Olga Orozco por Rep |
LA OROZCO (GLORIAS)
Poniendo entre paréntesis a la sacerdotisa y vidente que conviven en ella, Olga Orozco elige definirse como poeta. El reconocimiento a su obra como una de las mayores de la literatura iberoamericana no evita que ella considere a la poesía como un profundo sufrimiento: “Una se sumerge hasta un fondo demasiado desconocido y siente que queda unida a la superficie por una nada y encima no ha dejado miguitas en el camino como Hansel y Gretel”. Al lector sus textos le sugieren algo que lo espera para atraparlo y dejarlo desnudo.
Allí, en su guarida, su departamento en el que pelean por su espacio libros y plantas, Olga Orozco juega al Big Boggle. Cientos de palabras como pequeños insectos se aprietan en el papel, bajo su mano. El aire está tibio junto a la mesa donde sus dedos tamborilean esquivando libros, lapiceras, pastilleros. Hace tiempo que no escribe, dice, no puede hacerlo en tiempos de crisis, entonces juega con las palabras como un arquitecto podría hacerlo con los ladrillos rasti.
–A mí las palabras me ayudan mucho. En las épocas de crisis me dedico a los crucigramas obsesivamente, es como un rescate. ¿Para qué voy a escribir? Ya el grito lo dieron muy bien los griegos. Ahora, si se me ocurren cosas, las anoto, pero no puedo hacer algo orgánico y yo soy muy exigente en cuanto a la organización del poema. Bueno, me tienen que operar y eso asusta a todo el mundo. Tengo algunas oscilaciones, llego a calmarme pero no me dura mucho.
–¿Nunca la operaron?
–Nunca a esta edad en que, a pesar de que tengo mucha fe, le temo menos al dolor que a la muerte. Creo en Dios, en la perduración del alma, pero le temo a las posibles metamorfosis que me son desconocidas. Así como se nace al mundo llorando, o alguien nos golpea para que empecemos a vivir, supongo que pasar al otro lado tiene que ser parecido. Aunque tal vez sea peor. Hice muchos ensayos generales de mi propia muerte. Pero son sólo eso, ensayos. Tal vez, si tuviera una conciencia suprema del descanso podría pensar que morir es finalmente relajarse. A mí lo único que se me ocurre es la inercia, la inmovilidad después de la primera sorpresa. Porque yo me imagino que voy a presenciar eso, que va a haber una especie de desdoblamiento para verme con la plena conciencia de este mundo y con el asombro que despierta el otro. Y bueno, la inercia total es un estado bastante alarmante. Aunque espero que Dios sea más misericordioso que eso.
¿No ha encontrado ninguna respuesta que le dé tranquilidad en esa indagación que usted hace con la poesía?
–Tal vez he conseguido algunas respuestas, pero como si fueran en otro idioma que tengo que descifrar. Hay estados en que uno se siente muy desplazado de su propio centro y a la misma vez muy unido a elementos que no son los visibles. Entre ellos debe haber respuestas que para mí son incógnitas todavía. Esos son lo mundos en los que indago cuando escribo, pero no tienen que ver con la muerte sino con el plano de lo que no es de este mundo sino que está más allá, otra vida. Una zona paralela donde duermen los motivos por los que estamos acá, que me susurran la razón de ser de esta vida. Es como la nostalgia por una Edad de Oro olvidada en la que sabíamos todo, en la que habitábamos un lugar que no era, como el mundo, un efímero relámpago de lo invisible en la materia, y si era tal, no establecía límites, de modo que cada uno éramos como una parte de un solo organismo que tenía un yo central: el de Dios.
–¿Sobrarían entonces las palabras? ¿Sería un territorio de silencio sin lugar para la poesía?
–El silencio es parte de un poema como las palabras. A veces el silencio te deja fija en una encrucijada, es cuando se convierte en un escombro, a la mitad de un poema hay una piedra que impide pasar porque debajo de ella está la palabra. Pero hay otro silencio, el silencio final como el de Mallarmé, que equivale al cielo del lenguaje. Pero ese silencio que llega con la iluminación absoluta es el que te vuelve loco, como en el caso de Artaud.
¿Y no he intentado acaso pronunciar hacia
[atrás todos los alfabetos de la muerte?
¿No era ése tu triunfo en las tinieblas,
[poesía?
Entre perro y lobo
“Todo me conmueve, nada me es indiferente. Puedo saltar de alegría o hundirme en la pena. Pero no todo es poesía, hubo muchos momentos en que la escritura estuvo clausurada. No la poesía, a ella la vivía, estaba inmersa en poesía viviente.” Olga Orozco deja caer los párpados maquillados como telones delante de las estrellas de sus ojos, disfruta de la conversación y juega a encontrar la palabra exacta para que la gravedad se caiga, de tanto en tanto, en el terreno de la ironía, eso que según se queja, los periodistas siempre perdemos. “Mírelo a Borges, si no, él no escribía como hablaba y nadie supo reflejar el humor de sus palabras.”
La poeta anda entre dos mundos y allí reconoce su parentesco con el surrealismo porque entiende “la multiplicidad inagotable de planos que hay en la realidad, del territorio de las emociones y los sueños”, sitios que la obligan a saltar de un lado al otro para quedarse en el mundo y arrastrar a la poesía. Para ir a hacer las compras sin perder el hilo de un poema.
–No sé cuánto me lleva escribir un poema, soy muy obsesiva. Nunca he escrito cosas instantáneamente, llevada por algo que sale a borbotones, jamás. Salvo dos sueños en los que lentamente compuse un poema y cuando me desperté los pasé a papel. Voy escribiendo y corrigiendo y no puedo interrumpir demasiado porque pierdo la estructura. Tiene que empezar y terminar, aunque pasen días enteros. Entonces lo que hago lo hago pensando en el poema, no lo suelto. Tengo que tener mucho cuidado porque es peligroso caminar en dos universos paralelos. En uno hay colectivos y baches, en el otro no.
–¿En ambos mundos es protagonista?
–De alguna manera sí. Pero en el momento de escribir hay que tener una actitud de observadora, hay que situarse como quien indaga. Se es protagonista como en los sueños, cuando uno vive escenas preciosas que quiere traer a la vida como si se tratara de un rescate.
–¿Confía en los sueños como en una realidad paralela?
–Evidentemente corresponden a situaciones reales que están enmascaradas, disfrazadas. A veces no es fácil descubrir qué hay debajo de esas máscaras. Escribir es una búsqueda que tiende a desenmascarar, a intentar echar una ojeada hacia lo alto por alguna puertita que se entreabre y se vuelve a cerrar muy rápidamente. Es apenas un vistazo, pero consuela.
–¿Es un placer captar lo que vislumbra?
–No lo sé. Es un mandato. Escribir no es placer, es mi manera forzosa de expresarme. La poesía me produce un profundo sufrimiento. Creo como Bachelard que está en lo muy alto y en lo abismal. Una se sumerge hasta un fondo demasiado desconocido y siente que queda unida a la superficie por una nada y encima no ha dejado miguitas en el camino como Hansel y Gretel. Y si es hacia lo alto, más difícil todavía. Llegás a zonas desconocidas, como si al nacer se hubiera abierto una especie de telón que se ha cerrado detrás nada más atravesarlo. Pero queda como una reminiscencia de estados de ánimo, cierta avidez por retomar algo de allí. Pero no es placer y ya es bastante salir entera.
–¿Entonces el final del poema es un alivio?
–Sí, pero no es lo más difícil. Lo arduo es el camino. Tal vez conozca el comienzo y el final también, lo demás es territorio oscuro. Es como un túnel, hay algo que está del otro lado y que alcanzo a ver, una luz al final. Pero mientras cruzo por tembladerales, por veinte mil obstáculos, las solicitudes que encuentro en ese camino son muchas, muchas las imágenes, las historias... Y, en fin, hay que dominarlas y elegirlas porque no se pueden poner todas, entonces sufro una especie de mutilación. El único rescate es lo cotidiano, aun ahora, a la edad que tengo, todo me parece asombroso y disfruto de mis placeres de siempre: los amigos, la conversación, el buen cine, el buen teatro, mis plantas y sobre todo los libros. Aunque ahora que siento la nariz tan cerca de la última pared ya no puedo leer novelas, me parecen una pérdida de tiempo.
Preguntas sobre preguntas, la poeta pasó su vida vistiendo el traje de exploradora de otros mundos. Cada poema un desafío, un intento feroz por desgarrar el telón que cubre “ese verbo primordial, que dio nacimiento a todo”. Una búsqueda en la que tiempo y espacio son coordenadas inútiles a las que hiere de muerte. Aunque después de ser lobo en el bosque donde habitan sus hermanos, los “exploradores de la noche del sueño, de las sensaciones oscuras, del misterio, de una realidad que no termina en lo sensorial o en lo visible” –una forma de llamar a Rilke, Rimbaud, Artaud, Hölderlin– vuelva a su mundo protegido con el pelaje suave de un animal doméstico.
Cada noche desgarro a dentelladas todo
[lazo ceñido al corazón,
y cada amanecer me encuentra con mi
[jaula de obediencia en el lomo.
Palabras de poder
Algo en la poesía de Olga Orozco espera agazapado para saltar sobre el lector y dejarlo desnudo. Sus versos hacen eco en aquello que permanece en todos, una esencia compartida que trasciende el deterioro de las cosas pero al mismo tiempo lo devela. Toda su obra parece profundizar eso mismo que planteó en su primer libro (Desde lejos, 1946), el desamparo frente a lo que cambia y lo que muere, la contradicción del hombre que busca la inmortalidad sabiendo que su destino es la muerte. Ella misma no ha cambiado demasiado desde entonces. Su nostalgia tiene un ancla en su infancia y desde allí reclama:
Madre: es tu desamparada criatura quien
[te llama,
quien derriba la noche con un grito y la tira
[a tus pies como un telón caído.
–Yo asimilo muy poco las muertes, sigo sufriendo como si fueran actuales. Aunque he aprendido un poco a convivir con la ausencia como si fuera una presencia. Eso me sucede con mi marido, pero la muerte de mi madre, hace cuarenta años, es igual que si hubiera sucedido ayer. Tengo una memoria que es enemiga del tiempo y de la muerte, los hace retroceder. Pero al mismo tiempo tengo que llevar permanentemente casas, paisajes, situaciones tristes y alegres, ciudades que he visto, todas viajan en un carro que arrastro en mi espalda como un caracol. Así como uno cree que el pasado influye en el porvenir, creo que el porvenir influye en el pasado. Hay una interacción permanente de tiempos y para esto me ayuda la poesía, para hacerle trapisondas al tiempo que al final me va a vencer. Igual que la muerte.
–¿Entonces puede reparar el pasado?
–Tengo una gran nostalgia de mi niñez y de las épocas en que he estado enamorada. Como si todos los paraísos fueran perdidos. Allí no tengo nada que reparar, aunque uno va corrigiendo el pasado de acuerdo con la experiencia. Algunas cosas se aclaran y aparecen retocadas. Pero es muy trabajoso mudarse con un inmenso carruaje lleno de cosas vivas. Conservo las voces de todos los que me acompañaron y ahora entiendo mejor lo que me dijeron. Hay cosas que me parecieron halagüeñas y no lo son, y viceversa. Lo malo es que ya no lo puedo compartir con nadie. De la época en que nací no quedamos más que yo y una casa en La Pampa donde nací y que la busco dentro de las casas en que viví o vivo. Ahora es la casa de la cultura de Toay, mi pueblo. Está igual que 1920, con un jardín más pequeño. Aunque si lo comparo con esa selva que veía de niña en donde las luciérnagas eran ojos de tigre relampagueando en la oscuridad, todo eso se ha resumido mucho.
En ese carruaje que menciona viajan su madre, sus hermanos, la abuela Laureana que aferrada a su vaso de fernet le relató cuentos fantásticos hasta que la poeta tuvo 28 años, aquella vecina que una vez la hizo levitar y descubrió en ella a la vidente, la pitonisa. Están también sus maridos, el primero, al que abandonó a los 24 porque nada era como lo había soñado y la expulsó a los bares, a leer sentada en cualquier mesa con tal de no acatar el mandato de papá que la obligaba a volver antes de las 8 de la noche. Valerio Peluffo es parte también de esa caravana, su último amor, “el único bien absolutamente estable que tuve”, con quien, a los 45, empezó una convivencia que sólo desarmó la muerte de él, 25 años después. Ahora, esta asilada, esta merodeadora de las respuestas que busca y teme encontrar, se sorprende de las trampas que le tiende la edad.
–El cuerpo siempre me produjo una extrañeza angustiosa, como si fuera el enmascaramiento de otra cosa, como si detrás hubiera algo que no sé pero que siento con fuerza. Esa ha sido una de mis angustias y con la edad se ha ido apaciguando. Antes fui yo la que interrogué al cuerpo, ahora es él quien me increpa con sus problemas de circulación, con sus trampas. Tengo un libro (Museo salvaje, 1974) en el que edité poemas dedicados a las distintas partes del cuerpo. Pero mientras lo escribía era tanta la atención con que observaba cada una de las partes que empezaba por la extrañeza y terminaba por deteriorarme.
¿Y la pupila, entonces?
¿Quién puede descifrar esta pupila cautiva
[entre cristales,
este túnel contráctil siempre alerta a la
[inminencia a solas,
esta palpitación a medias con la muerte?
–Escribí el poema a los ojos y terminé usando anteojos, escribí sobre la sangre, tuve glucosa; los pies, luxaciones constantes. Entonces tuve que terminar rápido con esa aventura porque no iban a quedar de mí más que las borras. A lo mejor esas zonas se sintieron agredidas. Yo creo en el poder de la palabra, es una de mis únicas certezas, es como un talismán. Pero parece que a veces va más allá de donde debe, como una flecha que se hunde en la carne. Pasa el límite y se convierte en un poder concreto. A veces maligno.
–Un poder parecido al que tienen las palabras cuando predicen el futuro.
–La magia, todo lo que entra dentro del ocultismo, es muy distinto a la poesía que, igual que la plegaria, asciende. El manejo del tarot, de las cosas ocultas, el ejercicio de la videncia, convoca fuerzas oscuras, las trae hasta acá. Yo vivo entre esos dos mundos también. Siempre tuve condiciones para la videncia, una intuición que sigo teniendo pero ya no lo digo porque ahora creo que no sirve para nada. Una vez tuve un sueño en el que personajes de todas las épocas me juzgaban por cosas que yo había prometido en otras vidas por medio del tarot y no se habían cumplido. Cuando desperté dejé de echar las cartas porque supe que la admonición era interior, porque ese tipo de cosas da una omnipotencia un poco bastarda, un poder que no existe y al mismo tiempo propicia la persecución de los demás. A veces me servía para aconsejar, pero eso es lo que la gente no quiere escuchar.
Todos sus amores fueron posibles, dice que ninguno quedó en el tintero y tampoco ningún deseo, ninguna frustración. Le gustaría tener 40 años –no 20 ni 30– para ser más ágil, para proyectar más allá “de pasado mañana”. Pero de nada se arrepiente. El sexo supo “arrebatarla de la extrañeza” que le provocaba su cuerpo y la magia le permitió armar un altar a su gusto en el que está su Dios –“a los seis años lo dibujé, un dibujo abstracto, pero no sé cómo es. Aunque digan que somos a imagen y semejanza suya, ni siquiera sabemos cómo somos”– y las tres piedritas a las que se aferra cuando escribe, la que le regaló su primer amor, a los siete años, y una de cada lugar donde nacieron su padre y su madre. Es Olga Orozco, la poeta de la voz que modeló la vida:
Aquí, frente al espejo, yo, la inevitable:
una imagen en sombras y toda la soledad
[multiplicada.
Y además, la vencedora del tiempo, porque aunque ella alguna vez encuentre esa respuesta que la deje definitivamente del otro lado, en éste, en el mundo, siempre seguirán alumbrando sus insistentes preguntas.
Olga Orozco X Marta Dillon
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Publicado el 28 de mayo de 1999
Ahora, cuando siente que su “nariz respira demasiado cerca de la última pared” no dice que ella misma fue una migrante clandestina en el condado de la muerte. ¿Acaso no son los muertos los que se reúnen con su Dios? ¿No es a él a quien la poeta interroga? “De todas las definiciones de la poesía que he buscado en mi vida me quedo con una: es la tentativa de apremiar a Dios para que hable”, dice Olga Orozco, un nombre y un apellido que en su boca producen un eco de cavernas que acaricia cada o, la música perfecta de sus poemas. Un tono que delata largas batallas con la vida, tensando los límites, siguiendo el impulso de flecha de las palabras. Con ellas viajó más allá, las ordenó en versos como convoyes que la llevaron a “un trasmundo, desde este costado y sin pasar por la puerta, es decir, sin morirme. Son poemas muy desesperados donde está muy patente la presencia de una ausencia, un Dios oculto que de pronto se muestra en un matiz mínimo, como un relámpago. Siempre inaprensible porque tengo que desaparecer para captarlo, yo misma estoy tapando con mi propio cuerpo la posibilidad de la fisura para intentarlo”. Y allí está la mujer de voz grave y ojos profundos como lagunas de montaña, tapando la brecha con su cuerpo, cargando un enjambre de 80 años de recuerdos que desempolva por partes, para no mezclarlos. El mundo todavía la asombra, el rumor de lo cotidiano la sigue rescatando del país de las palabras y sus plantas le regalan otra medida del tiempo. La vida es una tentación permanente aunque el cuerpo “me sorprenda todos los días” y todos los que amó “no puedan jactarse ni siquiera de poder arrojar su propia sombra”.
Me encojo en mi guarida; me atrinchero en
[mis precarios bienes
Yo, que aspiraba a ser arrebatada en plena
[juventud por un huracán de fuego
antes que convertirme en un bostezo en la
[boca del tiempo
me resisto a morir.
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