domingo, 8 de enero de 2012

Percy Shelley: El apóstol seductor (Valentine Charpentier)






Percy Shelley
EL APÓSTOL SEDUCTOR
escribe: Valentine Charpentier
Claudia Nro 153 / febrero 1970



Su heroica pureza fue tan hermosa como eficaz: las mujeres que lo amaron y lo siguieron hacia la libertad sólo encontraron el exilio, la soledad, la muerte…



“Había una vez una gran casa blanca rodeada de parques y de grandes bosques misteriosos Vivían allí seis niños –cuatro mujeres y dos varones- de largo pelo rubio y miradas deslumbradas y azules. Parecían seis príncipes, sobre todo el mayor, que hechizaba a los otros con fórmulas mágicas y leyendas fantásticas. El abuelo era un gentilhombre de aspecto imponente. Tenía un castillo que no habitaba, para no gastar, y vivía en un pequeño pabellón con un solo criado. Vestido de campesino, pasaba sus días en la taberna dedicando a los viajeros discursos burlones, brutales y cínicos. El padre era muy rubio, muy alto y majestuoso. Feroz y sentimental, suave y despótico, pomposo, mundano y agresivo, era irritable y aparentemente liberal. La madre era hermosa, irónica y lejana. Parecía mirar a través de los grandes ventanales un cortejo de púrpura y armiño, armaduras y torres, torneos de invencibles caballeros, y contemplaba con melancolía a su hijo mayor cuando partía hacia los bosques con un libro en lugar de fusil”: así podría comenzar esta historia breve, agitada e inconstante.
El niño que no lleva fusil se llama Percy Bysshe Shelley y ha nacido en esa gran mansión blanca, en Field Place, Sussex, Inglaterra, el 4 de agosto de 1792 bajo el signo del éxodo, de la aventura y de la muerte.
El abuelo es el baronet sir Bysshe Shelley, “que se jacta de ser rico como un duque y de vivir como un cazador furtivo”. Ha fundado un mayorazgo que Percy heredará algún día.
El padre es Timothy Shelley, acaudalado propietario y miembro del Parlamento, charlatán inofensivo y fastidioso, “diplomático en las cosas pequeñas y brutal en las grandes”. No entenderá jamás “el salvajismo intelectual” del límpido poeta.

EL PRIMER AUDITORIO

A los diez años, Percy se arranca de las grises predicaciones paternas y del territorio encantado, para enfrentar las disciplinas escolares en un colegio privado de Isleworth. Dos años después los sermones paternos hallan una digna continuidad en la hipócrita sabiduría, en los convencionales y severos reglamentos, en la frívola nivelación que se practica en Eton.
El jovencito Shelley no es adicto al boxeo ni a la violencia; desprecia los juegos, el cricket y el football; tiene modales delicados y apariencia tímida: razones más que suficientes para estimular la crueldad desenfrenada de las pandillas escolares. “Uno tiraba de los vestidos del mártir; otro lo pinchaba; otro se acercaba de puntillas y de una patada hacía caer al fango el libro que Shelley estrechaba convulsivamente bajo su brazo… La crisis que los verdugos esperaban estallaba por fin: era un acceso de furor loco que hacía brillar los ojos del niño, palidecer sus mejillas y temblar todos sus miembros”, cuenta André Maurois.
Después, “el loco Shelley”, como lo llamaban, se alejaba corriendo con el cuello de la camisa abierta y los cabellos al viento, y bajo los sauces de las verdes praderas se tendía a meditar sobre la injusticia, la tiranía y la miseria de los hombres.
En las vacaciones dejaba de ser la bestezuela acosada, el cachorro de jabalí torpe en la defensa, y se convertía nuevamente en el aprendiz de mago, en el joven aristócrata renovador, en el líder de su pequeño comité.
Con la mayor de sus hermanas, Elizabeth, y su bella prima Harriet Grove como discípulas, descubrían misterios: cuartos cerrados con llave, cajones secretos, fisuras que daban a lo desconocido, pasadizos tapiados. A través de pocos años, la gran Tortuga que vivía en el estanque y la gran Serpiente que hacía periódicas apariciones se transformaron en las teorías caducas y en los vicios que había que combatir: Godwin, el admirado Godwin, lo apoyaba con su Justicia Política en sus ideas revolucionarias, Plinio y los libros de química en sus búsquedas científicas, Harriet en el descubrimiento del amor y de la inocente sexualidad.
Muchas hermanas como Elizabeth, muchas enamoradas como Harriet, encontraría después, a lo largo de su vida,; “hermanas” y enamoradas que llegaban con deslumbrados ojos de falenas, que estremecían con sus alas estremecidas el trasparente cristal de su lámpara, antes de reanudar su vuelo inconstante.

PERICIAS DE UN APÓSTOL

En la primavera de 1810 Shelley, que ya ha escrito novelas y poemas y tiene dieciocho años, ingresa en el University College de Oxford. El análisis químico, los nuevos descubrimientos de la Física, los experimentos con la electricidad, su arsenal de pistolas, probetas y microscopios le granjearon la admiración y la amistad de Thomas Jefferson Hogg, un muchacho inteligente y de espíritu amplio, capaz de asistir con entusiasmo a las manipulaciones de una bomba de aire, a una borrachera de lirismo poético y libres especulaciones metafísicas, o a una confesión de nostálgico enamorado.
“Un ser sorprendente”, ha dicho Hogg: “La gracia de una muchacha; la pureza de una virgen que no ha salido nunca de casa de su madre. Y, sin embargo, una fuerza indomable… Un alma de monje benedictino y unas ideas de descamisado”.
Esas ideas, precisamente, que incluían el escepticismo con respecto al matrimonio y el rechazo de toda sujeción “implantada por la costumbre”, dejaron de ser satisfactorias para su prima Harriet. Ella, que creía en los “lazos legales” y en las “dulces cadenas”, llamó a aquellas ideas “principios detestables”, frente al fanático herido y nada convencional enamorado.
No sólo Harriet censuraba las ideas de librepensador. También Timothy Shelley las encontraba abominables y apartó al resto de sus hijos del sujeto peligroso y anárquico.
Percy escribió a Hogg: “Ella ya no es mía. Ella me odia porque soy escéptico.” Y en seguida, ante el inminente casamiento de Harriet con un rico propietario, adicto a sanas doctrinas y principios: “¡Ella está perdida para mí, para siempre jamás¡¡Ella casada¡ ¡Casada con un puñado de tierra¡ Se va a convertir, como él, en materia insensible y bruta.”
A principios de 1811 publicó La necesidad del ateísmo. Fue citado por las autoridades del colegio para responder a lo que llamó interrogatorio adecuado “para un tribunal de inquisidores, pero no para hombres libres en un país libre”. Se negó a responder. Hogg hizo causa común con él y ambos fueron expulsados por contumacia.
Mr. Timothy cortó los víveres. Percy detestaba las comidas copiosas y regulares. Prefería la libertad frugal: uvas, ciruelas y pan.

HUIDA A ESCOCIA

Siguió comiendo uvas, ciruelas y pan por las calles de Londres, mientras rumiaba versos melancólicos.
Y por las calles de Londres un reguero de migajas marcaba su travesía, cada vez más frecuente, hacia la Academia de Señoritas de Mrs. Fenning, en Capham, donde sus dos hermanas menores, generosas y desobedientes, aumentaban con su pan el pan del proscripto.
Shelley predicaba, ilustrando a una rueda de ávidas mentes y conmovibles corazones. “No podía soportar que aquellos hermosos rostros fueran abandonados a los prejuicios”. Estaba especialmente empeñado en salvar el de una nueva Harriet, Harriet Westbroow, que expresaba una alegría, una espontaneidad y una frescura deliciosas. Era una criatura de dieciséis años, de pelo claro y piel de durazno, hija de un cafetero próspero, huérfana de madre y hermana de una afectada y seca solterona.
Harriet, que no estaba pupila, era una mensajera diligente y eficaz. Envíos de monedas y pasteles estrechaban, a través de sus manos, los enternecedores lazos fraternos. Pero las maestras vigilaban las manos de Harriet: le confiscaron una carta cargada con la pólvora atea que el infatigable batallador mandaba a sus hermanas, y la paloma corresponsal perdió la paz.
Durante esas vacaciones, Percy viajó a un solitario rincón del país de Gales. Su meditativo retiro fue interrumpido por una carta de Harriet: su padre quería obligarla a reingresar en la escuela de Mrs. Fenning, donde todo el mundo le era adverso, y estaba dispuesta a huir con Percy, si él así lo quería.
El joven caballero que llegó solo a Londres en una diligencia y que partió con una niña en otra diligencia con rumbo a Edimburgo, tenía profundos conflictos morales. ¿Debía renunciar a sus principios y consagrar a un solo ser una vida que estaba destinada a la humanidad? Pero, por otra parte, ¿podía empujarla a la muerte? ¿No era un acto egoísta dejarla abandonada a su destino? Pero… ¿la quería? ¿Abjuraría por ella de sus sólidas doctrinas? ¿Y de qué vivirían?
La diligencia llevaba a sacudidas esos hondos dilemas y esas criaturas perdidas que sumaban en total treinta y cinco años.

FELICIDAD, PAJARO FUGITIVO

Percy se comportó como un caballero andante. En el Registro Civil de Edimburgo figura la siguiente anotación: “Agosto 28, 1811. Percy Bysshe Shelley, agricultor, Sussex, y Miss Harriet Westbrook, hija de Mr. John Westbrook, Londres”.
Consiguieron una casa a cambio de seducción y de promesas.
Harriet era encantadora. Mujer del notable “agricultor”, trataba de cultivarse todo el día, y su cháchara infantil estaba matizada por vocablos tan explosivos como “Intolerancia, Igualdad, Justicia”. Shelley buscaba interlocutores más serios contestando la correspondencia, escribiendo poemas y trabajando en una traducción de Buffon.
Llegó Hogg. El buen amigo se encargó de entretener a la joven esposa con su conversación brillante e irónica y sus juegos más terrestres que los altos planeos del poeta. Arrastró a la pareja consigo hasta York. Allí, en ausencia de Shelley, que se había trasladado a Londres a buscar refuerzos adultos en la opaca y vulgar Eliza, hermana de Harriet, el sarcástico y animado Hogg comenzó a comprobar que tenía malos pensamientos. Después advirtió que sus instintos se habían sublevado y, en seguida, que estaba locamente enamorado. Indiscretamente, se lo comunicó a Harriet.
Cuando Shelley llegó con Eliza, flaca, seca, afectada y desvaída, encontró reserva y turbación. Hubo confesiones: de dignidad y lealtad heridas en Harriet; de amor no correspondido y de contrición en el espontáneo Hogg.
Shelley fue indulgente, pero la casa quedó vacía.

LA CRIA PROPIA Y LA AJENA

La diligencia que partía hacia Keswick llevaba ahora el lastre de los años de Eliza, la triunfante vanidad de Harriet y la generosa ecuanimidad de Shelley.
Desde Keswick tomaron rumbo hacia Irlanda. Iban a apresurar la emancipación de los católicos y a mejorar las condiciones del país.
Los redentores arrojaban desde las ventanas de Dublin puñados de manifiestos, se hicieron vegetarianos para dar ejemplo de templanza, predicaban en el desierto: la misteriosa Irlanda rechazaba la ayuda infantil de los metódicos ingleses. Renunciaron. Llevaron a Londres su descorazonamiento y sus soluciones inflamables para todos los problemas.
Un día de otoño de 1812 los Shelley fueron a visitar a Godwin, el maestro, el paladín de la justicia política. El espiritual filósofo era retacón, inteligente y calvo, “con ese aspecto de pastor metodista de la que tienen siempre los teóricos de la revolución”. Descontando a Mrs. Godwin, desdeñosa, murmuradora y de gafas verdes, el resto de la familia era encantadora: Fanny Imlay, algo insignificante, silenciosa y melancólica –hija de Mary Wollstonecraft, talentosa escritora y primera mujer de Godwin-; Jane Clairmont, una belleza de tipo italiano, apasionada, neurótica y vivaz –hija de un primer matrimonio de Mrs. Godwin.
En un viaje traban relación con otras dos mujeres, también encantadoras: Mrs. Boinville y su hija Cornelia Turner, que refugia en Petrarca sus suspiros y su fascinante languidez.
Bajo esta constelación “encantadora” la vida de los Shelley se precipita hacia el abismo. Cada una de las estrellas trata de enceguecer, con luces naturales o luces de artificio, los vulnerables ojos del ardiente e inspirado apóstol. Las veladas se prolongna hasta el anochecer, cuando el sueño vence a todas las estrellas.
Mientras tanto Harriet ha tenido una niña: Ianthe. Se siente fuera del círculo, menospreciada por su luz aparente y poco propia, paño de alfiletero en las manos hábiles de aquellas seductoras que pinchan con ironía y sutilezas en los puntos más sensibles, mientras murmuran para sí o para el resto del coro de beldades: “¡Pobre Shelley¡¡ No tiene la mujer que necesita”. Cada una piensa que la mujer que él necesita es ella misma y hace todo lo posible porque lo advierta.
Harriet espera. Primero, desvelada; después, dormida; después paseando en compañía de Hogg; en seguida alentada por Eliza, soñado con la vajilla de plata, con coches, con sombreros y vestidos, con veladas de gala donde la reina es la dueña de la gracia y la frescura y no la que maneja sintaxis rebuscadas, citas literatosas y latines.
Shelley paga las deudas de Godwin, cuyos errores teóricos se entibian al llegar a la práctica, pero encuentra poco razonables las exigencias de su mujer, que tiene dieciocho años, y encuentra repugnante que haya contratado “una mercenaria” para que amamante a la pequeña Ianthe. La piedra preciosa del amor ha dejado de ser fulgurante; tiene fisuras por las que se cuela la impaciente indulgencia o el desprecio, y es una piedra opaca, cada vez más pesada.
Harriet se abandona a su “detestable” naturaleza: es irónica, zumbona, insensible, torpemente celosa y materialista. Shelley sólo es distante, despectivo y frío.
El está en Bracknell, contagiado de la enfermedad sentimental de Cornelia Turner, que renueva sus virus cada mañana aprendiendo de memoria un soneto de Petrarca que recita en voz alta “para empezar el día con una dosis de ternura que perfume las acciones hasta la noche”. Harriet está en Londres aceptando los galanteos del comandante Ryan, apuesto y sensato oficial que opina que la joven tiene derecho a satisfacer sus necesidades y sus gustos.
Cuando vuelven a encontrarse, en Shelley hay un intento de arrepentimiento; en Harriet, dureza y evasión.

“ME HE ENTREGADO A TI Y ESTE DON ES SAGRADO”

Harriet parte hacia Bath de la mano visible de su hija y tal vez de la mano invisible del comandante Ryan. En las de Shelley queda el largo poema “La Reina Mab”, comenzado en la dicha y concluido en la separación. Había sido inspirado por la musa, ahora irreconciliable y fugitiva.
Otra más permanente lo espera ya. Ha surgido de un retrato, largamente admirado en casa de los Godwin, con sus cabellos rubios en bandos, su alta frente, sus ojos graves y dulces, color de avellana. “Fina y rígida como una espada”, Mary Godwin atrae enseguida a Shelley por su inteligencia, su delicadeza, su valentía, su espíritu libre y noble.
“¡Shelley¡”, “¡Mary¡”, gritan con azorado estupor en el primer encuentro, y cada uno sabe que el nombre del otro es una respuesta total, un resumen  del universo, para siempre.
Comienzan los paseos, las lecturas, las visitas a la tumba de la madre de Mary, las confidencias, los renunciamientos impuestos por un matrimonio indisoluble. “Por este amor que nos hemos prometido, no puedo ser tuya, no puedo ser de otro, pero soy tuya, exclusivamente tuya”, escribe Mary.
Godwin tiene la vista aguda: advierte “el beso mudo, la mirada invisible, la sonrisa escondida”. Aconseja a ambos un alejamiento razonable.
Shelley entiende las razones, pero decide terminar con ellas: comunica a la tornadiza y desgarrada Harriet, que está embarazada de cuatro meses, su decisión definitiva, y se convierte otra vez en el caballero emboscado que aguarda, anhelante, en la silla de postas, a aparición radiante de su dama. Cuando la puerta se abre, en la madrugada del 28 de julio de 1814, dos figuras en lugar de una se escurren con su aspecto de réprobas y sus delatores vestidos de viaje: son Mary Godwin y Jane Clairment –en adelante se llamará Clara-, que ha decidido acompañarlos.

DICHA Y COMPAÑÍA

Desde “los blancos acantilados de Dover”, a través de la tormenta y el mar amenazador, alcanzaron el sol de Calais.
En París trocaron en comida un reloj y una cadena, leyeron por sentimentalismo las obras de Mary Wollstonecraft y por admiración los poemas de Byron, consiguieron un préstamo, compraron un burro para viajar a pie, lo cambiaron por una mula, pasaron noches en vela en sórdidas posadas plagadas de mugre y ratas, y llegaron a Troyes.
Los prófugos realizaron después una rápida gira por Suiza; cada uno comenzó a escribir una novela en Colonia (la de Mary sería la fantástica y sobrenatural  Frankestein); atravesaron los canales holandeses bordeados de molinos y de campos de tulipanes, y regresaron a Londres con los bolsillos vacíos.
A pesar de ello, Godwin, que no perdonaría nunca que Shelley hubiera pervertido sus teorías poniéndolas en práctica con su propia hija, hacía perpetuos llamados a la liberalidad económica del poeta “degenerado y pérfido”. También Harriet, en sus crisis de furia o de tristeza, andaba a sus acreedores a golpear a esa puerta. En noviembre dio a luz un niño.
En enero de 1815, el abuelo Bysshe murió providencialmente. Percy se convertía en heredero. Hizo un arreglo con su padre: sacrificaba gran parte de su fortuna, apresuraba el plazo estipulado para percibir una renta, abandonaba las habitaciones miserables y lograba eludir a los oficiales de justicia. Godwin podía vencer su repugnancia y continuar pidiendo.
Todo estaba en paz. Sólo la nube Clara ensombrecía el cielo de los Shelley. Jane-Clara, la adicta falsa hermana, se hacía cada vez más falsa para Clara y  más peligrosamente adicta para Percy. Mientras Mary, embarazada, reposaba, los “cuñados” cambiaban confidencia, pensamientos y fervores. Clara, atractiva, salvaje y temperamental, sentía una aguda soledad en compañía de los enamorados, soledad que a solas se colmaba de fantasmagorías y de miedos, de crisis nerviosas que se atenuaban en el hombro de Percy. Este creía no quitar nada a su mujer con proteger a otra.
En febrero Mary tuvo una niña que vivió sólo un mes. Después, desterró a Clara con dulzura y firmeza. Esta, tenaz y emprendedora, se resignó a iniciar otra labor difícil. Le escribió al verdadero Don Juan, a aquel lord Byron que ya tenía fama de perverso e inescrupuloso, conminándolo a destruir una virtud que ya la fatigaba. Las cartas fueron varias, cada vez más apremiantes, cada vez más liberadoras de futuros compromisos, hasta solicitar solamente unas horas. Don Juan, frente a la inminencia del exilio, accedió, desganado, ya casi en otra parte.

LOS DESTERRADOS

Dos grandes poetas abandonaban Inglaterra: Byron, acusado de incesto, con suntuoso equipaje y una estruendosa y pública tragedia; Shelley, desprejuiciado, víctima de condenaciones por su vida irregular, con Mary, un niño –William- que acababa de nacer y la indómita Clara, siempre dispuesta al éxodo y al “azar” de un encuentro.
En un hotel de los alrededores de Ginebra el poeta modesto y el poeta avasallador se abrazaron, conmovidos. Cada uno reconoció en el otro al verdadero genio. Maurois cuenta el primer enfrentamiento: “Shelley quiso conocer, Byron deslumbrar. El primero esperaba un titán rebelde; se encontró con un gran señor herido, muy pendiente de aquellas alegrías y sufrimientos de la vanidad que a él le parecían tan pueriles. Byron había desafiado los prejuicios, pero creía en ellos. Los había encontrado en el camino de sus placeres y había pasado por encima, pero doliéndole. Lo que Shelley había hecho ingenuamente, él lo había hecho conscientemente… Decía cosas cínicas, pero por represalia, no por convicción. Shelley buscaba en las mujeres una fuente de exaltación, Byron un pretexto de descanso. Shelley, angélico, por demasiado angélico, las veneraba; Byron, humano, por demasiado humano, las deseaba y las despreciaba”.
Entre ambos se estableció, de todos modos, una indestructible amistad. Compraron un barco a medias, hicieron excursiones por el lago, intercambiaron poemas: la fuerza poderosa de Childe Harold por la melancólica resignación de Alastor o el espíritu de la soledad.
Pero el ingenio, la voluptuosa voz y el encanto de Clara no bastaron para retener al inestable, caprichoso y cínico Byron. Ni siquiera la hija – Allegra- que acababa de nacer. El hombre más raptado “desde la guerra de Troya” partió hacia la acariciadora Venecia. El austero apóstol, su mujer y su desdeñada corte, regresaron a Londres.

LA SOMBRA QUE NO CESA

Fanny Imlay, la reservada y tierna hermanastra de Mary, había entregado en secreto su corazón. El elegido jamás lo advirtió. Tal vez tuvo un atisbo aquel día de octubre en que él y Mary recibieron una carta desde Bristol, con unas pocas palabras; “Me voy a un sitio del que espero no volver más”. Desde Bristol, Fanny se trasladó a una fonda de Swansea. A la mañana siguiente la encontraron muerta. Tenía en la muñeca el reloj que Shelley le había regalado. En la mesa de noche había una botella de láudano y una carta sin terminar: “Quizá al saber mi muerte os apenaréis un poco, pero pronto tendréis la suerte de olvidar que alguna vez existió una criatura que se llamaba…”
Poco tiempo después salió en el Times una noticia: “El martes, una mujer de apariencia respetable, en estado de preñez avanzada, ha sido sacada del Serpentine River. Llevaba un anillo valioso. Se supone que el desorden de su conducta la ha llevado a esta tragedia: su marido está en el extranjero.” Era la infantil, la dorada y alegre Harriet: desde un oficial hasta un mozo de cordel, desde una casa respetable hasta una sórdida guarida, se había ido deslizando hacia las aguas viscosas del río.
La deshonrosa muerte de Harriet, que aún ponía en evidencia un último escándalo, abrió las puertas al decoro: Mary y Percy se casaron el 30 de diciembre de 1816.
Y una vez más “la caravana de los Tres descendió hacia los países del sol y del olvido”. Otra vez en Italia, la pareja central con sus dos hijos, la consecuente cuñada con su hija y dos nodrizas.
Al llegar a Florencia murió Clara, la criatura menor. La primavera romana se llevó al pequeño William.
Byron no había querido ver a Clara. Pero ésta, empeñada en que su hija Allegra tuviera las ventajas de la hija de un lord, se la confió a su padre. Don Juan, ahora severamente juzgado por Shelley como groseramente sensual, cínico y libertino, la depositó en un colegio de Bagna-Cavallo, donde le impartirían educación cristiana. El convento, construido en medio de pantanos, era sucio, frío, inhóspito, malsano. Allegra murió de tifus. El noble lord la hizo enterrar en Inglaterra, en la iglesia de Harrow, bajo estas indudables palabras de Samuel: “Yo iré a ella, pero ella no volverá más a mí”. ¡Oh, revelación¡

ALGUNAS TREGUAS

Después de tantos aletazos sombríos sobre el rostro, después de tanta desgarrada paciencia, Shelley comenzó a escribir un drama lírico sobre el libre de Job: Prometeo libertado.
Había un nuevo niño –Percy Florence- y Mary recuperaba lentamente su sonrisa, lejos del viento de los Apeninos, en la resguardada Pisa.
Ocultaba, con afecto y regalos, los celos que le provocaba una nueva musa más misteriosa, más desconocida, aunque también menos heroica y menos diosa que ella misma: Emilia Viviani. Esta “estatua griega” en exuberante versión italiana, que vivía recluida en un convento por imposición de su madrastra, inspiraba al poeta un amor no carnal, el amor desasido que despierta la contemplación de la Belleza, pero amor al fin. En un exaltado y lírico poema contaba la doctrina de este amor.
Antes de que Shelley terminara su poema, “la amante mística”, “la visión inasible y fugitiva”, encontró un marido conveniente y poco tentador. Mary parodiaba, no sin complacencia: “He encontrado una linda muchacha que me hizo una reverencia. Yo le di pasteles; yo le di vino; yo le di azúcar cande, pero ¡oh, qué mala muchacha¡ ¡me pidió brandy¡” Y Shelley se lamentaba: “La persona que yo cantaba era una nube y no una diosa. Creo que siempre se está enamorado de una cosa o de otra; el error consiste en buscar en una envoltura mortal la imagen de lo que quizás es eterno”.
La imagen de lo eterno estaba tan cerca que a veces la perdía de vista.

HACIA LA MAR ABIERTA

Dos amigos fieles acompañaban la sed de sociedad de Mary y la sed de compañía de Percy, en los últimos tiempos: Edward Williams, ex oficial, franco y sencillo, ávido de toda vida y de todo conocimiento, y su mujer, Jane, deliciosa, refinada, exquisita, por quien el austero Shelley no tardó en experimentar un “amor inmaterial, sin esperanza, casi sin deseo”.
Aquel verano de 1822 Percy y Edward verían cumplido uno de sus grandes sueños: un barco  propio, construido en Génova, al que bautizaron primero “Don Juan”, en homenaje a Byron, y después “Ariel”, considerando que los métodos no eran tantos. Serían los dueños del Mediterráneo. Necesitaban un bastión en la costa y lo encontraron. La Casa Magni era una blanca aparición, apoyada en un bosque, que sumergía los desnudos pies en las olas del golfo de la Spezzia. Una amplia terraza, sostenida por arcos, avanzaba sobre el mar.
Desde esa terraza, Jane y Mary vieron partir a los dos inexpertos y felices marinos, con rumbo a Livorno.
El 8 de junio emprendieron el regreso, con poco viento y cerca de la costa. El horizonte tenía rayas negras y el agua exhalaba a la distancia sucias vaharadas de humo. La calma era asfixiante: un suspenso del diablo. De pronto resonó el estrépito del trueno.
Cuando cesó la tempestad, horas más tarde, en el mar no quedaba una sola embarcación.
Cinco días después, en la playa de Viareggio, el oleaje depositó un cuerpo claro y frágil, con las ropas despedazadas por los peces y por las furias de las aguas. En uno de los bolsillos había un Sófocles; en el otro, un libro de Keats. Williams su último amigo llegó poco después.
Sobre la playa, una hoguera de pino iluminaba el rostro de lord Byron. En ella ardía “el mejor hombre, el menos egoísta, el mayor caballero” que había conocido. Sobre las puras llamaradas de plata, Byron arrojó incienso, aceite, sal y vino.
Prometeo liberado había huido de aquella pobre cárcel de cenizas.

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