Jacobo Sefamí |
Recuerdo vivamente Mutaciones de
la realidad, el primer libro de Olga Orozco que tuve entre mis manos. Me
impresionó la cadencia de sus versos, el ritmo de oleaje que batía con una gran
contundencia. No sé por qué me imaginaba que Olga Orozco era una mujer alta que
leía sus poemas alzando los talones del pie, como si estuviera tratando de
alcanzar las alturas. Nunca viví en los sitios en que residía Olga. Sólo tuve
la oportunidad de estar con ella en tres ocasiones. Quizá esos encuentros
fueron simbólicos de los espacios de mi tránsito y de mi memoria. Los atesoro
porque son escasísimas las ocasiones en que uno tiene la oportunidad de estar
con una sibila, una poeta de tan alta envergadura.
1. Finales
de 1990. Alguien me dijo que Olga Orozco estaba en Nueva York de visita por una
semana. Me emocionó mucho saberlo y de inmediato la llamé por teléfono. Al día
siguiente, estaba yo en el loft del East Village donde se alojaba Con un amigo.
Lo primero que me llamó la atención fue su sencillez. Me vino a saludar como si
me conociera de años, sin darse cuenta que yo la miraba como si se tratara de
una actriz de Hollywood, con una avidez que había crecido durante años en mi
admiración y que se mantenía expectante y curiosa frente a la persona de carne
y hueso. En sus ojos verdes había una picardía que afloraba con su voz ronca.
No era la poeta alta que yo imaginaba, sino una mujer que miraba desde la
profundidad y nunca desde la pretensión ni la arrogancia. Durante esa semana
accedió a conversar conmigo para un libro de entrevistas que yo preparaba, en
donde se incluían a otros poetas de su generación: Gonzalo Rojas y Alvaro Mutis
(también aparece José Kozer)1. La invitamos, asimismo, a dar una charla en New York
University, donde yo trabajaba. Olga sabía leer muy bien su poesía; a pesar de
que se trata de un lenguaje sofisticado y con imágenes muy elaboradas, su voz
se oía muy natural, como si saliera de su habla cotidiana. Recuerdo, por
ejemplo, el poema «Tú, la más imposible», escrito después de la muerte de su
hermana. El ritmo elegiaco del texto sonaba casi a una conversación (un monólogo,
debo decir), a una lamentación que viajaba con el versículo largo, acompasado
del dolor.
2. Impulsado por la ya cariñosa amistad con Olga,
decidí viajar a Bu Aires en el verano (invierno en Argentina) de 1992, en
compañía de mujer. Era mi primer viaje a esa ciudad. Olga insistió mucho en que
nos quedáramos en su casa. La llamé varias veces desde el aeropuerto pero nunca
contestaba. Perplejos ante esta situación, decidimos ir directamente a
domicilio. Nos recibió muy consternada, diciéndonos que le habían «robado» la línea
telefónica. Nos dijo que escribiría alguna nota para un periódico para
protestar porque los encargados de la telefónica se quedaba con los brazos
cruzados frente a esta situación. Eran las once de la noche; suponía que
tendríamos hambre y se fue directamente a la cocina. «Ahora les preparo algo
sencillo». En menos de veinte minutos ya teníamos un bife enorme en la mesa.
«Ya llegué a Argentina», me dije para mis adentros. Durante la semana que estuve allí, Olga se desvivía
por atenderme. Me presentó a Enrique Molina, el otro gran poeta de la generación,
a quien tuve la oportunidad de entrevistar en su casa. También invitó a otros
amigos escritores, fuimos al teatro, a librerías... En pocos días nuestra relación
se había hecho muy cercana, casi íntima, al grado de que mi mujer se sentía
celosa. Le recordaba el cerco estrecho que había entre mi madre y yo, y al que
ella no podía acceder. Curiosamente, mi mujer volvió intempestivamente a California
al oír que nuestro hijo besaba su foto sin cesar y con lágrimas continuas pedía
que regresara. Yo pasé unos días más con Olga, conversando y recorriendo las
calles de Buenos Aires.
3.En
1998, Olga Orozco fue merecedora del Premio Internacional de, Literatura
Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo. Los organizadores de la Feria
Internacional del Libro de Guadalajara invitaron a un grupo selecto de estudiosos
a hablar de Olga Orozco en una sesión especial dedicada a su obra. Al parecer,
Olga dio mi nombre, así es que tuve la fortuna de volver a verla, ahora con
motivos para celebrar, en Guadalajara. Entre los acompañantes estaban Cristina
Turró, Juan Gelman y su mujer Mara, Elba Torres de Peralta, Gustavo Segade,
Myriam Moscona y Elba Macías (Julio Ortega también formó parte de la mesa de
homenaje). Le daban un premio muy importante (quizá el más importante de
Latinoamérica), pero su actitud no había cambiado en lo absoluto. Los bellos
discursos de Olga y de Gelman ante una gran multitud fueron muy gratos para mí
porque destacaron las virtudes de la poesía en un mundo tan materializado como
el nuestro. Con Olga, Gonzalo Rojas, Octavio Paz, Álvaro Mutis, Enrique Molina
(por solo mencionar escritores de su generación) y tantos otros, la poesía
persistirá en nuestras vidas aun si tiene que ir contra viento v marea. La
persona de carne y hueso nos ha dejado, pero la personas creadas en su poesía
seguirán viviendo cada vez que uno de nosotros abra uno de sus libros y lea: “Sube,
sube, fulgor, / entreabriendo algo más la sustancia opresiva de noches sobre
noches, / como si aprovecharas toda mi oscuridad para existir. / Quizá sea una
brasa que enterré, / una gran quemadura sofocada por las separaciones y la
lejanía, / y ahora será un nombre, una mirada, algún beso que vuelve, que
atraviesa como una incandescente cicatriz el espesor de mi destino,» («Ahora
brilla otra vez»).
1. Cfr. Jacobo Sefamí, De la
imaginación poética. Conversaciones con Gonzalo Rojas, Olga Orozco, Alvaro
Mutis y José Kozer. Caracas: Monte Ávila Editores, 1996.
en "Olga Orozco: Territorios de fuego para una poética" Inmaculada Lergo Martin (coord) Universidad de Sevilla, 2010
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