la misma manera que se tantea el corazón con el abismo.
¿Hay alguna otra forma de asomarse hasta el fondo del subsuelo,
el fondo de otra herida, el fondo de otro infierno?
No hay ninguna otra lámpara para reconocer lo próximo, lo ajeno,
lo distante.
Lo atestigua la esquiva intención de la rata chillando entre los
vidrios,
resbalando en la rampa de una impensable luz;
lo proclama la estrella con su remoto código adherido a un temblor,
tal vez a una agonía que ya fue;
lo confirma ese yo que camina contigo y es memoria dondequiera que
olvides,
y ese otro, inabarcable, centelleante,
que le sale al encuentro bajo el agua de las transformaciones,
y a veces ni es persona, ni color, ni perfume, ni huella de este
mundo.
Ambos están tejidos con la sustancia misma del silencio.
Se parecen a Dios en su versión de huésped reversible:
el alma que te habita es también la mirada del cielo que te incluye.
de "En el revés del cielo" (1987)
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