martes, 15 de noviembre de 2016

Heinrich Heine: la lucha contra lo imposible (Valentine Charpentier)


HEINRICH HEINE
La lucha contra lo imposible 
RC138/nov 1968



"El que no va hasta donde su corazón lo empuja y se lo permite la razón, es un cobarde; el que va más ella de lo que quería ir, es un esclavo" 
¿CUÁNDO nació? ¿El 13 de diciembre de 1799? ¿El 13 de diciembre de 1797? ¿El 19 de enero de 1800? La vida de Heinrich Heine comienza con un enigma que él convierte en una contradicción: "Soy uno de los primeros hombres del siglo", dirá humorísticamente años después, y "He nacido al final del escéptico siglo XVIII; alrededor de mi cuna jugaron los últimos rayos lunares de ese siglo y los primeros rayos matutinos del siglo XIX, confesará también, intentando crear un esforzado equilibrio en una ráfaga de hojas desprendidas de un calendario ilegible. Desde ese primer remolino, inidentificable, hasta ese, muy lento, que lo arrastra el 17 de febrero de 1856, se extiende una vida agitada por muchos soplos, por muchas intemperies, por muchas corrientes de aire, adversas, encontradas, que sin embargo dejan, indemnes hasta hoy, esas otras hojas brillantes, inconfundibles, espectrales, traviesas, desgarradas: las de su poesía. 

ENTRE DOS CORRIENTES 

Judío bautizado pero no converso, patriota alemán pero admirador de Francia, fanático de la leyenda napoleónica pero participante en las luchas del socialismo, enemigo de la burguesía pero con debilidades aristocratizantes, desde sus primeros pasos, en Düsseldorf, se encontró con dos corrientes encontradas: las que creaban la encrucijada de su propia sangre. Descendiente de dos prestigiosas familias judías, la madre, Peira van Geldern, "teísta severa", "de predominantes tendencias racionales", resuelta, capaz, valiente, inscribe en alemán, pero con caracteres hebraicos, sentimientos profundos y realistas en la carta natal del pequeño. Los trazos del padre, Samsón Heine, son más infantiles y enigmáticos, más irreflexivos y ligeros, más blandos y aterciopelados —como contagiados por la suavidad de las telas con que comerciaba—, más acordes con su ingenua aspiración de marciales desfiles, de pelucas rococó, de manos sumergidas en salvado de almendras. Pero no fue de esa mano de mármol veteada de azul, tendida cada mañana para que la besara, ni de la firme mano materna, ahuyentadora de duendes y fantasmas, de las que el niño recibió el fuego de la poesía, el oro de la leyenda y la nieve insoluble de las supersticiones y las magias.

LOS EMISARIOS DE LO DESCONOCIDO 

Hubo un tío, Simón van Geldern, llamado El Caballero o El Oriental. Fichado por la policía de París cómo "rabino y aventurero", armero en África, peregrino visionario en Jerusalén, nigromante, políglota, sibarita, mensajero de la Tierra Prometida, dejó publicado un oratorio en versos franceses y ocultó un libro de notas en caracteres arábigos, sirios, coptos y hebreos, en una misteriosa caja polvorienta. Custodiado por esa mosca azul que acompaña siempre las siestas de la infancia, el Heine niño se refugiaba en el granero y continuaba, más allá de los papeles amarillos, el itinerario del viajero que había desaparecido definitivamente: "Me identifiqué por completo con el hermano de mi abuelo, y me causaba horror tener que sentir al mismo tiempo que yo era otro, que pertenecía a otra época. Surgían lugares que no había visto jamás, Se presentaban situaciones que no hubiera podido adivinar; y, no obstante, movíame en ellas con paso seguro y ardiente decisión." Hubo también una vieja criada que llegó de Münster con una comitiva trasparente de duendes, de ogros y de brujas. Por las noches se deslizaban en el cuarto del niño al conjuro de loa cuentos, las leyendas y las baladas que surgían de aquellos viejos labios con el soplo del miedo y del encantamiento. Y también hubo una bruja que lo inició en el arte de los hondos arcanos, y una sobrina de la bruja, que le haría decir años después: "No sé cómo se es precisamente brujo, pero sí perfectamente cómo se es embrujado". Y hubo sobre todo viajes e indagaciones en lo que no está muerto aunque esté enterrado. De esas aguas sepultadas vivas, que surgen a la menor conmoción, siguió bebiendo Heine a través de las grietas de todos los tiempos. 

EL SIGNO DE LA SANGRE Y DE LA ESPADA 

La muchacha se llama Josefina. Es la hija del verdugo: una estirpe incontaminada que hunde sus raíces en la sangre y florece en negras malezas y maldades. Ella le habla de crueles ceremonias, de extraños banquetes, de sangrientas tradiciones, y ríe y canta bajo la luna con su "voz velada hasta la afonía". "A veces —recuerda Heine—, cuando hablaba, yo me asustaba y creía oírme a mí mismo; y sus cantos me recordaban los sueños en que yo mismo me oía cantar del mismo modo". Un día lo invita a besar una espada que aún no ha cortado cien cabezas. Heinrich la besa a ella. "La besé, no sólo empujado por mi tierno cariño, sino también por mi odio contra la vieja sociedad y todos sus oscuros prejuicios". Josefina se yergue, cruel, corno una espada recorrida por el frío y la llama y ríe con su risa de metal destemplado, de filo traicionero y mellado. En las Memorias de Heinrich Heine esa cabellera que incendiaba los crepúsculos, esa risa de pájaro crispado, esa criatura roja, extraña y salvaje, tiene el valor de un sello y la gravedad de un símbolo, estampados a fuego sobre el porvenir. 

DOS COPIAS EN NEGRO 

El adolescente se ha sumergido sin defensas en el sueño, en el amor, en la poesía. Evidentemente no le falta ninguna condición para el fracaso. La sensata madre se inquieta. El impreciso padre confunde la sal y la pimienta. En 1815, ante la bancarrota económica, Heinrich viaja a Francfort y en seguida a Hamburgo: será aprendiz de comercio y aprendiz de millonario. Será el único fracaso de un gran maestro: su tío Salomón Heine, poderoso banquero, inflexible y oneroso, que tenía "la misma testaruda audacia, la misma infinita blandura de alma y la misma locura incalculable" que el lírico sobrino, pero el tono frío, la frase amarga y la visión estrecha, como corresponde a alguien que cree que dos y dos son, en verdad, cuatro. ¿Y "si se le ocurriese de repente, sentado en su sillón de despacho, que dos y dos son en verdad, cinco, y que ha arrastrado por tanto, a través de su vida entera, un error de cálculo, que ha malgastado su existencia toda en una equivocación abominable"? No se le ocurre. Es el poeta el que ha errado en sus luminosos y esperanzados cálculos. La bella y rubia prima Amelia, "flor de flores, luz de la existencia", lo empuja hacia su "eterno y definitivo infierno" con su menudo pie. La niña rica, hija del todo poderoso Salomón, "envuelta en el fulgor de los diamantes", ofrece besos y sonrisas y se retrae, esquiva, en un peligroso juego de abanico que dura varios años. El pariente pobre se consume en insomnios, en versos y en suspiros. 
La noticia le llega en Goettingen: la "personita sutil, la reina del cielo, tan tierna, tan parecida a las dulces ninfas se ha casado con un honorable y rico ciudadano de Koenisberg". ¡Era el primero de mayo! La primavera se escurría risueña y suavemente verde a través de los campos y del valle. "Y seguirá escurriéndose durante muchos años. El poeta no superará jamás ese infortunio: "Es una vieja historia, pero al que le sucede le parte el corazón". En los Lieder, en Almansor, en Ratcliff, en Atta Troll, la traición de la amada se alza en cada página en forma de sueños espectrales, en visiones de verdugos y cadáveres, en sombras silenciosas que se encuentran en el imperio de las nieblas. 
En 1823 regresa a Hamburgo, "la hermosa cuna de sus sufrimientos", "el bello sepulcro de su paz". "¿Cómo estás?, me preguntaron. Y agregaron enseguida: Tu cara está más pálida. Pregunté por mis amables primas. También pregunté por mi amada, hoy mujer de otro. ¿Sabes? —gritó la primita—, mi perro creció y se volvió rabioso. ¡Lo arrojé al Rin! Cómo ríe esta pequeña. ¡Cómo se parece a su hermana! ¡Los mismos ojos, los mismos pérfidos ojos que me hicieron desdichado!" La primita se llama Teresa. Fue la "nueva locura injertada en la vieja". Esa extraña flor gemela y tardía, esa doble estrella de una conjunción aciaga, duplicó la tiniebla y la desdicha. "La pequeña" también se casa con otro. Entre las muchas huellas de esta repetición patética, encontramos esta: "Quien ama por primera vez sin esperanzas es un dios. Pero quien ama por segunda vez sin esperanzas es un loco. Y ese loco soy yo". Mucho después le dirá a Gérard de Nerval, ese rotundo desventurado: "He sufrido siempre a causa de un amor de juventud, sepultado en mi corazón, que no quiere morir". ¿Cuál? ¿Amalia? ¿Tere-sa? ¿Qué importa? "¡La reine est morte, vive la reine!" En adelante su corazón se enfría por una y se inflama por otra. Serafina, Angélica, Diana, Miriam, son efigies de una misma moneda acuñada en el crisol del sensualismo y del fracaso. Desilusión, melancolía y cansancio son los ingredientes del pesimismo erótico de Heine. 

LA SALIDA DIGNA 

"Era bajo de estatura, endeble, rubio y pálido, sin ningún rasgo sobresaliente en la cara, pero la estructura de esta cara era tan singular que enseguida llamaba  la atención y no se la olvidaba fácilmente. Su carácter era entonces aun blando; no se habían formado todavía las espinas del sarcasmo que cercaron más tarde la rosa de su poesía. El mismo se mostraba más sensible contra la ironía que dispuesto a ejercerla. Los buenos sentimientos de los que luego se reía tan a menudo hallaban eco en su alma", dice un testigo de la mañana dorada de su fama. Ahora está en el mediodía de su gloria y en la medianoche de su infortunio. "Las rosas" de su poesía nacen de una raíz profundamente lastimada. Ha pasado la época de sus estudios de derecho y letras en Bonn y en Goettingen, interviniendo de manera estruendosa en las luchas por las reformas, por la influencia del pueblo en el gobierno de la Magna Alemania; ha frecuentado en Berlín los salones de Rachel Levin, esa "pequeña dama de gran alma", y ha brillado en ellos por su ingenio, su talento, sus arrebatos y sus muchas y vehementes polémicas; ha publicado muchos poemas, su Libro de canciones y parte de sus Imágenes de viaje, con un eco de aplausos y de escándalos; ha establecido relaciones estrechas, enconadas o unilaterales con los grandes personajes de la época; políticamente se ha granjeado las hostilidades de los dos extremos, en su denodado esfuerzo por hallar un centro entre las contradicciones; literariamente alza su protesta contra el destino cristiano y absolutista del romanticismo que lo incluye, tan a pesar suyo. Pasea su inconformismo encarnado en esa "figura paradójicamente esbelta, envuelta en ropajes desaliñados, con una cara pálida, cuadrada, no exenta de huellas de placeres pasados. Recorre Inglaterra, Italia, Alemania, como un viajero que ha descendido la tarde anterior del coche de posta, pasando después una noche accidentada en alguna hostería de la que está a punto de partir. Y parte. Tiempo atrás  ha encontrado una solución, escrita y vital, para encubrir la desdicha y aunar en un chisporroteo las fuerzas opuestas: es el humor, la ironía, el sarcasmo, el cinismo. Contra su pobreza, contra su condición de judío a la intemperie en un tiempo adverso, contra su amor no correspondido, contra su misma capacidad de disfrutar de la vida, contra su desconfianza, contra su orgullo, contra su sensibilidad en llaga viva, contra el sufrimiento, contra el suicidio, emprende ese viaje interior: el salto burlón frente al escollo de lo imposible. Es un juego automático que desconcierta a todos y con el que a veces parece, a su vez, desconcertado. Pero los escollos externos persisten, con aristas y asperezas, y el 19 de mayo de 1831, Heinrich Heine parte y pasa el Rin. 

PARIS SOLAR, PARIS CREPUSCULAR

Recorre París con trozos de Alemania pegados a las suelas de los zapatos. Pero se siente feliz: "Si alguien pregunta cómo me encuentro aquí, díganle: como un pez en el agua, o mejor, díganle a la gente que si en el mar un pez pregunta a otro por su salud, contestará: me encuentro como Heine en París". Frecuenta el salón de la princesa Belgiojoso, conoce a Balzac, a Sue, a George Sand, a Gérard de Nerval, a Víctor Hugo, a Alfred de Vigny, a Musset, a Chopin, a Liszt, a Théophile Gautier. Este dirá después: "He visto a Heine frecuentemente en su mejor época. Tenía el tipo de un dios. Era malo como un diablo, y a todo eso muy bondadoso, se diga lo que se quiera. Me bastaba con escuchar su conversación brillante, pues prodigaba espíritu. Hablaba muy bien el francés; a veces se permitía lanzar sus sarcasmos con un típico acento alemán, tan barroco, que era irresistiblemente cómico". Con él los franceses disfrutan del raro placer de encontrar sentido común en un literato alemán. A los grandes se les revela con grandeza; a los pequeños, con chocante fealdad. 
Es un período de paz, sólo enturbiado por las discordias de los refugiados alemanes, por los fuertes dolores de cabeza y las cavilaciones crepusculares. En octubre de 1834, entre los pensamientos nocturnos, se abre paso un fulgor de París, vivaz, inquieto, que llega con el perfume silvestre y natural de las húmedas  violetas : es Matilde Mirat. Tiene diecinueve años y trabaja como vendedora de su casa, en Seine-et-Marne, y no sabe leer ni escribir. Se enamora de Heine más allá de las letras y del talento. Él se hace cargo de su educación: "A esta maravillosa criatura la he metido en un internado .para señoritas, fuera de París, en los arrabales: hoy hay baile. ¡Tenéis que venir para ver bailar a mi Matilde", invita a sus amigos. En una carta a otro, habla de su "Nonotte", de su "pobre palomita": "Sus mejillas de rosa bullen en torno mío; mi cerebro no cesa de sentir la embriaguez de una violentísima fragancia de flores. No soy capaz de conversar razonablemente. ¿Ha leído usted el Cantar de los Cantares de Salomón? Pues bien, vuelva a leerlo y busque en él lo que yo podría decirle hoy." Esta Sulamita, tan vegetal, era encantadora y caprichosa. Tenía accesos de rabia en los que se aferraba de su amado y lo arrastraba, y ambos se revolcaban chillando sobre las alfombras. Pasaba sin transición del llanto más desgarrador a la risa más estrepitosa. Las escenas de brusca rebelión infantil terminaban en ternuras acariciadoras, en apasionadas y explosivas reconciliaciones. Ambos vivían en un vaivén, en una marea envolvente que arrasaba con todas las opacas costumbres, con todos los residuos de posibles hastíos, con todas las borras del pasado. 
En 1841 se casaron. "Con su buen humor popular y su fuerza desenfrenada, con su concentración incondicional sobre este único hombre cuya existencia llenaba su cerebro, dejando un pequeño rincón para el atavío femenino" y para el loro, esta "gata montera" —como a sí misma se designaba—ligó a Heine hasta el fin de su vida con lazos elementales y quemantes. Tal vez el poeta se haya rebelado alguna vez al poder de esta atadura, tal vez lo haya hecho por celos —por celos mató al loro y hubo que comprar otro—, tal vez por contradicción entre las dos mitades de su ser escindido. Lo cierto es que dijo: "¡Dura cruz! Yo la arrastro siempre resignado. Sabe, ¡oh, mujer!, que el amarte es para mí la expiación". 

OTRAS PUERTAS SE ABREN 

Mientras tanto su destierro voluntario se iba convirtiendo en un encierro. En Alemania no sólo gravitaban prohibiciones sobre sus libros; también la policía tomaba medidas contra su persona. El encono, la indignación, la furia, lo perseguían en París en forma de espías. A las acusaciones de "blasfemo", "astuto", "anticristiano"; siguen las de "traidor" a todas las causas. 
A medida que Alemania le cierra las puertas otra enemiga implacable le va abriendo cruelmente las de su morada. Sus primeros anuncios fueron leves: dolores de cabeza, sensibilidad a los ruidos y a la ley. En 1842 dos dedos de su mano izquierda amanecieron un día paralizados. Otro día, para abrir los ojos debe levantar los párpados con los dedos. En seguida se paraliza la mitad de su cuerpo. Hasta 1847, con mejoras y recaídas, logra huir de su perseguidora. A partir de entonces lo retiene encerrado. Heine escribe tendido en el suelo, sobre una alfombra, para deslizarse hacia los objetos que necesita. Recibe a sus amigos y continúa bromeando. No puede comer "sino con un lado", no puede llorar "sino con un ojo", pero su corazón está intacto para recibir la última imagen del amor. Hasta su "sepulcro acolchado" llega madame Krinitz, "La Mouche" —la mosca, por la figura grabada en su sortija—. Matilde accede a esas entrevistas en que se habla de amor, se suspira, las manos se enlazan y murmuran promesas imposibles. 

El 17 de febrero de 1856, cuando llega la "desagradable rata alemana", Heinrich Heine murió pidiendo papel y lápiz.  Madame Krinitz, "La Mouche", Camila Selden —con este nombre publicará "Los últimos días de Heinrich Heine"— verá en cada aniversario una figura negra, la sombra de un insecto gigantesco empeñado en alcanzar la luz, el aire libre. Los libros del poeta serán quemados; sus monumentos manchados, derribados, encerrados en jaulas; su memoria, escarnecida. Pero su espíritu alcanzó la libertad y su palabra la gloria.  

lunes, 24 de octubre de 2016

Las pobres mujeres (Valentine Charpentier) -parte 3-




Hubertine Auclert y su periódico La ciudadana



Rebelión en el corral

“Es más fácil acusar a un sexo que excusar al otro” asegura Montaigne. Y así es. Para disminuir a la mujer – a quien se le cuestionó inclusive la posesión de un alma- los hombres han recurrido a la teología, a la religión, a la psicología experimental, a la biología y a la mala fe.
Las escasas protestas y las restringidas libertades que se alzaron a lo largo de los siglos fueron acalladas siempre por las tres K que Hitler formuló sabiamente: “Küche, Kinder, Kirche” (cocina, niños, iglesia).
La Revolución Francesa tuvo en cuenta la situación de algunos segregados y completó la Declaración de los Derechos del Hombre con estos postulados: “La mujer nace libre y tiene los mismos derechos que el hombre. También el de oponerse contra la opresión. Es Estado se asienta sobre una comunidad de hombres y mujeres y la legislación debe ser una manifestación de esta colaboración. Todos los ciudadanos y ciudadanas pueden acceder a asignaciones oficiales y a distinciones profesionales. Una mujer tiene el derecho de ser ejecutada. También ha de tener el derecho de ser ministro de Estado”.
No fue ministro de Estado, pero ejerció con toda liberalidad el derecho de ser ejecutada. En cuanto al de “oponerse contra la opresión”, después del leve respiro del romanticismo que soltó su talle, la mujer entró con más encarnizamiento que antes en los rígidos corsets: llegó a dormir con él y a mutilarse las dos últimas costillas para hacer calzar su cintura con milimétrica exactitud en las manos de su amado. Si su protesta se tradujo en palidez, alimentada por la falta de alimento y por poderosas dosis de vinagre, es conveniente aclarar que pasó inadvertida o fue interpretada como un esforzado impulso hacia la espiritualidad, cuando no como síntoma de la anemia o la fatal tuberculosis.
Fue necesario que Stuart Mill escribiera su ensayo “Del sometimiento de la mujer” y alzara la voz en el Parlamento inglés en favor del voto femenino, en junio de 1866, para que Mrs Fawcett organizara a las inglesas y Marie Deraismes a las francesas con tentativas de emancipación, en manifestaciones que alzaron agudas voces destempladas y recogieron ecos del chillido en varios idiomas a lo largo de muchas décadas. Allí estaba Hubertine Auclert imprimiendo el periódico La Ciudadana, Elizabeth Wolstenholme aullando que era la catecúmena de una nueva religión y escribiendo una guía de educación sexual llamada “La flor humana”, la señora y las señoritas Pankhurts decididas a ir a la cárcel y a ayunar, Anne Kenney, Miss Malony y tantas otras. Nadie puede dejar de ver a Miss Matters, que asciende en globo sobre Londres y la empapela con protestas de todos los colores, balanceándose como una estrafalaria aparición a dos mil quinientos pies de altura. Es en vano que se les conteste que la mujer debe optar entre ser “ama de casa o cortesana”, “que se mantenga en su pedestal, que no descienda”. Miss Matters no desciende, y las demás trepan a los pedestales de las estatuas, agitan paraguas, banderas del color de la esperanza: queman casas, levantan plataformas de cajones, apedrean a la policía. Claman por la unión libre, por su derecho al cuarto oscuro y por sentarse en las bancas parlamentarias.
Mientras tanto, algunas señoras que padecían uniones forzadas salían de sus cuartos claros para ir a sentarse en la sala de espera de algún médico. Se habían permitido tener “sensaciones indebidas”, vergonzosas satisfacciones sexuales con sus escandalizados maridos. El galeno aligeraba sus conciencias con alusión a algún remoto antepasado bárbaro. Había que combatir la fuerza del ancestro, había que calmarla con gimnasia, baños fríos y preocupaciones intelectuales.

¿Hacia dónde vamos?

A la larga, las pedradas de las sufragistas dieron en el blanco. La psicología liberó de las inhibiciones las mentes femeninas. La fisiología autorizó plenamente las reacciones naturales y hasta las que no lo son. Las universidades abrieron sus puertas y les dejaron lugar en sus estrados. Los ministerios y las cortes de justicia las adornaron con la severidad de sus investiduras. Las conquistas sociales les reconocieron derechos equivalentes a los del hombre. Algunas han llegado a gobernar. El progreso ha sido gradual.
Ahora las piedras llueven cada vez con mayor virulencia. Las integrantes del Movimiento de Liberación Femenina y otras agrupaciones análogas rompen las vidrieras de la pasividad, del acatamiento, del conformismo y de la complicidad con el mundo patriarcal. En Estados Unidos, en Inglaterra, en Alemania,en Bélgica, en Holanda y en los países escandinavos “las mujeres infernales” queman corpiños, proclaman “la libertad de sus vientres”, renuncian al trabajo doméstico, pisotean los cosméticos, vociferan contra las tiras televisivas que exaltan el eterno femenino y contra la publicidad erótica que las convierte en productos, pellizcan las nalgas de los insolentes, derriban a los gendarmes con pases de judo y de karate, exigen la jornada de veinte horas semanales y la equiparación con los salarios masculinos.
¿Quién puede predecir los resultados de esta lucha desaforada y a veces incongruente por una libertad y una igualdad sin fraternidad?
El hombre es juez y parte. La mujer también.

A falta de árbitros, tal vez haya que apelar por fin al “ser humano”.

domingo, 23 de octubre de 2016

Las pobres mujeres (Valentine Charpentier) -parte 2-






Los lazos encantadores

Las egipcias que exhiben su perfil en armoniosos frisos, como espiando de reojo el juicio de la posteridad, nos muestran al mismo tiempo su incuestionada honradez, pues aquellas que observaban con menos disimulo una conducta reprensible se les cortaba la nariz. En general se las representa sentadas en tronos o en sitios de honor en los banquetes, adornadas con joyas y con flores, y no es raro que hombres que dan la cara aparezcan dedicados a trabajos domésticos, ordeñando las vacas o preparando el alimento. Sófocles y Heródoto afirman que muchos maridos se quedaban tejiendo en sus casas mientras las mujeres se dedicaban al comercio, a la música, a los juegos de equilibrio y a los ejercicios de fuerza. Se ignora si ellas defendieron sus privilegios con la aplicación hogareña de estos últimos o si fue una concesión deferente de sus buenos hermanos.
Por la ley del Talmud la esposa judía debe “moler el trigo, cocer el pan, lavar la ropa, amamantar a los hijos, hacer la cama y trabajar la lana”, “pues la ociosidad engendra malos pensamientos”.
A riesgo de que el marido la abandone, no puede reírse con mancebos ni pasear por la plaza con los brazos desnudos o la cabeza descubierta, extravagancia que ni siquiera podría ocurrírsele a la mujer ortodoxa, que se rapa la cabeza para la boda y se coloca para siempre una espantosa peluca de urraca, insufrible para todo aquel que no sea su marido. Este, perversamente imaginativo, ve en esa pelambre hirsuta y de color abominable el símbolo de la fidelidad y la virtud. ¿Qué remedio le queda a la fanática judía?. Sumergirse en la casa que solo puede abandonar definitivamente en caso de lepra, de epilepsia o cuando “se la maltrata con exceso”.
No es extraño que él díga en sus oraciones: "Bendito sea Dios nuestro Señor y Señor de todos los mundos, por no haberme hecho mujer", y ella, la resignada: "Bendito sea el Señor, que me ha creado según su voluntad". En Grecia la joven virtuosa, criada en el gineceo —aposentos femeninos  no hollados jamás por pisadas extrañas— ingresa digna y erguida, supliendo su ignorancia con la souplesse de los drapeados, en una rígida situación matrimonial, y continúa hilando, tejiendo o bordando, dirigiendo a las criadas y lavando en el río. Se sienta en "un sitial elevado al lado del esposo", que regresa de algún platónico o sospechoso encuentro con algún apolíneo adolescente, o de hacer vida social y de la otra con la cultivada hetaira. Esta no es una prostituta de las muchas que abundan, sino una mezcla de cortesana e intelectual, una virtuosa en el arte de vivir desconocido por las virtuosas damas iletradas. "Tenemos hetairas para los placeres det espíritu, rameras para el placer de los sentidos y esposas para darnos hijos" dice Demóstenes con la boca llena de guijarros.
 Se dice que las mujeres romanas eran dueñas de una libertad y de una majestad extraordinarias, y que contaron también con el apoyo de Musonius Rufus, un teórico del feminismo antiguo, con el silencio y la devoción de los perturbadores esclavos y con las críticas del didáctico Ovidio, quien asegura que sólo son castas las que no pueden atraer a nadie.
Sin duda estas prebendas femeninas sólo se ejercerían durante las numerosas guerras y las consecuentes ausencias de los amos del hogar ya que fue precisamente Roma la que impuso la patria potestas, ley que convertía a la mujer y a los hijos en bienes muebles y eximía al marido y padre de toda culpa en el caso de que sintiera el caprichoso impulso de exterminarlos. Las matronas que se destacaron – y son numerosas- han de haberse abierto paso a los codazos y a fuertes golpes de caderas para entrar en la historia y salir de sus casas, puesto que el género femenino era una prolongación de otras telas hogareñas, sin utilidad ni participación en recintos públicos y oficiales y su status se denominaba imbecillitas.
Para los musulmanes “la mujer es una fuente de untuosas delicias, lo mismo que las frutas, las confituras, las masas sustanciosas y los aceites perfumados”; este manjar almibarado los espera en forma de hurí para sumergirlos en las voluptuosidades del paraíso mahometano. En la tierra están algo restringidos. El Corán les aconseja no tener más de cuatro mujeres, a las que pueden privar en caso de descontento, de la sal, de la pimienta y del vinagre. La mujer acata la voluntad de su dueño, silenciosa y velada, porque “los hombres son superiores a causa de las cualidades por las cuales Dios les ha dado la preeminencia”.
En la India las leyes de Manú son generosas: liberan a la mujer de todos los dilemas de la elección. “Sea soltera o casada, o vieja, nunca debe hacer nada de su propia voluntad, ni siquiera en su casa. Si muere el jefe del hogar, dependerá de hijos o parientes, pero nunca se gobernará a su antojo”
La mujer no tiene el derecho de sentarse a la mesa con su marido “pero está autorizada a comer lo que éste le deje”, y lo mejor que puede hacer es tratar de agradarle con la obediencia más absoluta, aunque él sea “contrahecho, viejo, enfermo, repulsivo, grosero, violento, licencioso, borracho y jugador”. Mientras “el dios de la esposa” está ausente, ese dechado de paciencia no debe ponerse aceite en la cabeza, ni limpiarse los dientes, ni roerse las uñas, ni acostarse en su cama, ni comer más de una vez al día. Ese estado de dicha suprema suele estarle prometido a la niña – sobre todo si tiene dientes menudos y la apostura de un cisne o de un pequeño elefante- desde su más tierna infancia. Aparte del privilegio del tejido, del cultivo del opio, de la extracción del carbón y las labores de riego, el previsor marido reserva a la esposa una última deferencia: la de arder en la misma llama. La viuda que se arroja en la pira mortuoria irá a habitar en el mismo cielo que su magnánimo señor, unos treinta y cinco millones de años. De lo contrario, como el nirvana no admite más que seres masculinos, tendrá que esperar otras transmigraciones hasta “merecer convertirse en un hombre”.
En China, el advenimiento de una niña del sexo femenino es saludado como “la teja que cae en la cabeza” y los padres suelen liberarse de esa incomodidad sumergiendo la de ella en un lebrillo de agua y teniéndola colgada por los pies hasta lograr la total asfixia. En el libro del Kiang-nau-tie-lei-tu-sin-pien se lee que “ en las aldeas muchas gentes practican la costumbre de asfixiar a las niñas y llegan hasta el extremo de ahogar a los muchachos”; otra obra moral ataca esta perniciosa costumbre: Cuentos con láminas para disuadir a los padres de que ahoguen a sus hijas. Las que sobrevivan se prepararán para la seducción con “pies de lirio”, asegurados mediante un vendaje muy apretado que mantiene doblados sobre la planta cuatro dedos. Gracias al balanceo de los brazos y al equilibrio sobre los talones, la china se desliza “cual pájaro ligero que corre batiendo las alas para atrapar el dorado insecto que pasa por delante”. Más le valdría dejarlo pasar, porque el marido chino tiene el derecho de pegar a su mujer, siempre que no le produzca fracturas, y el que no lo hiciere cuando las situaciones lo autorizan, puede ser considerado torpe o negligente. Flor de Jazmín, Luna Plateada, Suave Perfume o Sombra de las Nacientes Lilas- la cortesía se agota totalmente en el lenguaje-debe someterse con gratitud a este derecho de corrección, sin olvidar jamás que “es la pobre tonta de la casa” y que “el esposo es el cielo de la esposa” en el Celeste Imperio, donde el cielo es un espejo bruñido que jamás se empaña.
En el Imperio del Sol Naciente sucede algo semejante, y la esposa, que ha tenido la delicada atención de afeitarse las cejas y de ennegrecerse los dientes para agradar a su exquisito señor, es la primera que se levanta y la última que se acuesta sin chistar, pues basta que “hable con la locuacidad de un papagayo” para que sea repudiada por su exigente marido.
En algunas tribus de Argelia el recién casado coloca en la tienda, junto a la recién desposada, un grueso garrote, a manera de amable símbolo hogareño. Y en Tlemacén le pisa con redundante fuerza el pie derecho para recordarle su futura y definitiva condición.
Los persas afirman que “toda doncella que se niegue a tomar esposo irá fatalmente a habitar las regiones infernales, sea cual fuere la excelencia de sus obras”. Si no se niega, su destino es más o menos semejante. “Ha de venerar a su marido; ha de presentarse todas las mañanas delante de él como ante un juez, de pie y con las manos debajo de las axilas en señal de sumisión; se inclinará y llevará tres veces las manos desde su frente al suelo, luego tomará órdenes, y en seguida irá a ejecutarlas”.
Quienes reprochan aún a las mujeres haber elegido el matrimonio como la más fácil de las carreras han omitido referirse a su ceguera, a su masoquismo, a su heroicidad o a su ambición. Desmedida ambición: “el matrimonio eleva a la mujer al acercarla al hombre”.

Cuerpos brujos

La Mujer, la Madre ancestral, ha sido venerada y temida en todos los tiempos. Esencial e irremplazable, como el Mal frente al Bien, la Tiniebla frente a la Luz, La Luna o la Tierra frente al Sol, ocupa el lugar del misterio insondable desde las más remotas cosmogonías.
Las funciones asombrosas de su cuerpo hacen que su potencia se afirme dentro y fuera de este reino, provocando el estupor y el resentimiento de los hombres.
Por si no bastara Eva, una antigua leyenda hebrea de la Creación ilustra el encono masculino hacia los naturales y exclusivos poderes femeninos. Cuenta aquella que Adán, antes de perder su costilla, tenía una hermana gemela que era, a la vez, su esposa: Lilith. Esta no le concedía ninguna superioridad y se negaba a ser su sierva. Arrojada del Paraíso se convirtió en un monstruo, en un vampiro que atacaba a los hombres mientras dormían y los forzaba a tener relaciones sexuales con ella. Especialmente malvada con los niños- se negó a tenerlos de Adán-engendró con el ángel caído Sammael tres mosntruos de cuerpo humano con cuartos traseros de asno y alas de esfinge. Perdió su categoría de mujer y se convirtió en la primera bruja.
Esta leyenda, según Leopold Stein, fue uno de los esfuerzos que los hombres hicieron por liberarse de la madre mágica que proyectan en toda mujer. Muchas otras represalias y castigos le sigueron.
Frente a los primeros síntomas que convertían a una niña en mujer, no sólo algunos pueblos reaccionaban declarándolas impuras o satánicas y sepultándolas hasta el cuello o aislándolas como a animales infectos, sino que la leyenda cubrió en algunas épocas todo el esclarecido mundo. Plinio mismo dice en su Historia Natural. “La mujer en ese estado agría con su proximidad el vino nuevo, las semillas que toca se esterilizan, los renuevos tiernos perecen, las flores del jardín se mustian y los frutos del árbol bajo el cual ella se sienta caen. A su sola mirada se empaña el resplandor de los espejos, se embota el filo de la espada, pierden su brillo los marfiles, mueren los enjambres; hasta el bronce y el hierro se enmohecen y contraen un repugnante hedor. El betún, que por naturaleza se pega a todo lo que toca y que, en ciertas épocas del año sobrenada en el lago Asfaltites de Judea, no puede romperse sino con un hilo bañado en este virus. Hasta las hormigas, animales minúsculos, cuando padecen su propia influencia, arrojan los granos que transportan y no los vuelven a recoger jamás”. Aún ahora hay señoras que, conscientes de este poder, no tocan flores ni plantas en “sus días inevitables”, para no marchitarlas; no usan perlas para no empañarlas, ni baten mayonesas para no cortarlas. ¡Bienaventuradas las que oyeron y creyeron!
La fuerza mágica de la mujer, a pesar de que Cristo fuera feminista, parece haber sido admitida, con el consiguiente horror, por los Padres de la Iglesia. San Pablo es un gran detractor. San Ambrosio, San Juan Crisóstomo y San Máximo no se le quedan atrás. Tertuliano sienta el gran corolario al llamarla “Templo edificado sobre cloacas”. Es la corporización de la peor de todas las tentaciones: el demonio de la carne.
En la Edad Media, mientras el hombre va a liberar con las Cruzadas el Santo Sepulcro, la virtuosa castellana se mantiene como “unidad sellada” gracias a los torturantes cinturones de castidad. Es inaccesible, es tan forzosamente lejana e intocable como un ángel en el ánimo de los trovadores, es una estrella y una musa que recibe el homenaje de la canción, las flores y el suspiro. Pero hay otras: las brujas, que asumen todo el vaho del encierro y lo ponen a hervir en los calderos. El Malleus Maleficarum es una extraordinaria guía, mezcla de tratado de misoginia y de manual del FBI que practica el indentikit más indiscutible para encontrarlas. Los inquisidores hacen el resto. La bruja tiene estampada alguna marca de su pacto con el diablo en algún lugar del cuerpo (lunar, cicatriz, verruga, mancha o cualquier otra particularidad que se le encuentre); es incapaz de llorar; posee zonas insensibles; no tiene sombra porque la ha vendido y la sombra es el alma; evita los deberes conyugales y tiene relaciones con el diablo; niega en la hoguera para encubrir al gran perverso; no es sumisa, ni inocente, ni espiritual; usa filtros para hechizar a los incautos con deseos que jamás podrán satisfacer; arruina las viñas, las pasturas y las cosechas; provoca cataclismos y tormentas. Es un buen combustible. Alimentó enormes incendios hasta fines del siglo xvii y algunas fogatas aisladas aún después.
Su enigma sin embargo, no fue descifrado ni consumido en esos fuegos. Aún ahora, sus mecanismos primordiales, ese ser que engendra, alumbra y amamanta, continúa siendo un interrogante, una fuerza opuesta, instintiva y ciega.
El sexoi masculino no es mero sexo. Inclusive el “macho” oscuro y elemental asume esa designación con el agregado del coraje, de la integridad, de la fuerza, y la nobleza, pero ve en la “hembra” oscura y elemental una zarabanda de representaciones amenazadoras. “Monstruosa y cebada, la reina de las termitas impera sobre los machos esclavizados: la manta religiosa y la araña, hartas de amor, trituran a su compañero y se lo devoran; la perra en celo corre por las callejuelas, dejando detrás de sí una estela perversa; la mona se exhibe impúdicamente y se niega con hipócrita coquetería; las fieras más soberbias – la tigresa, la leona y la pantera-, se acuestan servilmente bajo el abrazo imperial del macho.

Inerte, impaciente, astuta, estúpida, insensible, lúbrica, feroz o humillada: el hombre provoca en la mujer a todas las hembras a la vez”, dice Simone de Beaivoir.

Las pobres mujeres (Valentine Charpentier) - parte 1 -

1970 (Gran Bretaña): Las representantes del Movimiento de Liberación de la Mujer invaden la celebración del concurso de Miss Mundo, con sacos de harina,


en Claudia 171 (agosto 1971)

Los hombres asentaron sus dominios sobre la fragilidad, la delicadeza, la timidez y el sometimiento de sus encantadoras compañeras. La leve mariposa, la recatada gacela, la tierna flor se ha convertido ahora… en un tábano zumbador, en una pantera terrible, en una hiriente zarza. Las mujeres aúllan, braman, vociferan y tratan de someter a sus azorados compañeros, rebelándose contra las “fatalidades” de la especie.

La mujer, puerta del diablo, camino de maldad, mordedura de escorpión, sexo dañosísimo que donde se acerca enciende fuego, perdición del hombre, tempestad de una casa, cautiverio de vidas, bestia voraz, tentación ordinaria, peligro continuo en los lugares poblados, es la que introdujo el pecado en todos los hijos de Adán y la causa de la muerte del género humano. Tal es la opinión de algunos ascetas que no la conocieron.
La mujer, espejo de amor, hierba del paraíso, fuente de felicidad, nido de encantamiento para el corazón, perfume de miel, alegría y consuelo de los entristecidos, canción del ruiseñor, rocío de las lilas, cielo de los ojos, consolación eterna y angelical alimento para el alma, es la que enseña la virtud a los hijos de Adán y la inmaculada madre del género humano. Tal es la opinión de algunos mundanos que también la ignoraron.
Entre aquella Eva tentadora y esta Señora inefable, la imaginería pública y privada desliza una infinita sucesión de estampas: Caperucita Roja, la bruja, la tigresa, Cenicienta, la loba romana, las vírgenes fatuas, Alicia en el País de las Maravillas, la triunfadora de mañana, la mujercita que lustra y da esplendor, el hombre imperfecto, la columna del hogar, etc.
Pero desde la roca rupestre hasta el afiche vendedor, la mujer sonríe misteriosamente, impenetrable y lejana como un Buda, ante los diversos abismos que los hombres excavan en su honor.
¿Estará empollando desde el comienzo de los siglos el huevo dorado de la liberación?

El segundo sexo

Los más sagaces antropólogos han definido a la mujer como “el segundo animal de la creación, después del hombre”, y son muchos los que desde el comienzo del mundo se han preocupado por fortalecer y mantener vigente y actualizada tan honorable aseveración. Los méritos sobran.
Frente al hombre que vencía al león y la arrastraba por el pelo a la caverna, verificando ya la segunda parte de la frase de Shopehauer (“la mujer es un animal de ideas cortas y cabellos largos”) y tratando de imponer la primera, su compañera de lucha renunció de antemano a todo privilegio en el reino animal ingresando automáticamente en el muestrario de las sustancias útiles, aleatorias e indeterminadas.
“Porosa, maleable, dúctil, inodora” fueron tal vez sus condiciones más preciadas, condiciones del reino mineral que prefiguran su mentada arcilla sobre la cual los hombres estamparon sus manos, sus pies y su firma desde la Edad de Piedra.

¿Desde cuándo y cómo esta poseedora de cuantiosas costillas – y a su vez mero hueso supernumerario- asumió su papel de tenaz luchadora contra el polvo, de alquimista del fogón, de grácil abeja laboriosa o de adorno del hogar? El proceso desde la comunidad libre, o no tan libre, hasta la constitución de la familia es una mera conjetura. Necesidad de refrenar la sexualidad (ventaja masculina), evolución desde la promiscuidad hasta la particularidad (exigencia masculina), transformación del ritual público en unión privada (exención masculina), identificación de la paternidad (fatuidad masculina), herencia de tierras y de bienes (privilegios mutuos) son algunos de los muchos elementos que sustentan las infinitas e incomprobables hipótesis. Una simple suma de los mismos determina las prerrogativas del hombre y ofrece la constante de un corolario asfixiante e invariable: la sumisión de la mujer en su estado sólido o vaporoso.

Los trece dineros

Dejando de lado las acotaciones partidistas o perversas, se puede definir el matrimonio como “ una unión socialmente reconocida entre dos personas de sexo opuesto -¡ojo! no complementario- sobre la base de un contrato que establece deberes y derechos mutuos”, a los cuales hay que resignarse por amor, por prejuicio o por inadvertencia. En las sociedades más primitivas la compra de la esposa es evidente: la tradición y el derecho hablan de "el precio de la novia". La mujer propia es un instrumento canjeable por bueyes, por armas, por tierras u otras pertenencias cuyo valor se estime equivalente, y sólo razones económicas limitan la poligamia. San Jerónimo ha levantado una indignada y nada cortés pro-testa contra la impremeditación que siempre acarrea amargos errores: "¡No! —exclama con vehemencia agitando su barba— no se escoge a la mujer sino que se la toma a ciegas tal cual es. ¿Es la esposa colérica, necia o repulsiva? ¿Y esto se averigua después de la boda? Antes de comprar un caballo, un asno, un mueble, un traje, un utensilio, todo el mundo quiere saber qué es lo que compra, y únicamente cuando se trata de la esposa se prescinde de ello, como si se temiera que el novio se cansara de su compañera antes de otorgarle definitivamente su mano." En cambio, en las sociedades más avanzadas, donde es la mujer la que otorga su mano —en general su mano de obra—, lleva en la misma una indemnización para el damnificado, indemnización que se denomina "dote". Los trámites y los símbolos de la compra y la gratificación que sella el compromiso son innumerables. Entre los antiguos beduinos de Siria las jóvenes casaderas acudían a la plaza pública envueltas en sus mejores galas, y desfilaban acompañando pregones de este tipo: "¿Quién quiere comprar a esta muchacha?". En Bengala una doncella costaba de tres a catorce rupias, pero la cifra podía cambiarse por su equivalente en arroz o en ganado. Las del Nilo superior costaban diez platos de hierro y veinte lanzas. En Grecia bastaba una vaca; entre los turcomanos unos cincuenta camellos; la ley sajona era precisa y fijaba el precio en trescientos sueldos; en la Edad Media el novio entregaba generalmente trece dineros, y aun cuando el futuro Luis XVI se casó con María Antonieta (en 1770) “tomó trece monedas de oro de mano del obispo de Reims para entregárselas a su novia junto con una sortija”. Mala suerte. En nuestros días, en muchos lugares de Europa, el sacerdote bendice una moneda en el acto del matrimonio como reminiscencia de las viejas tradiciones. En diversos lugares de Oriente, tribus africanas y congregaciones indígenas, no existen simulacros morbosos. El tráfico todavía es real.
¿Está insatisfecho quien está bien pago? Puede elegir otro postor.

lunes, 15 de agosto de 2016

La gente habla de Jorge Luis Borges (Valentine Charpentier)



                                               Jorge L. Borges: Foto Annemarie Heinrich, 1966

Un creador de mitos y desconcertantes  teoremas, un intérprete de la eternidad y el infinito: un escritor porteño y universal.

Un hombre borroso, un hombre que, a fuerza de negar el destino comúnmente anecdótico de cualquier hombre, parece estar logrando que lo invada una sustancia neblinosa, un laborioso aire que lo esfuma. O tal vez sea el hecho de ver tan poco lo que él toma con una intensidad tan contagiosa que casi no lo vemos. Hasta que su vaguedad se impone, sin embargo, con mayor fuerza que la de una cara o un conjunto de contornos recortados, definidos, y nos quedamos mirando a este Jorge Luis Borges de esta hora precisa de este día de 1966, como si, al igual que su obra, estuviera hecho de infinitas superposiciones de tiempos y distancias.
Este hombre alto, para quien la estatura parece constituir una evidencia fastidiosa y y cuyos movimientos indecisos se aproximan a la indecisión, esta especie de vacilante rapsoda, fue postergado otra vez en el Premio Nobel de Literatura.
Buenos Aires lo comenta.
Y Borges está incómodo. Porque es un hombre tímido al que molestan por igual el comentario, la interrogación, la calumnia y la alabanza.
De la misma manera le molesta hablar de su vida, como no sea para decir que no ha estado consagrada a vivir: "Pocas cosas me han ocurrido más dignas de memoria que el pensamiento de Shopenhauer o la música verbal de Inglaterra".

Rastros de una biografía

Evidentemente, no existen en el destino de Borges los hechos pintorescos o aventureros que puedan condimentar ese alimento para la curiosidad pública, esa fiesta en una sala de pasos perdidos que es la biografía de cualquier hombre de notoria actuación. No ha sido marinero, no ha ido a Africa a cazar mariposas, no ha competido por ninguna copa en ningún torneo deportivo ni ha figurado como protagonista en ningún estruendoso naufragio sentimental.
Pero, a pesar del inmenso predominio de la literatura sobre cualquier otro episodio, no ha podido escamotear su nacimiento, ni el forzoso recorrido de sus años hasta la actualidad, recorrido que, por lo demás, no es más opaco que el de cualquier otro destino, cuando se anota en datos concisos y breves, que se asemejan a su propio pudor, a todo pudor.
Nació el 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires.
Pasó su adolescencia en Europa y cursó el bachillerato en Ginebra.
En 1919 viajó a España y se unió al movimiento poético que tenía como medio de expresión la revista "Ultra", de donde deriva su designación de ultraísmo.
En 1921, al regresar a Buenos Aires, fundó con González Lanuza, su primo Guillermo Juan, Norah Lange y otros, la revista mural Prisma: carteles con esos angélicos dibujos de su hermana, Norah Borges, con poemas plagados de forzadas y esforzadas metáforas y declaraciones como la siguiente: "Hemos embanderado de poemas las calles, hemos iluminado con lámparas verbales vuestro camino, hemos ceñido vuestros muros con enredaderas de versos". Pero al transeúnte porteño le conmueven muy poco esas banderas, no se abandona a la guía de esas luces ni le interesa que crezcan esas enredaderas. Considera que este fervor es un fervor lujoso, un fervor de inútiles ocios, que solo deja de serlo cuando la fama lo respalda.
"En ese mismo año Borges publica en la revista Nosotros los principios y propósitos del movimiento ultraísta, al que denominará después; "la secta, la equivocación".
Al año siguiente, con intervalos que la prolongan hasta 1926, aparece la revista Proa, de la cual forma parte junto con otros y Macedonio Fernández, escritor particularísimo y universal, que influyó íntimamente en su obra.
Integra la generación "martinfierrista" , que agrupa a un conjunto de escritores de vanguardia, nada folkloristas a pesar de su denominación, en el combativo y satirizante periódico Martín Fierro.
Con su primer libro, Fervor de Buenos Aires (publicado en 1924), se inicia una producción que será numerosa y que abarcará poemas, cuentos y ensayos. Uno y otro libro serán como los mojones que marcan su trayecto desde el arrabal porteño a los arrabales del cielo: Luna de enfrente, Inquisiciones, El idioma de los argentinos, Cuaderno San Martín, Historia universal de la infamia, E jardín de los senderos que se bifurcan, El Aleph, El hacedor, etc.
Sus galardones, a lo largo de esta obra, matizados por algunos banquetes de desagravio en ocasión de no haberle sido adjudicado algún merecido trofeo, son también numerosos: Premio Municipal, Premio Nacional, Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores, presidencia de esta misma institución, Doctor Honoris Causa de la Universidad de Cuyo, título de Comendatore adjudicado por el gobierno italiano, Premio del Congreso Nacional de Editores (compartido con el irlandés Samuel Beckett), insignia de Comendador de la Orden de Artes y Letras concedida por el gobierno francés, Premio del Fondo Nacional de las Artes, etc.
Es profesor de literatura inglesa en la Facultad de Filosofía y Letras, y Director de la Biblioteca Nacional.

¿Falta de pasión y humanidad?

Este es uno de los cargos que con mayor frecuencia se hace a Jorge Luis Borges, escritor y persona. Absurda exigencia la de convertirlo en lo que no es y de juzgar una obra por los elementos de que carece, sobre todo cuando su inmenso relieve está dado, justamente, por la exacerbación del mundo que contiene. De la misma manera se le podría reprochar el no ser águila o urna griega, porque evidentemente el hombre que hubiera escrito libros donde la pasión avasalladora o el desarreglo de los sentidos llevan a situaciones extremas, no sería nunca este escritor especialista en laberintos mentales, en conjeturas, en claves de acciones y vidas simbólicas, en bifurcaciones de tiempos y de destinos, en ajedreces y espejos infinitos.

Que los personajes de Borges no intervengan en movimientos sindicales, que su acción no se demore en acariciar un perro, o en huir de mosquitos durante un pic-nic, no justifica ningún reiterado reproche. Borges no coloca sus personajes en un plano de alegato social, ni de buenos sentimientos familiares, ni de preocupaciones cotidianas, sino que se proyecta con ellos hacia un mundo o una esencia trascendente, hacia enigmas y problemas metafísicos, hacia conflictos eternos entre el hombre y el cifrado universo que lo encierra.
Todo ello no lo exime de la ternura contenida, la emoción pudorosa y el temblor de quien ha rozado el centro del misterio.

El oficio y el hombre

Este apasionado de la palabra, que escribe porque para él no existe otro destino-de acuerdo con sus propias declaraciones-, este indagador de arcanos, ha definido al Borges escritor y al Borges persona en una memorable página de Inquisiciones:
"Al otro Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del s XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributo de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizás porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje y la tradición.
Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro.
Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser: la piedra eternamente quiere ser piedra; y el tigre, un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de liberarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga, y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
No sé cuál de los dos escribe esta página."
Nosotros lo sabemos, y esperamos el Premio Nobel de otro año para los dos.

en Revista Claudia 114 - noviembre de 1966 -

sábado, 18 de junio de 2016

El amigo habla con los crepúsculos muertos sobre Lochem (Olga Orozco)



Alfonso Sola González con su esposa Graciela Maturo



Testimonio de Olga Orozco sobre Alfonso Sola González


Allí estaba, frente a mi puerta, en aquella Nochebuena de 1940, tímido, sonriente y confundido, con su aspecto de príncipe errante, dispuesto a entregar una carta y a seguir marchando contra el viento y bajo la tempestad. Le insistí para que se quedara a la cena de medianoche. Recuerdo su espíritu de celebración- a pesar de las ráfagas de melancolía que apagaban a ratos las chispas azules de sus ojos y se filtraban en sus silencios y en sus palabras- y el exaltado fervor con que colaboró con todos los despliegues pirotécnicos cuando cesó la lluvia. Bengalas, chorros de estrellas, fuegos de artificio y globos iluminados despertaban en el él un azoramiento y un entusiasmo casi infantil, como los que pueden provocar los incandescentes emisarios de otros mundos. Entendí después que él mismo era un mensajero, alguien que llega herido, sobreponiéndose a las apariciones y a las acechanzas del camino, y parte otra vez, convaleciente, para llegar a otro lugar con la herida de lo que acaba de dejar.
Continuamos viéndonos regularmente. Sus viajes desde Paraná hasta Buenos Aires eran entonces frecuentes. Llegaba sorpresivamente con un revuelo de arcángel, frágil y delicado, elegido para una invariable juventud como casi todo geminiano. Aparecía con su ceremonioso traje azul, su impecable camisa blanca de cuello duro y su permanente aire de desarraigo, de andariego destierro, dispuesto a pasar tres o cuatro noches sin dormir. ( A veces añadía a su candorosa solemnidad la distancia de un par de anteojos ahumados, para llorar disimuladamente algún amor desdichado, de acuerdo con su propia confesión). Ignoro cómo eran sus días en un sombrío hotel de luces verdosas, donde a veces se le aparecían de escalón en escalón las pálidas manos de Virginia Donatelli, asesinada, descuartizada y arrojada en un lago de Palermo hacía unos veinte años. Yo lo encontraba por la noche. Lo veía entrar a casa de Daniel Devoto por el balcón, de acuerdo con la costumbre establecida - en un alba confusa se deslizó también equivocadamente, por maliciosa indicación de alguien, en el departamento de una beata madrugadora que se vestía para ir a misa y alborotó a todo el vecindario con sus escandalizadas jaculatorias-. Nos reuníamos en casa de Oliverio Girondo y Norah Lange o en mi propia casa, en alguna cantina de La Boca, en un bar de la calle Catamarca hacia el que nos arrastraba bajo un cielo ya lívido Eduardo Bosco. No diré que en toda ocasión nos sorprendía la madrugada, porque la madrugada no sorprendía a nadie: era una comensal habitual, la última recién llegada.
Al partir hacia Paraná, Alfonso llevaba estampadas en las ojeras las desmedidas trasnochadas y en el cuello duro de la camisa líneas de poemas, firmas, mandalas y recomendaciones de último momento. Las llevaba no sólo naturalmente sino con cierta indolente alegría, como quien sabe que sólo lleva una protección y un abrigo para buena parte de la travesía.
Era la época que siguió a la aparición de la revista Canto, después a la de Verde Memoria, cuando Daniel Devoto inició generosamente las ediciones de Gulab y Aldabahor, el tiempo en que conversábamos inagotablemente de literatura y en que la mayoría de los poetas cultivaban un desapego de hijos pródigos, despreciaban la prudencia y el orden y apostaban a la vida o el porvenir a peligrosas aventuras, aunque sólo las cumplieran en un espacio de proyecciones atemporales, como se cumple la poesía misma. Allí, Alfonso habitaba una mansión de piedra entre reyes olvidados y servidores mudos, y vivía un amor devorador, absoluto e imposible. Yo le preguntaba por sus lebreles, por sus posesiones en Lochem, donde en la más alta ventana de una torre ruinosa le esperaba una mujer llamada Palemor, que tenía un candelabro de plata en la mano y miraba hacia el ocaso herrumbrado de un jardín taciturno.Preguntar todo esto era casi preguntar por el asunto mismo de sus espléndidos, lujosos y agónicos poemas. Pero la historia tenía variaciones: a veces las uñas largas de Alfonso o sus dientes algo encimados con agudos incisivos servían para componer un lánguido vampiro enamorado que tenía prisionera a Palemor; otras, la palidez y la demacración de él eran evidencias de que Palemor era una perversa aparecida, una muerta capaz de resucitar por la fuerza de la apasionada carne, y entonces Alfonso pasaba a ser el incestuoso hermano fugitivo o el aterrado visitante que huye como en La caída de la casa Usher. Las posibilidades de combinación eran muchas, casi inagotables, matizadas por injertos de personajes reales y fantásticos, entre los que planeaba también la sombra del Gran Meaulness, huyendo hacia el mar y las tumbas de Lofoten, ese lugar de maelstroms que Milosz se lamentaba de no poder ver jamás, armado con ese laúd constelado de Nerval que "lleva el sol negro de la melancolía".
Y de pronto el grupo se dispersó, como si cada uno hubiera sido convocado urgentemente desde otro rincón del mundo, desde otro rincón de su biografía, desde otro rincón del insomnio. Algunos años después tuve noticias indirectas: el "Flaco" Sola se había casado, vivía en Mendoza, tenía una cátedra en la Universidad de Cuyo, era el padre feliz de seis criaturas. Me confirmó esos datos desnudos, sin demoradas y carnosas envolturas durante una controvertida Feria del Libro que me llevó a Mendoza incautamente en 1967 y en la que nos encontramos por brevísimos minutos, minutos concedidos como un homenaje de amistad venciendo el rechazo que le producía la organización de aquella Feria que había tenido en cuenta escasamente a los escritores del lugar, hecho que provocó mi rápido regreso.
Unos años después, en 1974, me visitó en Buenos Aires. Llegó a casa al atardecer y subimos enseguida en un inmenso carricoche con todos los amigos muertos y los pocos, poquísimos, que aún quedaban vivos, y viajamos por la noche recorriendo otras noches, historias, fiestas, fervores, despedidas, con paradas obligatorias para la poesía y para otro brindis a cada vuelta de la esquina. Fue un paseo extraño. inquietante, fantasmal, en que se nos perdían grandes trozos de ciudad, años enteros, personajes y frases, bajo lentas avalanchas de arena. Se lo llevó el alba, como siempre. 
No lo vi nunca más. Cuando me dijeron el final, pensé que había logrado abrir la puerta, esa que llevaba consigo, y que daba a Lochem o a algún otro lugar que lo esperaba con su eternidad, y repetí entonces para él unas palabras de La Casa Muerta, que creía olvidadas: "Ya has pasado la muerte, ya has vencido".

Olga Orozco, Homenajes en el aniversario de su muerte, Mendoza,
Los Andes, 24 de octubre de 1993

en Obra poética de Alfonso Sola González, Ediciones Biblioteca Nacional, Bs As 2015

domingo, 6 de marzo de 2016

Epitafio para la víspera del pródigo (Olga Orozco)




El volante de poesía "Oeste" de Chivilcoy (Pcia de Bs As), editado por Nicolás Cócaro publicó este poema de Olga Orozco en 1949, recién en 1972 aparecería bajo el título "La víspera del pródigo" en el libro Las Muertes (Losada,1972)