sábado, 25 de febrero de 2012

Esos seres que fue Olga Orozco (Silvina Friera) para Página 12


Un verso se escurre entre los dedos del presente: “Son los seres que fui los que me aguardan”. La hechicera asombra. La luz de su mirada, tan intensa y magnética, parece de otro mundo. Enmascarada en los pliegues de otras horas, la alquimista que nació en Toay, La Pampa, con el sol en Piscis y ascendente en Acuario, regresa bajo las encarnaciones de esos seres que fue: “la niña clara y cruel de la alegría”, “la niña de los sueños”, “la niña de la soledad”, “la niña de la pena”, “la niña del olvido”, “la niña eterna”, “la niña del espanto”, “las fugitivas niñas de la sombra”. Todas estas niñas y algo más, mucho más. Como la poesía, Olga Orozco es “un organismo vivo, rebelde, en permanente revolución”. En las mil y unas caras de Orozco, perduran memorables piezas periodísticas de su labor en la revista femenina Claudia, donde se probó el ropaje de ocho seudónimos. Así fue la desopilante Valeria Guzmán del consultorio sentimental con las lectoras; Martín Yanez para sus agudas críticas literarias, Sergio Medina para las notas sobre avances técnicos o sobre estrellas de Hollywood como Marilyn Monroe; Richard Reiner para los artículos esotéricos; Elena Prado o Carlota Ezcurra para crónicas de la vida social; Valentine Charpentier para escritos biográficos y de viajes, y hasta el desafortunado Jorge Videla para algunos textos sobre tango o temas considerados “masculinos”. Dos esperadísimos libros permiten explorar el mosaico orozquiano: su Poesía Completa (Adriana Hidalgo), edición cuidada por Ana Becciú con excepcional prólogo de Tamara Kamenszain; y Yo.Claudia (Ediciones en Danza), compilación de su obra periodística (1964-1974) en la revista homónima, con investigación y prólogo de Marisa Negri.

Copiosos frutos se despliegan de la mano de la hechicera. La Poesía Completa recoge los once poemarios que publicó Orozco; empieza con Desde lejos (1946), el primero, y para dicha de los lectores se incorpora a este inventario esencial un libro póstumo, reunido bajo el título Ultimos poemas, además de tres ensayos en los que expresa sus ideas sobre la literatura y la creación poética, y evoca su vida. Resulta imposible leer “Anotaciones para una autobiografía” sin esbozar, por momentos, una sonrisa. “Cuando chica era enana y era ciega en la oscuridad. Ansiaba ser sonámbula con cofia de puntillas, pero mi voluntad fue débil, como está señalado en la primera falange de mi pulgar, y desistí después de algunas caídas sin fondo. Desde muy pequeña me acosaron las gitanas, los emisarios de otros mundos que dejaban mensajes cifrados debajo de mi almohada, el basilisco, las fiebres persistentes y los ladrones de niños, que a veces llegaban sin haberse ido.” En el preciso instante en que se parpadea para saltar hacia la próxima línea, la poeta desecha el registro juguetón por una emoción contenida. “No tengo descendientes –se lee hacia el final–. Mi historia está tatuada en mis manos y en las manos con que otros me tatuaron. Mi heredad son algunas posesiones subterráneas que desembocan en las nubes. Circulo por ellas en berlina con algún abuelo enmascarado entre manadas de caballos blancos y paisajes giratorios como biombos. Algunas veces un tren atraviesa mi cuarto y debo levantarme a deshoras para dejarlo pasar. En la última ventanilla está mi madre y me arroja un ramito de nomeolvides.”
Olga se marchó presintiendo que no regresaría. Eso recuerda Ana Becciú. Antes de internarse en una clínica, en mayo de 1999, para someterse a una delicada intervención quirúrgica, la poeta dejó sobre su mesa de trabajo, en el cuartito más retirado de su departamento de la calle Arenales, que le servía de escritorio, dos carpetas caratuladas “A” y “B”, y siete hojas con poemas mecanografiados y rubricados, abrochadas en una cartulina en cuyo dorso, escrita de su puño y letra, había una lista de doce títulos de poemas. Esos poemas estaban bien a la vista, como inmensos retazos del porvenir. La carpeta “A” contenía todos los poemas de la lista en proceso de escritura. La carpeta “B”, en cambio, los agrupaba mecanografiados y firmados por ella, como dándolos por terminado. En la hoja que abría la carpeta “A” había escrito, a modo de título, Ultimos poemas (ver aparte). El mal presagio se cumplió cuando los ojos de Orozco se cerraron el domingo 15 de agosto de 1999. “Reunir una obra poética supone que un hilo invisible la fue encuadernando durante años y que sólo queda hacerlo evidente –postula Kamenszain en el prólogo–. Es el identikit de una voz que desde lejos nos convoca a actualizar todos los libros en uno nuevo.”
(...)

Como tantos otros escritores, Orozco ejerció el periodismo. En el prólogo de la obra periodística, Marisa Negri repasa esta faceta menos visible. Colaboró en diferentes diarios y revistas argentinos, barajando estilos de acuerdo con el medio y con los temas que abordaba. Pero fue en la revista femenina Claudia, un mensuario de más de cien páginas dirigido por Cesare Civita y publicado por editorial Abril, donde la poeta lanzó un puñado de sus mejores conjuros estilísticos. La revista, con un diseño gráfico de vanguardia, apuntaba a una lectora alejada del modelo “mujer ama de casa”. Por las páginas de esta revista desfilaron varias firmas notables: Raúl Gustavo Aguirre, Pedro Orgambide, Jorge D’Urbano y Miguel Brascó, entre otros. La prosa periodística de la poeta es aguda, ingeniosa; en momentos en que se pondera tanto la crónica, perfiles y artículos de facturas más elaboradas que los que surgen en el día a día de una redacción, se debería incorporar al canon de nombres que se repiten –muchas a veces hasta el hartazgo– el apellido Orozco. Hay un par de textos orozquianos para enmarcar, para asignarles un “cuadro de honor”, sobre Katherine Mansfield, Lord Byron, Madame Curie o las mujeres del Renacimiento. ¿Quién incrusta el presente como un tajo entre las proyecciones del pasado? Olga –como siempre y para siempre– rompe las ataduras con lo imposible.

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