1970 (Gran Bretaña): Las representantes del Movimiento de Liberación de la Mujer invaden la celebración del concurso de Miss Mundo, con sacos de harina, |
en Claudia 171 (agosto 1971)
Los
hombres asentaron sus dominios sobre la fragilidad, la delicadeza, la timidez y
el sometimiento de sus encantadoras compañeras. La leve mariposa, la recatada
gacela, la tierna flor se ha convertido ahora… en un tábano zumbador, en una
pantera terrible, en una hiriente zarza. Las mujeres aúllan, braman, vociferan
y tratan de someter a sus azorados compañeros, rebelándose contra las
“fatalidades” de la especie.
La mujer, puerta del diablo,
camino de maldad, mordedura de escorpión, sexo dañosísimo que donde se acerca
enciende fuego, perdición del hombre, tempestad de una casa, cautiverio de
vidas, bestia voraz, tentación ordinaria, peligro continuo en los lugares
poblados, es la que introdujo el pecado en todos los hijos de Adán y la causa
de la muerte del género humano. Tal es la opinión de algunos ascetas que no la
conocieron.
La mujer, espejo de amor,
hierba del paraíso, fuente de felicidad, nido de encantamiento para el corazón,
perfume de miel, alegría y consuelo de los entristecidos, canción del ruiseñor,
rocío de las lilas, cielo de los ojos, consolación eterna y angelical alimento
para el alma, es la que enseña la virtud a los hijos de Adán y la inmaculada
madre del género humano. Tal es la opinión de algunos mundanos que también la
ignoraron.
Entre aquella Eva tentadora
y esta Señora inefable, la imaginería pública y privada desliza una infinita
sucesión de estampas: Caperucita Roja, la bruja, la tigresa, Cenicienta, la
loba romana, las vírgenes fatuas, Alicia en el País de las Maravillas, la
triunfadora de mañana, la mujercita que lustra y da esplendor, el hombre
imperfecto, la columna del hogar, etc.
Pero desde la roca rupestre
hasta el afiche vendedor, la mujer sonríe misteriosamente, impenetrable y
lejana como un Buda, ante los diversos abismos que los hombres excavan en su
honor.
¿Estará empollando desde el
comienzo de los siglos el huevo dorado de la liberación?
El
segundo sexo
Los más sagaces antropólogos
han definido a la mujer como “el segundo animal de la creación, después del
hombre”, y son muchos los que desde el comienzo del mundo se han preocupado por
fortalecer y mantener vigente y actualizada tan honorable aseveración. Los
méritos sobran.
Frente al hombre que vencía
al león y la arrastraba por el pelo a la caverna, verificando ya la segunda
parte de la frase de Shopehauer (“la mujer es un animal de ideas cortas y
cabellos largos”) y tratando de imponer la primera, su compañera de lucha
renunció de antemano a todo privilegio en el reino animal ingresando
automáticamente en el muestrario de las sustancias útiles, aleatorias e
indeterminadas.
“Porosa, maleable, dúctil,
inodora” fueron tal vez sus condiciones más preciadas, condiciones del reino
mineral que prefiguran su mentada arcilla sobre la cual los hombres estamparon
sus manos, sus pies y su firma desde la Edad de Piedra.
¿Desde cuándo y cómo esta
poseedora de cuantiosas costillas – y a su vez mero hueso supernumerario-
asumió su papel de tenaz luchadora contra el polvo, de alquimista del fogón, de
grácil abeja laboriosa o de adorno del hogar? El proceso desde la comunidad
libre, o no tan libre, hasta la constitución de la familia es una mera
conjetura. Necesidad de refrenar la sexualidad (ventaja masculina), evolución
desde la promiscuidad hasta la particularidad (exigencia masculina),
transformación del ritual público en unión privada (exención masculina),
identificación de la paternidad (fatuidad masculina), herencia de tierras y de
bienes (privilegios mutuos) son algunos de los muchos elementos que sustentan
las infinitas e incomprobables hipótesis. Una simple suma de los mismos
determina las prerrogativas del hombre y ofrece la constante de un corolario
asfixiante e invariable: la sumisión de la mujer en su estado sólido o
vaporoso.
Los
trece dineros
Dejando de lado las
acotaciones partidistas o perversas, se puede definir el matrimonio como “ una
unión socialmente reconocida entre dos personas de sexo opuesto -¡ojo! no
complementario- sobre la base de un contrato que establece deberes y derechos
mutuos”, a los cuales hay que resignarse por amor, por prejuicio o por
inadvertencia. En las sociedades más primitivas la compra de la esposa es
evidente: la tradición y el derecho hablan de "el precio de la novia".
La mujer propia es un instrumento canjeable por bueyes, por armas, por tierras
u otras pertenencias cuyo valor se estime equivalente, y sólo razones
económicas limitan la poligamia. San Jerónimo ha levantado una indignada y nada
cortés pro-testa contra la impremeditación que siempre acarrea amargos errores:
"¡No! —exclama con vehemencia agitando su barba— no se escoge a la mujer
sino que se la toma a ciegas tal cual es. ¿Es la esposa colérica, necia o repulsiva?
¿Y esto se averigua después de la boda? Antes de comprar un caballo, un asno,
un mueble, un traje, un utensilio, todo el mundo quiere saber qué es lo que
compra, y únicamente cuando se trata de la esposa se prescinde de ello, como si
se temiera que el novio se cansara de su compañera antes de otorgarle
definitivamente su mano." En cambio, en las sociedades más avanzadas,
donde es la mujer la que otorga su mano —en general su mano de obra—, lleva en
la misma una indemnización para el damnificado, indemnización que se denomina
"dote". Los trámites y los símbolos de la compra y la gratificación
que sella el compromiso son innumerables. Entre los antiguos beduinos de Siria
las jóvenes casaderas acudían a la plaza pública envueltas en sus mejores galas,
y desfilaban acompañando pregones de este tipo: "¿Quién quiere comprar a
esta muchacha?". En Bengala una doncella costaba de tres a catorce rupias,
pero la cifra podía cambiarse por su equivalente en arroz o en ganado. Las del
Nilo superior costaban diez platos de hierro y veinte lanzas. En Grecia bastaba
una vaca; entre los turcomanos unos cincuenta camellos; la ley sajona era
precisa y fijaba el precio en trescientos sueldos; en la Edad Media el novio
entregaba generalmente trece dineros, y aun cuando el futuro Luis XVI se casó
con María Antonieta (en 1770) “tomó trece monedas de oro de mano del obispo de
Reims para entregárselas a su novia junto con una sortija”. Mala suerte. En
nuestros días, en muchos lugares de Europa, el sacerdote bendice una moneda en
el acto del matrimonio como reminiscencia de las viejas tradiciones. En diversos
lugares de Oriente, tribus africanas y congregaciones indígenas, no existen
simulacros morbosos. El tráfico todavía es real.
¿Está insatisfecho quien
está bien pago? Puede elegir otro postor.
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