Un caballero supersticioso, acosado por los buenos y malos augurios, revela sus secretos para uso exclusivo de los fanáticos y los desaprensivos.
Fue como si chistaran, como si una tela se rasgara, como si cortaran la noche con un amortiguado tijeretazo. El señor Sprobius se sobresaltó. Tocó el trozo de hierro que guardaba siempre debajo de su almohada: ninguna precaución era suficiente. El graznido otra vez. No cabía duda: era una lechuza. ¿Qué muerte estaría anunciando? Silencio. ¿Y si fuera la propia, la suya, la del siempre amenazado señor Sprobius? Musitó, por las dudas, tratando de representar al ave agorera: “Con dos te veo, con cinco te espanto, la sangre te bebo y el corazón te parto”. Dibujó con mano temblorosa una cruz en el aire. ¿Bastaría con eso? Se incorporó, hurgó en el cajón de la mesa de noche y encontró y acarició lentamente el pedazo de madera que guardaba allí por si acaso. Empezaba a amanecer; la hora de las agonías, la hora en que el reflujo de las mareas se lleva las almas y deja la resaca. No, no podía ser. ¿Acaso no había encontrado esa mañana entre los macizos de ruda macho, un promisorio trébol de cuatro hojas? Claro que también se le había cruzado un gato negro, pero había tenido la precaución de desandar el camino. No, no había nada que temer. El señor Sprobius se adormeció sobre praderas verdes; se sumergió en un sueño tranquilo y profundo. Cuando despertó el sol estaba alto. Se levantó apresuradamente. Deslizó el pie izquierdo en la zapatilla. ¡Maldición! ¡El pie izquierdo! Un descuido irreparable. Apartó el pie como si lo hubiera apoyado sobre una brasa; y consciente, prolija, minuciosamente, se calzó el pie derecho. Se incorporó. Desplazó ostentosamente hacia adelante la pierna derecha y se encaminó al baño. Mientras se duchaba, siguió sintiendo una molestia en la barbilla: lo de siempre, ese pelo enquistado. Salió de la bañera. ¿A ver? Buscó en el botiquín el espejo de mano. No, de ese lado no; del lado del aumento. Al volverlo, se le zafó inexplicablemente de la mano. Fragmentos, astillas, polvo de fatalidad fue lo que vieron los ojos desmesuradamente abiertos del señor Sprobius. ¡Siete años de desgracia! Recogió con resignación los pedazos de su infelicidad futura y los arrojó en el canastillo (con la mano derecha, por lo menos). Se encaminó tristemente hacia su cuarto, se vistió. Cuando se enfundaba en su impecable traje gris, advirtió que había dejado la percha sobre la cama. ¡Y el sombrero! ¡También el sombrero! Tuvo ganas de llorar pero se contuvo. Bastantes lágrimas anunciaba ese cielo plomizo; encapotado. Al pasar por el vestíbulo recogió el paraguas. ¿Cómo habría quedado el arreglo de aquella quemadura en la tela? ¡Ah, no!, esta vez no lo pescarían. No lo abriría dentro de la casa. ¡No! El señor Sprobius alzó el paraguas como un estandarte arrebatado de manos del enemigo y salió triunfalmente de su casa.
En el camino apareció debidamente el cielo color pizarra atravesado por brillantes haces de luz. ¿Llovería? ¿No llovería? Si llovía con sol, se casaría una vieja. ¿Por qué no? No había nada de extraño en que un primer hecho tan extraordinario trajera aparejado un segundo suceso no menos singular. Pero, ¿cuál sería esa provecta dama que cuajaría sus azares con brillantes gotas diamantinas? Ojalá no se tratara de su tía Eulalia. Porque hoy era martes, y ya se sabe: el martes, no te cases ni te embarques. No, Eulalia, no. Ya tenía demasiado con su reuma, su pie plano y su doble mentón, además de ser jubilada, para afrontar las iras del planeta Marte, regente del nefasto día martes: violencia, choques, conflictos, peleas, conflagraciones, guerras, sangre. Un campo magnífico para médicos y militares. Pero, ¿qué pareja, por avenida que pareciera, podría soportar semejantes influencias? No la que pudiera formar la timorata Eulalia, por cierto. Había que ser prudente. La prudencia…-¡Prudencia, dije, caramba!- exclamó el espantado señor Sprobius, y se detuvo en seco, ya a punto de pasar por debajo de una escalera, y prosiguió, después de lanzar un suspiro de alivio -: ¡A tiempo, menos mal! El castigo que acabo de esquivar está relacionado con la cólera celestial. Es fácil deducirlo: esta escalera, con la línea de la pared y la del suelo forman un triángulo: el triángulo equivale a la Santísima Trinidad, y si yo pasara por allí, profanamente, profanadoramente, mejor dicho, lo rompería. Me interpondría, como un verdadero intruso, torpe y desaprensivo, entre las tres personas divinas. Y aunque el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo disimularan y fueran clementes conmigo, nada bueno podría resultarme de una indiscreción, ¿qué hago?, de un atropello tan monstruoso, tan desconsiderado. Por otra parte, por una escalera suben al cielo los ángeles y los santos. ¿Quién me dice que ahora, por esta humilde escalerita, sucia y descascarada, no están subiendo hacia las alturas cortejos enteros de invisibles bienaventurados? No, no pasaré por debajo de vosotras, ánimas sagradas. Guardaré el debido respeto. Trazaré con devoto paso el reglamentario semicírculo que contorneó la ascensión sobrenatural o el simbólico triángulo de la Trinidad.
-¡Qué Dios os bendiga seres alados!- reiteró ya sorteado el peligro-. ¿Alados, dije? Alada era la lechuza que cantó esta madrugada. Mala suerte haberte oído, pajarraco, compinche del demonio, testigo insomne del Sabbat. ¿Acaso no viajabas con la bruja, desdentada pionera de la aviación, hacia los abominables aquelarres? Y tú también, gato negro que te me atravesaste ayer por la mañana. ¿Quién me asegura que tu indomable naturaleza felina no encarna aún el espíritu rebelde del diablo? ¿Quién me certifica que mientras ronroneas lánguidamente en la cocina, junto a una anciana de apariencia candorosa que trajina entre ollas y cenizas, no están esperando los dos la hora de las brujas para remontar el vuelo?
El señor Sprobius se sacudió, víctima de un violento escalofrío. Veía nítidamente la escena: la hechicera cocinando sus ungüentos con batracios inmundos y sangre de niños inocentes en humeantes marmitas; su prójimo inmediato, su cómplice enmascarado – el gato doméstico- , habitado por el alma retinta de Satanás; la escoba dispuesta para el viaje nocturno entre las sombras densas como alas membranosas, como alas del infierno.
-¡Diablos! gritó hacia adentro, en el colmo de la angustia-.Aquel no es Salomón Strabius? ¡Y yo tan abstraído, como siempre, en mis ensoñaciones!
Un personaje enlutado, con aire de ciprés que camina sin pausa y sin prisa como la estrella- como la negra estrella, en este caso-, se desplaza sigilosamente por la acera de enfrente. Apostado detrás de un árbol, espiando con ojos desorbitados, el señor Sprobius recitó para sí mismo las palabras del profeta Pitré: “El jettatore se caracteriza por una fisonomía acerca de la cual no es posible equivocarse: tiene un rostro flaco y de color aceitunado, los ojos pequeños y ligeramente hundidos, la nariz larga y aguileña y el cuello también muy largo. En cuanto se le divisa, es preciso precaverse contra él no siendo inútiles las precauciones aunque solo se pronuncie su nombre a vuestro lado. El talismán más eficaz contra la jettatura es el hierro, pero en casos urgentes cualquier metal puede servir”. El señor Sprobius lamentó haberse olvidado el reloj, tener un molar con corona de porcelana y no usar nunca alfiler de corbata, ni espada, ni escopeta, ni cuchillo. Por supuesto, a falta de hierro… Pero el hierro era la verdadera salvación: un elemento tan duro y resistente que transmitía fuerza a su solo contacto, proveyendo al temerario y al aprensivo de una sólida, poderosa, invulnerable coraza. Hasta los cofres llevan consigo un pedazo de hierro para que ninguna arma ni espíritu maligno los alcance. Y pensar que su herradura, no solo hierro sino luna (forma de luna en creciente: sumamente favorable) y también velocidad e intrepidez (contagiadas del caballo) estaría muriéndose de risa en su casa, por los siete agujeros de sus clavos.
Buscó ávidamente en sus bolsillos, nada, ni una moneda, aunque no fuera agujereada. Sacó la mano derecha, la esgrimió hacia adelante y apuntó en dirección al pobre Salomón Strabius. ¿Lo mató? No. Ese meñique y ese índice extendidos y el resto de los dedos encogidos solo podían servir-como simulación de otra luna en creciente o como manera de luchar contra el diablo con alguno de sus mismos atributos- para contrarrestar las emanaciones maléficas que exhalan los jettatore , los bizcos, los jorobados y los curas, de acuerdo con indiscriminadas e impías y malvadas acusaciones. Pero los cuernos no fulminan a los “fúlmines”. La prueba es que Salomón Strabius continuó impertérrito su irrevocable marcha. ¡Pobre Salomón! Como el personaje de Pirandello, a falta de otra ocupación, no tenía más remedio que capitalizar su ausentismo: los grandes almacenes L. y las grandes joyerías K. le asignaban una discreta renta con tal que no los llevara a la quiebra apostándose en sus puertas o junto a sus escaparates. Pobre Salomón: tenía la mirada velada por la vergüenza y la miopía. No se parecía al envidioso señor Fribonius, que realmente tenía los ojos cargados a ojos vista de mal de ojo. De ellos irradiaba un destello satánico, tal vez incontenible, tal vez intencionado. ¿No se decía acaso que había quebrado piedras preciosas y cristales con solo ponderarlos? ¿No había enfermado a la yegua del vecino y a pandillas enteras de chicos que apedreaban o saqueaban sus viñedos? Por otra parte, toda la antigüedad, filósofos, cronistas y grandes letrados, se han referido a esta ponzoña visual, a este “pus visibo” que fluye y se transmite por medio de la mirada, desde los putrefactos sentimientos del propagador. Según don Enrique de Villena, excelso nieto de Enrique II de Castilla, caballero que sabía más del cielo que de la tierra, los síntomas del “aojamiento” o mal de ojo son los siguientes: el enfermo permanece sin ánimos, ni siquiera para sentarse, tiene los ojos bajos, suspira continuamente, se queja de angustias que no sabe determinar y de colores imprecisos en todo el cuerpo, le acometen súbitos fríos y calores, pierde el apetito, sufre de estreñimiento, abre la boca inconteniblemente, se le afina el oído y oculta los pulgares entre los dedos de las manos cerradas. Contra todo ello el remedio más antiguo consiste en hacer bostezar al enfermo o en bostezar en nombre de él hasta que cruje la articulación temporomaxilar, con lo cual se expulsa el embrujo, hijo de la codicia o de la envidia, que se ha ganado dentro de la víctima. A su turno, Fray Martín de Castañeda, experto en supersticiones y otras hierbas, aconseja preservar a los niños de tal mal pegándoles en la frente un espejo que atraiga a las miradas funestas y las desvíe de los permeables ojos infantiles, con lo cual el fluido maléfico…
-¡Espejo!-farfulló el señor Sprobius con boca convulsa, y se golpeó la frente como un fruto aguachento al recordar el infausto episodio de esa misma mañana-. ¡Espejo! Espejo, espejito, ¿hay alguien más desdichado que yo? –exclamó en seguida, casi al borde de las lágrimas, parodiando descaradamente a la madrastra de Blanca Nieves, y sin hacer ninguna pausa prosiguió-: Trizado, roto, destrozado, hecho polvo, como mi voluntad y mi corazón.
Vio desfilar frente a sí, con calenturienta imaginación, todas las calamidades que podrían o no podrían abatir su vida sedentaria: problemáticos naufragios, una casa partida por el rayo, imposibles desastres sentimentales ya que era misógino por naturaleza, mordeduras de canes rabiosos, invasiones de polillas, caries y dispepsias. Ignoraba que, de la misma manera en que había parodiado inconscientemente a la madrastra de Blanca Nieves, estaba imitando ahora a los miembros de una tribu primitiva que creían y creen que el alma humana está alojada en la imagen que se refleja en cualquier superficie bruñida: a espejo roto, espíritu quebrado. Y si hubiera leído “La rama dorada” de Frazer, por ejemplo, hubiera completado con otros detalles ese mágico axioma: “Cuando los motumotu, de Nueva Guinea se vieron por primera vez en su espejo, creyeron que lo que veían eran sus almas. Los zulúes no miran el interior de un pozo oscuro, pues piensan que en él hay un animal que les cogería sus imágenes reflejadas en el agua y así ellos morirían. Los basutos dicen que los cocodrilos tienen el poder de matar a una persona arrastrando su imagen bajo el agua”. Y tan clara como ésta, se le habría aparecido la explicación de por qué en algunos lugares se cubren los espejos o se los vuelve contra la pared cuando alguien muere: “Se teme que el alma, proyectada fuera de la persona en forma de reflejo en el espejo, pueda ser llevada por el espíritu del muerto, que comúnmente se supone que ronda por la casa antes del entierro.”
El señor Sprobius, ajeno a estas curiosidades etnográficas y antropológicas, recorría en cambio otros hechos que confirmaban y fortalecían su creciente temor:
-Me levanté con el pie izquierdo, ¡mal rayo que no me parta!, y puse el sombrero sobre la cama. He quebrado el orden natural. He roto el equilibrio entre los contrarios. El lado derecho es el propicio porque está ligado a lo noble y a lo diestro, de la misma manera que la mano derecha es la que se utiliza en todos los actos que requieran destreza o habilidad. Para subir al templo, para iniciar la danza, para salir de la casa, para entrar en ella, para comenzar el día venturosamente hay que adelantar primero el pie derecho. “¿No llegó a imaginarse el mismo Augusto que una sedición promovida entre los soldados de su guardia era debida a que se había calzado el pie izquierdo con el zapato derecho?” ¿Y no había quienes castigan a los santos duros de oído invirtiendo sus estampas? ¡Y el sombrero a los pies de la cama! ¡Mucho peor! ¡Cómo ha podido alterar la oposición entre lo alto y lo bajo, colocando lo que debía estar en la cabeza en el lugar donde pongo lo inferior! Sólo un espíritu abyecto como el mío, sólo un insecto sin antenas como yo, sólo un ser proclive a los declives más deleznables puede caer en semejante error.
El señor Sprobius se golpeaba el pecho mientras recitaba, con la cara hacia arriba y los ojos en blanco, algunos versículos de su “credo” personal, que, por otra parte, era bastante universal:
-No poner las asentaderas ni los pies sobre una almohada, no apoyar la cabeza en un cojín, no sentarse sobre un recipiente que contenga comida, no anudarse el taparrabos alrededor del cuello. No etcétera. No etcétera. No etcétera.
Las últimas consideraciones fueron rociadas por gruesas gotas de lluvia, lentas y pesadas. El señor Sprobius abrió su paraguas y sonrió con complacencia. Con dos complacencias: el remiendo en la tela era casi invisible, y acababa de recordar que casi, casi, había abierto esa misma mañana el paraguas en el vestíbulo de su casa, lo cual habría valido a convocar sobre ella todas las furias desatadas. La protección contra la tempestad se convierte, por su uso inadecuado, en atracción simbólica de la misma en cualquiera de sus aciagas formas: enfermedad, fracasos, mala suerte. Era posible o era seguro que el origen de tal suposición nacía de una escena común en la campaña o en lugares aislados: el médico o el cura que llegan heroicamente en medio de una noche de lobos a recoger el último suspiro del moribundo, y entran en la casa arrastrados por las potentes ráfagas de la tormenta, luchando cuerpo a cuerpo con los paraguas como tenebrosas bestias de alas indomables y obstinadamente abiertas. Y por si fuera poco, el sacerdote coloca una cruz sobre la cama mientras administra la extremaunción. Una cruz: dos brazos atravesados como los de una percha, dos brazos para abrazar estrechamente a los agonizantes y arrebatarlos hacia el más allá. ¡Y él había cometido la torpeza de poner una percha sobre su cama mientras se vestía! Era como poner la cabeza sobre el tajo, como facilitar la caída de la centella, como abrirle la puerta a los vampiros y a los ladrones.
El señor Sprobius ansió sumergirse en las aguas de un Ganges purificador, deseó emprender penosas peregrinaciones a la Meca, anheló arrodillarse sobre hirientes puñados de maíz a manera de castigo y de expiación, y sintió en la garganta un dolor áspero y agudo, como si acabara de tragar un puñado de arena. Después apartó la vista del escenario de sus múltiples tragedias y se dirigió a la pared. Había llegado. Esa era la entrada del club. Esa chapa indicaba el malhadado número: 13. Mientras cerraba resignadamente su paraguas, el desquiciado señor Sprobius pensó:
-Del árbol caído todos hacen leña. Me había olvidado de esta última fatalidad: trece, para completar. ¿Cuál no será el efecto de este número cuando en algunas partes existen empresas que reclutan comensales n° 14 y les asignan excelentes sueldos para que asistan a reuniones con desconocidos que tienen la mala suerte de ser trece? Son ángeles salvadores, claro. Soldados y abanderados de la buena fortuna. Por supuesto que para los cabalistas el trece no tiene significación funesta, porque si bien es el número de la muerte en el Tarot, significa también renacimiento, una etapa nueva, y hasta la inmortalidad. Y tampoco ignoro que San Cipriano marca con este número la aparición de Jesucristo ante los pueblos, porque 13 días después de su nacimiento la estrella misteriosa develó su advenimiento a los tres Reyes Magos. Pero ¿de qué me vale esta sabiduría? ¿Acaso no fueron trece también los que asistieron a la Ultima Cena? ¿Y qué mayor catástrofe pudo sacudir la tierra y los cielos que el resultado de aquel ágape sobre el cual ya planeaba la traición? ¿Podía Jesús eludir su destino? ¿Podía Judas eludir su condenación? ¡No, no, eso nunca! ¿No había derramado la sal, el infeliz, en aquella noche adversa? ¡La sal, el elemento esencial, la moneda de cambio de muchas épocas, la preciosa antepasada de la frigidaire para la conservación de los nobles alimentos y, por lo tanto, el signo inequívoco de lo intemporal, de lo invariable, de lo incorruptible! ¡Nada menos que la sal! ¡Ignominia y oprobio sobre él! Y ese morboso, complaciente, predestinado réprobo no había atinado ni siquiera a manotear la sal y arrojar tres puñaditos de su cristalizada desventura sobre el hombro izquierdo, aullando su conjuro en las orejas del tentador: “¡Satán, Satán, toma tu parte y vete!”. En el colmo de la reprimida exaltación que agitaba su pulso y aceleraba peligrosamente los latidos de su corazón, el señor Sprobius miró la hora en el reloj de las carmelitas: la una. ¿La una? ¿Y por qué no las trece, miserable? –se dijo, y mientras subía la escalera, sudoroso, casi epiléptico, balbuceaba:- ¡El trece otra vez!
El señor Sprobius penetró el amplio y sobrio comedor en donde se encontraban sus ex compañeros del colegio nacional, dispuestos a iniciar el banquete anual de camaradería. Los contó rápidamente. Eran trece. Las trece cabezas se volvieron ansiosamente hacia el recién llegado. Consciente de su importancia, de su personalidad única, extraordinaria, irremplazable, el señor Sprobius se sacudió su hipocondría, sacó pecho y ocupó airosamente, tras recibir un más que entusiasta Bienvenido, su sitio de comensal n° 14.