domingo, 3 de septiembre de 2017

La maestra se fue, a toda orquesta (María Moreno para Página/12 agosto 1999)






El año pasado, cuando ganó el Premio Juan Rulfo, la escritora vio con sorpresa cómo la alcanzaba una modesta celebridad, que no había buscado. Después, los medios la dejaron en paz y ella fue muriéndose en cámara lenta. Ayer, una corte de poetas despidió su cuerpo.


Por María Moreno 
Le gustaba definir a la poesía como el intento de apremiar a Dios para que hable. Los que creen en Dios deben pensar que ella debe estar haciendo esto ahora –apremiar a Dios para que hable– y los que creen en Olga Orozco, pero no en Dios, aceptarían también esa posibilidad puesto que funde a la poeta con la poesía. Su muerte, ocurrida el domingo a la noche, en el sanatorio Anchorena, y mientras estaba de la mano de aquella con quien se eligieron mutuamente como madre e hija –la poeta Andrea Gutiérrez– fue delicada pero no inmediata. Casi con la prolongación necesaria como para que Olga barajara los misterios y oportunidades del gran pasaje del que tanto había hablado como poeta. 
“Creo en Dios, en la perduración del alma, pero les temo a las posibles metamorfosis que me son desconocidas. Así como se nace al mundo llorando, o alguien nos golpea para que empecemos a vivir, supongo que pasar al otro lado tiene que ser parecido”, había confiado en un reportaje aparecido en Las doce poco antes de la operación en la que debían colocarle un baypass. “Aunque tal vez sea peor. Hice muchos ensayos generales de mi propia muerte. Pero son sólo eso, ensayos. Tal vez, si tuviera una conciencia suprema del descanso podría pensar que morir es finalmente relajarse. A mí lo único que se me ocurre es la inercia, la inmovilidad después de la primera sorpresa (...) Y bueno, la inercia total es un estado bastante alarmante. Aunque espero que Dios sea más misericordioso que eso”. Las exequias también fueron discretas, mezcladas las generaciones, las estéticas, los nombres propios: Victoria Pueyrredón, Antonio Requeni, Diana Bellessi, Horacio Zabaljáuregui, Elisabeth Azcona Cranwell, Mónica Tracey, Ana Becciú, Araceli Bellota, Alicia Genovese. Mayoría de poetas, en medio del pasaje fugaz de María Kodama, que formuló declaraciones a ATC. Los poetas del grupo Ultimo Reino, sobre todo, se acercaron para las ceremonias del adiós de aquella a quien consideraban una reina, la fundadora de un linaje. 
“No quisiera arrogarme en nombre del grupo la declaración de una identidad poética común con Olga. Puedo hablar de mi experiencia como uno de los editores del Fondo de Cultura Económica adonde apareció la antología Relámpagos de lo invisible. Allí, en ese libro, ella, que es la última en irse, luego de Girri, Molina y Molinari –la última de los grandes, quiero decir– exorcizaba a la muerte en todas las otras de los que la precedían”, comentó Horacio Zabaljáuregui. Luego, a través del teléfono, Susana Villalba habló para defender a Olga Orozco de la crítica habitual de demasiado retórica: “No ponía la estética al servicio de nada y mostró que el lujo es la verdadera rebelión, la de no renunciar a nada, ni al propio deseo, ni a toda la riqueza de las palabras, a su poder. Esa era su espada del guerrero”. Amelia Biaggioni, que había cubierto su propio halo de grandeza con una gorrita de lana, se limitó a imitar el ademán con que Olga, una semana antes, había abierto los ojos para acariciar la cabeza de la mujer que la cuidaba, gesto en donde ya se percibía –según ella– una experiencia cercana a la iluminación y a un nuevo entendimiento. “Me niego a llamar a eso alucinación”, dijo. Las expresiones “grande”, “mayor”, “no sólo de las letras argentinas, sino hispanoamericanas”, insistían pero Ana Becciú fue precisa: “Nos imprimió una dicción en el idioma, en la poesía que al final, es lo único que queda. Ella, Molina, Girondo nos trajeron al castellano la huella de la generación del 37, la de la guerra civil española y, al mismo tiempo, junto a Mallarmé, la modernidad francesa”.
Todos recordaban su voz grave como uno podría imaginar que sería la de la Esfinge de Tebas, quizá contribuyó a eso su mazo de tarot, sus horóscopos, sus exploraciones en últimos reinos. Como le sucediera a Freud, a Masotta que fueron maestros por sus palabras, en el final casi no tenía voz. Los rituales de la muerte cerraron también sus míticos ojos verdes, el segundo de sus dones corporales que hizo que en el grupo PoesíaBuenos Aires, con el que se codeaba en su juventud, casi todos estuvieran enamorados de ella: desde Enrique Molina a Edgard Bailey pasando por Alberto Vanasco y Adolfo de Obieta.
Diana Bellessi no duda para definirla en utilizar la palabra “maestra”. “Es de particular significación para mujeres poetas porque levanta un yo incandescente, un lugar para la subjetividad en donde entran todos. No hay que olvidarse de que en la década del 70 escribió Museo salvaje en donde desmembraba su propio cuerpo de mujer. Se la acusa de hacer versos de larguísimo aliento, de exceso de retórica pero si uno mira fijo, no hay en su obra ningún adjetivo de más. Por otra parte era una mujer de una enorme generosidad, que nunca se quedó pegada al personaje ni dejó de tomarse el trabajo de redactar cartas de recomendación, de abrir con curiosidad a cualquiera que golpeara su puerta. Yo la recuerdo, por ejemplo, durante un congreso de poesía, en un sótano adonde podía cortarse el humo, sentadita en un cajón de manzanas, con una cerveza en la mano, escuchando a los poetas jóvenes. Por eso digo ‘La maestra se fue a toda orquesta’, sobre todo en su escritura que es lo que importa. Un gran poeta es aquel que insiste en una dirección pero que también sabe desviarse y eso es lo que ella hizo en su último libro Con esta boca en este mundo, lograr una intensidad y una desnudez que eran un desvío de sus propias vías.” 
Había entre la Orozco de los cuentos y de las performances orales, entre la Silvina Ocampo de las leyendas maliciosas y la Alejandra Pizarnik “prosaica” –la que escribía por ejemplo La pájara en el ojo ajeno— un humor de brujas que cultivan una salamanca privada en la que nada es sagrado. Con Alejandra, Olga jugaba a que ella poseía un Certificado de Poderes contra la Angustia y que podía ser reclamado a las tres de la mañana. Entonces le decía solemnemente a una Alejandra insomne: “Aquí estoy, Gran Sibila del Reino, para certificar que a Pizarnik jamás un pájaro negro se le posará sobre la sombra, que las piedras se abrirán milagrosamente para dejarla pasar a las mayores luminosidades”. Era algo así como un valium administrado por el Olimpo. Se lo contó a Fernando Noy en un reportaje que apareció en Radar, el suplemento dominical de este diario. 
En la entrevista con Las Doce sacó un certificado diferente del que garantizaba poderes contra la angustia, quizás el fundamental, el del poder de las palabras, a la manera de un talismán, “pero que a veces va más allá de donde debe, como una flecha que se hunde en la carne. Pasa el límite y se convierte en un poder concreto. A veces maligno”. Porque a menudo las palabras utilizan su poder como los clowns, por medio de chascos. Escribió, contaba, un poema a los ojos y terminó usando anteojos, sobre la sangre y le subió la glucosa, la mención de los pies le trajo luxaciones. Toda su obra parece producto de esas voces que solía escuchar en una zona paralela, que no es la de los muertos y que ella situaba como algo invisible pero capaz de emitir relámpagos, ¿habrá atribuido a esos relámpagos, su sordera? En confidencias risueñas el poeta Alejandro Ricagno profanaba al mismo tiempo a la Iglesia y a Hollywood: “Con la vejez volví a cobijarme en la Iglesia Católica pero como también me fui volviendo sorda me pasaban cosas muy extrañas. Por ejemplo, entraba a la iglesia y veía que el cura estaba haciendo la señal de la cruz y haciendo la oración, entonces le escuchaba decir mientras me miraba: ‘Ahí viene el dentista Bruzzone’. Pero la sordera también tiene sus cosas poéticas. Por ejemplo, a mí me gustaba mucho ver películas viejas y un día me puse a ver en un canal de cable una que estaba doblada. Gary Cooper abrazaba con fuerza a una actriz, ella lo miraba con pasión y yo escuché que le decía, mirándolo a los ojos ¡Ay, como me duele la vejiga!”. 
Ayer, mientras el cortejo acompañaba el féretro hacia la parcela de tierra del Jardín de Paz adonde quedó al fin, muy cerca de su marido durante 25 años, Valerio Peluffo, de haber podido cumplir su esperanza de desdoblarse para verse pasar de un mundo a otro, cómo se habría reído al ver junto a la iglesia adonde se le había dado el responso, un previsor paragüero lleno de paraguas, los dispensers de agua potable –como sillorar provocara una irrefrenable sed–, el césped corredizo y sobre todo el cartelito indicatorio “sendero de la eternidad” sobre una callecita de aproximadamente dos cuadras de extensión. Ahora que ha pasado ya el día del estreno, luego de los ensayos generales que ella anunciaba de la propia muerte, y que quizás esté averiguando desde la fe si se trata de inercia o de sucesivas metamorfosis inquietantes, adquirida en vida la certeza de que si el pasado influye sobre el porvenir, el porvenir influye en el pasado, queda ese verso que Horacio Zabaljáuregui recordó en el regreso y que desafía al destino con un ademán de diosa última: “Yo, Olga Orozco desde el fondo de tu corazón digo a todos que muero”


Las obras y los premios
Estas son las obras de Olga Orozco: Desde lejos (1946), Las muertes (1951), Los juegos peligrosos (1962), Y el humo de tu incendio está subiendo (1973), Museo salvaje (1974), Veintinueve poemas (1975), Cantos a Berenice (1977), Obra poética (1979),Mutaciones de la realidad (1979), La noche a la deriva (1983), Páginas de Olga Orozco seleccionadas por la autora (1984), El revés del cielo (1987), La oscuridad es otro sol (1991), Con esta boca, en este mundo (1994), El cerco de Tamarindo (1995) También la luz es un abismo (1995) Eclipses y fulgores (1998) y Relámpagos de lo invisible (1998). 
Entre otros, ganó el Premio Municipal de Poesía (1963), el Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina de Poesía (1971), el Premio Municipal de Teatro (1973), el Segundo Premio Regional Nacional de Poesía (1978), el Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes (1980), el Primer Premio Nacional de Poesía (1988), el Premio Gabriela Mistral (1988) y el Premio Juan Rulfo de Literatura (1998).

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