Hubertine Auclert y su periódico La ciudadana |
Rebelión
en el corral
“Es más fácil acusar a un
sexo que excusar al otro” asegura Montaigne. Y así es. Para disminuir a la
mujer – a quien se le cuestionó inclusive la posesión de un alma- los hombres
han recurrido a la teología, a la religión, a la psicología experimental, a la
biología y a la mala fe.
Las escasas protestas y las
restringidas libertades que se alzaron a lo largo de los siglos fueron
acalladas siempre por las tres K que Hitler formuló sabiamente: “Küche, Kinder,
Kirche” (cocina, niños, iglesia).
La Revolución Francesa tuvo
en cuenta la situación de algunos segregados y completó la Declaración de los
Derechos del Hombre con estos postulados: “La mujer nace libre y tiene los
mismos derechos que el hombre. También el de oponerse contra la opresión. Es
Estado se asienta sobre una comunidad de hombres y mujeres y la legislación
debe ser una manifestación de esta colaboración. Todos los ciudadanos y
ciudadanas pueden acceder a asignaciones oficiales y a distinciones
profesionales. Una mujer tiene el derecho de ser ejecutada. También ha de tener
el derecho de ser ministro de Estado”.
No fue ministro de Estado,
pero ejerció con toda liberalidad el derecho de ser ejecutada. En cuanto al de “oponerse
contra la opresión”, después del leve respiro del romanticismo que soltó su
talle, la mujer entró con más encarnizamiento que antes en los rígidos corsets:
llegó a dormir con él y a mutilarse las dos últimas costillas para hacer calzar
su cintura con milimétrica exactitud en las manos de su amado. Si su protesta
se tradujo en palidez, alimentada por la falta de alimento y por poderosas
dosis de vinagre, es conveniente aclarar que pasó inadvertida o fue
interpretada como un esforzado impulso hacia la espiritualidad, cuando no como
síntoma de la anemia o la fatal tuberculosis.
Fue necesario que Stuart
Mill escribiera su ensayo “Del sometimiento de la mujer” y alzara la voz en el
Parlamento inglés en favor del voto femenino, en junio de 1866, para que Mrs
Fawcett organizara a las inglesas y Marie Deraismes a las francesas con
tentativas de emancipación, en manifestaciones que alzaron agudas voces
destempladas y recogieron ecos del chillido en varios idiomas a lo largo de
muchas décadas. Allí estaba Hubertine Auclert imprimiendo el periódico La Ciudadana,
Elizabeth Wolstenholme aullando que era la catecúmena de una nueva religión y
escribiendo una guía de educación sexual llamada “La flor humana”, la señora y
las señoritas Pankhurts decididas a ir a la cárcel y a ayunar, Anne Kenney,
Miss Malony y tantas otras. Nadie puede dejar de ver a Miss Matters, que
asciende en globo sobre Londres y la empapela con protestas de todos los
colores, balanceándose como una estrafalaria aparición a dos mil quinientos
pies de altura. Es en vano que se les conteste que la mujer debe optar entre
ser “ama de casa o cortesana”, “que se mantenga en su pedestal, que no
descienda”. Miss Matters no desciende, y las demás trepan a los pedestales de
las estatuas, agitan paraguas, banderas del color de la esperanza: queman casas,
levantan plataformas de cajones, apedrean a la policía. Claman por la unión
libre, por su derecho al cuarto oscuro y por sentarse en las bancas
parlamentarias.
Mientras tanto, algunas
señoras que padecían uniones forzadas salían de sus cuartos claros para ir a
sentarse en la sala de espera de algún médico. Se habían permitido tener “sensaciones
indebidas”, vergonzosas satisfacciones sexuales con sus escandalizados maridos.
El galeno aligeraba sus conciencias con alusión a algún remoto antepasado
bárbaro. Había que combatir la fuerza del ancestro, había que calmarla con
gimnasia, baños fríos y preocupaciones intelectuales.
¿Hacia
dónde vamos?
A la larga, las pedradas de
las sufragistas dieron en el blanco. La psicología liberó de las inhibiciones
las mentes femeninas. La fisiología autorizó plenamente las reacciones
naturales y hasta las que no lo son. Las universidades abrieron sus puertas y
les dejaron lugar en sus estrados. Los ministerios y las cortes de justicia las
adornaron con la severidad de sus investiduras. Las conquistas sociales les
reconocieron derechos equivalentes a los del hombre. Algunas han llegado a
gobernar. El progreso ha sido gradual.
Ahora las piedras llueven
cada vez con mayor virulencia. Las integrantes del Movimiento de Liberación
Femenina y otras agrupaciones análogas rompen las vidrieras de la pasividad,
del acatamiento, del conformismo y de la complicidad con el mundo patriarcal.
En Estados Unidos, en Inglaterra, en Alemania,en Bélgica, en Holanda y en los
países escandinavos “las mujeres infernales” queman corpiños, proclaman “la
libertad de sus vientres”, renuncian al trabajo doméstico, pisotean los
cosméticos, vociferan contra las tiras televisivas que exaltan el eterno
femenino y contra la publicidad erótica que las convierte en productos,
pellizcan las nalgas de los insolentes, derriban a los gendarmes con pases de
judo y de karate, exigen la jornada de veinte horas semanales y la equiparación
con los salarios masculinos.
¿Quién puede predecir los
resultados de esta lucha desaforada y a veces incongruente por una libertad y
una igualdad sin fraternidad?
El hombre es juez y parte.
La mujer también.
A falta de árbitros, tal vez
haya que apelar por fin al “ser humano”.
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