Alfonso Sola González con su esposa Graciela Maturo |
Testimonio de Olga Orozco sobre Alfonso Sola González
Allí estaba, frente a mi puerta, en aquella Nochebuena de 1940, tímido, sonriente y confundido, con su aspecto de príncipe errante, dispuesto a entregar una carta y a seguir marchando contra el viento y bajo la tempestad. Le insistí para que se quedara a la cena de medianoche. Recuerdo su espíritu de celebración- a pesar de las ráfagas de melancolía que apagaban a ratos las chispas azules de sus ojos y se filtraban en sus silencios y en sus palabras- y el exaltado fervor con que colaboró con todos los despliegues pirotécnicos cuando cesó la lluvia. Bengalas, chorros de estrellas, fuegos de artificio y globos iluminados despertaban en el él un azoramiento y un entusiasmo casi infantil, como los que pueden provocar los incandescentes emisarios de otros mundos. Entendí después que él mismo era un mensajero, alguien que llega herido, sobreponiéndose a las apariciones y a las acechanzas del camino, y parte otra vez, convaleciente, para llegar a otro lugar con la herida de lo que acaba de dejar.
Continuamos viéndonos regularmente. Sus viajes desde Paraná hasta Buenos Aires eran entonces frecuentes. Llegaba sorpresivamente con un revuelo de arcángel, frágil y delicado, elegido para una invariable juventud como casi todo geminiano. Aparecía con su ceremonioso traje azul, su impecable camisa blanca de cuello duro y su permanente aire de desarraigo, de andariego destierro, dispuesto a pasar tres o cuatro noches sin dormir. ( A veces añadía a su candorosa solemnidad la distancia de un par de anteojos ahumados, para llorar disimuladamente algún amor desdichado, de acuerdo con su propia confesión). Ignoro cómo eran sus días en un sombrío hotel de luces verdosas, donde a veces se le aparecían de escalón en escalón las pálidas manos de Virginia Donatelli, asesinada, descuartizada y arrojada en un lago de Palermo hacía unos veinte años. Yo lo encontraba por la noche. Lo veía entrar a casa de Daniel Devoto por el balcón, de acuerdo con la costumbre establecida - en un alba confusa se deslizó también equivocadamente, por maliciosa indicación de alguien, en el departamento de una beata madrugadora que se vestía para ir a misa y alborotó a todo el vecindario con sus escandalizadas jaculatorias-. Nos reuníamos en casa de Oliverio Girondo y Norah Lange o en mi propia casa, en alguna cantina de La Boca, en un bar de la calle Catamarca hacia el que nos arrastraba bajo un cielo ya lívido Eduardo Bosco. No diré que en toda ocasión nos sorprendía la madrugada, porque la madrugada no sorprendía a nadie: era una comensal habitual, la última recién llegada.
Al partir hacia Paraná, Alfonso llevaba estampadas en las ojeras las desmedidas trasnochadas y en el cuello duro de la camisa líneas de poemas, firmas, mandalas y recomendaciones de último momento. Las llevaba no sólo naturalmente sino con cierta indolente alegría, como quien sabe que sólo lleva una protección y un abrigo para buena parte de la travesía.
Era la época que siguió a la aparición de la revista Canto, después a la de Verde Memoria, cuando Daniel Devoto inició generosamente las ediciones de Gulab y Aldabahor, el tiempo en que conversábamos inagotablemente de literatura y en que la mayoría de los poetas cultivaban un desapego de hijos pródigos, despreciaban la prudencia y el orden y apostaban a la vida o el porvenir a peligrosas aventuras, aunque sólo las cumplieran en un espacio de proyecciones atemporales, como se cumple la poesía misma. Allí, Alfonso habitaba una mansión de piedra entre reyes olvidados y servidores mudos, y vivía un amor devorador, absoluto e imposible. Yo le preguntaba por sus lebreles, por sus posesiones en Lochem, donde en la más alta ventana de una torre ruinosa le esperaba una mujer llamada Palemor, que tenía un candelabro de plata en la mano y miraba hacia el ocaso herrumbrado de un jardín taciturno.Preguntar todo esto era casi preguntar por el asunto mismo de sus espléndidos, lujosos y agónicos poemas. Pero la historia tenía variaciones: a veces las uñas largas de Alfonso o sus dientes algo encimados con agudos incisivos servían para componer un lánguido vampiro enamorado que tenía prisionera a Palemor; otras, la palidez y la demacración de él eran evidencias de que Palemor era una perversa aparecida, una muerta capaz de resucitar por la fuerza de la apasionada carne, y entonces Alfonso pasaba a ser el incestuoso hermano fugitivo o el aterrado visitante que huye como en La caída de la casa Usher. Las posibilidades de combinación eran muchas, casi inagotables, matizadas por injertos de personajes reales y fantásticos, entre los que planeaba también la sombra del Gran Meaulness, huyendo hacia el mar y las tumbas de Lofoten, ese lugar de maelstroms que Milosz se lamentaba de no poder ver jamás, armado con ese laúd constelado de Nerval que "lleva el sol negro de la melancolía".
Y de pronto el grupo se dispersó, como si cada uno hubiera sido convocado urgentemente desde otro rincón del mundo, desde otro rincón de su biografía, desde otro rincón del insomnio. Algunos años después tuve noticias indirectas: el "Flaco" Sola se había casado, vivía en Mendoza, tenía una cátedra en la Universidad de Cuyo, era el padre feliz de seis criaturas. Me confirmó esos datos desnudos, sin demoradas y carnosas envolturas durante una controvertida Feria del Libro que me llevó a Mendoza incautamente en 1967 y en la que nos encontramos por brevísimos minutos, minutos concedidos como un homenaje de amistad venciendo el rechazo que le producía la organización de aquella Feria que había tenido en cuenta escasamente a los escritores del lugar, hecho que provocó mi rápido regreso.
Unos años después, en 1974, me visitó en Buenos Aires. Llegó a casa al atardecer y subimos enseguida en un inmenso carricoche con todos los amigos muertos y los pocos, poquísimos, que aún quedaban vivos, y viajamos por la noche recorriendo otras noches, historias, fiestas, fervores, despedidas, con paradas obligatorias para la poesía y para otro brindis a cada vuelta de la esquina. Fue un paseo extraño. inquietante, fantasmal, en que se nos perdían grandes trozos de ciudad, años enteros, personajes y frases, bajo lentas avalanchas de arena. Se lo llevó el alba, como siempre.
No lo vi nunca más. Cuando me dijeron el final, pensé que había logrado abrir la puerta, esa que llevaba consigo, y que daba a Lochem o a algún otro lugar que lo esperaba con su eternidad, y repetí entonces para él unas palabras de La Casa Muerta, que creía olvidadas: "Ya has pasado la muerte, ya has vencido".
Olga Orozco, Homenajes en el aniversario de su muerte, Mendoza,
Los Andes, 24 de octubre de 1993
en Obra poética de Alfonso Sola González, Ediciones Biblioteca Nacional, Bs As 2015
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