domingo, 23 de octubre de 2016

Las pobres mujeres (Valentine Charpentier) - parte 1 -

1970 (Gran Bretaña): Las representantes del Movimiento de Liberación de la Mujer invaden la celebración del concurso de Miss Mundo, con sacos de harina,


en Claudia 171 (agosto 1971)

Los hombres asentaron sus dominios sobre la fragilidad, la delicadeza, la timidez y el sometimiento de sus encantadoras compañeras. La leve mariposa, la recatada gacela, la tierna flor se ha convertido ahora… en un tábano zumbador, en una pantera terrible, en una hiriente zarza. Las mujeres aúllan, braman, vociferan y tratan de someter a sus azorados compañeros, rebelándose contra las “fatalidades” de la especie.

La mujer, puerta del diablo, camino de maldad, mordedura de escorpión, sexo dañosísimo que donde se acerca enciende fuego, perdición del hombre, tempestad de una casa, cautiverio de vidas, bestia voraz, tentación ordinaria, peligro continuo en los lugares poblados, es la que introdujo el pecado en todos los hijos de Adán y la causa de la muerte del género humano. Tal es la opinión de algunos ascetas que no la conocieron.
La mujer, espejo de amor, hierba del paraíso, fuente de felicidad, nido de encantamiento para el corazón, perfume de miel, alegría y consuelo de los entristecidos, canción del ruiseñor, rocío de las lilas, cielo de los ojos, consolación eterna y angelical alimento para el alma, es la que enseña la virtud a los hijos de Adán y la inmaculada madre del género humano. Tal es la opinión de algunos mundanos que también la ignoraron.
Entre aquella Eva tentadora y esta Señora inefable, la imaginería pública y privada desliza una infinita sucesión de estampas: Caperucita Roja, la bruja, la tigresa, Cenicienta, la loba romana, las vírgenes fatuas, Alicia en el País de las Maravillas, la triunfadora de mañana, la mujercita que lustra y da esplendor, el hombre imperfecto, la columna del hogar, etc.
Pero desde la roca rupestre hasta el afiche vendedor, la mujer sonríe misteriosamente, impenetrable y lejana como un Buda, ante los diversos abismos que los hombres excavan en su honor.
¿Estará empollando desde el comienzo de los siglos el huevo dorado de la liberación?

El segundo sexo

Los más sagaces antropólogos han definido a la mujer como “el segundo animal de la creación, después del hombre”, y son muchos los que desde el comienzo del mundo se han preocupado por fortalecer y mantener vigente y actualizada tan honorable aseveración. Los méritos sobran.
Frente al hombre que vencía al león y la arrastraba por el pelo a la caverna, verificando ya la segunda parte de la frase de Shopehauer (“la mujer es un animal de ideas cortas y cabellos largos”) y tratando de imponer la primera, su compañera de lucha renunció de antemano a todo privilegio en el reino animal ingresando automáticamente en el muestrario de las sustancias útiles, aleatorias e indeterminadas.
“Porosa, maleable, dúctil, inodora” fueron tal vez sus condiciones más preciadas, condiciones del reino mineral que prefiguran su mentada arcilla sobre la cual los hombres estamparon sus manos, sus pies y su firma desde la Edad de Piedra.

¿Desde cuándo y cómo esta poseedora de cuantiosas costillas – y a su vez mero hueso supernumerario- asumió su papel de tenaz luchadora contra el polvo, de alquimista del fogón, de grácil abeja laboriosa o de adorno del hogar? El proceso desde la comunidad libre, o no tan libre, hasta la constitución de la familia es una mera conjetura. Necesidad de refrenar la sexualidad (ventaja masculina), evolución desde la promiscuidad hasta la particularidad (exigencia masculina), transformación del ritual público en unión privada (exención masculina), identificación de la paternidad (fatuidad masculina), herencia de tierras y de bienes (privilegios mutuos) son algunos de los muchos elementos que sustentan las infinitas e incomprobables hipótesis. Una simple suma de los mismos determina las prerrogativas del hombre y ofrece la constante de un corolario asfixiante e invariable: la sumisión de la mujer en su estado sólido o vaporoso.

Los trece dineros

Dejando de lado las acotaciones partidistas o perversas, se puede definir el matrimonio como “ una unión socialmente reconocida entre dos personas de sexo opuesto -¡ojo! no complementario- sobre la base de un contrato que establece deberes y derechos mutuos”, a los cuales hay que resignarse por amor, por prejuicio o por inadvertencia. En las sociedades más primitivas la compra de la esposa es evidente: la tradición y el derecho hablan de "el precio de la novia". La mujer propia es un instrumento canjeable por bueyes, por armas, por tierras u otras pertenencias cuyo valor se estime equivalente, y sólo razones económicas limitan la poligamia. San Jerónimo ha levantado una indignada y nada cortés pro-testa contra la impremeditación que siempre acarrea amargos errores: "¡No! —exclama con vehemencia agitando su barba— no se escoge a la mujer sino que se la toma a ciegas tal cual es. ¿Es la esposa colérica, necia o repulsiva? ¿Y esto se averigua después de la boda? Antes de comprar un caballo, un asno, un mueble, un traje, un utensilio, todo el mundo quiere saber qué es lo que compra, y únicamente cuando se trata de la esposa se prescinde de ello, como si se temiera que el novio se cansara de su compañera antes de otorgarle definitivamente su mano." En cambio, en las sociedades más avanzadas, donde es la mujer la que otorga su mano —en general su mano de obra—, lleva en la misma una indemnización para el damnificado, indemnización que se denomina "dote". Los trámites y los símbolos de la compra y la gratificación que sella el compromiso son innumerables. Entre los antiguos beduinos de Siria las jóvenes casaderas acudían a la plaza pública envueltas en sus mejores galas, y desfilaban acompañando pregones de este tipo: "¿Quién quiere comprar a esta muchacha?". En Bengala una doncella costaba de tres a catorce rupias, pero la cifra podía cambiarse por su equivalente en arroz o en ganado. Las del Nilo superior costaban diez platos de hierro y veinte lanzas. En Grecia bastaba una vaca; entre los turcomanos unos cincuenta camellos; la ley sajona era precisa y fijaba el precio en trescientos sueldos; en la Edad Media el novio entregaba generalmente trece dineros, y aun cuando el futuro Luis XVI se casó con María Antonieta (en 1770) “tomó trece monedas de oro de mano del obispo de Reims para entregárselas a su novia junto con una sortija”. Mala suerte. En nuestros días, en muchos lugares de Europa, el sacerdote bendice una moneda en el acto del matrimonio como reminiscencia de las viejas tradiciones. En diversos lugares de Oriente, tribus africanas y congregaciones indígenas, no existen simulacros morbosos. El tráfico todavía es real.
¿Está insatisfecho quien está bien pago? Puede elegir otro postor.

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