La poesía, en su representación total, así como el universo, como esa esfera de la que hablaban Giordano Bruno y Pascal, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna, es inaprensible. No se la puede abarcar en ninguna definición. Cualquiera sea el centro cambiante desde el que se la considere —pepita de fuego, lugar de intersección de fuerzas desconocidas o prisma de cristal para la composición y descomposición de la luz—, su ámbito se traslada cuando se lo pretende fijar y el número de alcances que genera continuamente excede siempre el círculo de los posibles significados que se le atribuyen. La formulación más feliz, la que parece aislar en una síntesis radiante sus resonancias espirituales y su má-gica encarnación en la palabra, no deja de ser un relámpago en lo absoluto, un parpadeo, una imagen insuficiente y precaria. La poesía es siempre eso y algo más; mucho más.
Tenemos que conformarnos solamente con aludir a ella a través de los medios de que el poeta se vale para alcanzarla, confundiendo así de alguna manera el camino con el objetivo. Unos y otros poetas se han referido y se refieren a la Poesía desde el propósito que ha sustentado su acto creador, porque aunque las consecuencias de este sean insospechables, sus procesos están, deliberadamente o no marcados por la intención de quien los suscita. Es decir, la actitud inicial del poeta tiñe con un sentido último a su poesía, a esa faz particular de la poesía. Quiéralo o no, cada uno funda su arte poética, aun remitiéndose a la negación de toda regla, y le impone sus leyes: las de la libertad absoluta, las del rigor extremo, las del abandono y la brusca vigilancia. Bajo estas directivas que rigen un material en ebullición, una arquitectura pétrea o una sustancia cristalina, el acto creador se convierte, en uno y otro caso, en arco tendido hacia el conocimiento, en ejercicio de transfiguración de lo inmediato, en intento de fusión insólita entre dos realidades contrarias, en búsquedas de encadenamientos musicales o de fórmulas casi matemáticas, en exploración de lo desconocido a través del desarreglo de todos los sentidos, en juego verbal librado a las variaciones del azar, en meditación sobre momentos o emociones altamente significativos, en trama de correspondencias y analogías, en ordenamiento de fuerzas misteriosas sometidas a la razón, en dominio de correlaciones íntimas entre el lenguaje y el universo. Los enunciados podrían continuar indefinidamente. Sobre ellos y sus posibles combinaciones planean, entre otras, y por no ir más lejos, las sombras de Rimbaud, de Verlaine, de Mallarmé, de Apollinaire, de Eliot, de Bréton, de Eluard, de Reverdy.
Entre todas configuran un mosaico hecho de fragmentos complementarios, de tonos francamente opuestos, de zonas que se superponen o se rechazan. Ampliando esta visión con los colores de otras épocas y otros territorios, aparece un panorama general aún más contradictorio, pero ilustrado en sus armonías y en sus disonancias por experiencias prestigiosas, por ejemplos que no se pueden descalificar, aun cuando frente a algunos de ellos nuestro punto de partida se encuentre en la orilla opuesta.
De todos modos, cualquiera sea el lugar de arranque y el previsible o imprevisible lugar de llegada —la representación de estados atemporales aprisionados en el poema—, las declaraciones de quienes se lanzan a fondo en esta extraña aventura hacen suponer que la poesía es una tentativa perversa y malsana.
Es perversa, porque el poeta se obstina en asir una presencia que se le escabulle, en retener un agua milagrosa que no toma la forma de ningún cuenco, en traducir un texto cuya clave cambia de código permanentemente. Es perversa porque es una tentativa tenaz, desesperada y desesperanzada, que se vuelve a recomenzar después de cada frustración. Ya que eso es cada poema si lo comparamos con esa inmersión en lo absoluto que es su lugar de origen: un objeto inacabado, apenas un reflejo elusivo en un azogue avaro, apenas una opaca cartografía de un viaje deslumbrante, apenas la aproximación a un centro que siempre se sustrae. Como en el mito de Sísifo con su invencible piedra, o como en aquella
condena que Gómez de la Serna imaginaba para Lautréamont, cuyo blasfemo canto III Dios rompía implacable, sin haberlo leído, enviándolo a escribirlo nuevo cada día, el poeta debe recomenzar otra vez su interrumpido e interminable poema, su precario puente entre lo perdurable y lo momentáneo. Es un curioso acto de fe el de esta afirmación que lleva implícita gran parte de negación, el de este misterio de amor que nos lleva a ligarnos incondicionalmente a lo que nos ha vencido, por más que, como bien lo expresó Jean Paulhan, el poema sea también como un soplo de aire puro que nos llega después de haber estado a punto de perder el aliento, o como un poco de salvación en el fondo de la pérdida, o como el alivio de haber salvado el lenguaje después de haberlo expuesto al mayor de los peligros.
Dije que la poesía es una tentativa perversa y agregué que es una tentativa malsana. Y lo es, porque el poeta se expone a todas las temperaturas, desde la del hielo hasta la de la calcinación; soporta tensiones opuestas, desde la exaltación hasta el aniquilamiento; camina sobre tembladerales; se sumerge en profundidades contaminadas por todas las pestes del silencio y la palabra; transgrede las leyes de la gravedad y del equilibrio; pasa del vértigo hacia arriba a la caída en el espacio sin fin; encarna con perplejidad en cuerpos ajenos; padece asfixias y amenazas de desintegración, mientras permanece unido al seguro lugar de su diaria existencia sólo por un hilo que adquiere por momentos la fragilidad de lo imaginario.
¿Y para qué? ¿Para qué sirve este oráculo ciego, este guía inválido, este inocente temerario que inclina a cortar la flor azul en el borde de los precipicios? Reduciendo al máximo su misión en este mundo, prescindiendo de su fatalidad personal y de sus propios fines, y limitando su destino al papel de intermediario que desempeña frente a los demás, aun sin proponérselo y por antisocial que parezca, diremos que ayuda a las grandes catarsis, a mirar juntos el fondo de la noche, a vislumbrar la unidad en un mundo fragmentado por la separación y el aislamiento, a denunciar apariencias y artificios, a saber que no estamos solos en nuestros extrañamientos e intemperies, a descubrir el tú a través del yo y el nosotros a través del ellos, a entrever otras realidades subyacentes en el aquí y en el ahora, a azuzarnos para que no nos durmamos sobre el costado más cómodo, a celebrar las dádivas del mundo y a extremar significaciones ¿por qué no? cuando la exageración abarca la verdad.
OLGA OROZCO
En Antología poética Instituto de Cooperación Iberoamericana. Madrid : Ediciones Cultura Hispánica, 1985.
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