El destino tormentoso de la notable escritora que vivió, como ciertas flores, buscando el sol: calor para su cuerpo y luz para su espíritu.
“Hay una isla en el Pacífico que no tiene dulzura, pero sí una salvaje belleza, grandes y torrentosos ríos, enormes montañas, estupendos bosques. Cerca de la costa, la civilización ha puesto su mano y así ha surgido una ciudad llena de fuerza y de vida. Lejos de ella, en un trozo de campo que une la ciudad y la selva, se levanta una casa vieja y grande, cuadrada, blanca, con una galería a lo largo del frente; la rodean puertos y jardines; una fuente donde los patos nadan pacíficamente y una dehesa en la que pacen los caballos.
En una piedra encumbrada en la ladera, más allá de la casa, estaba sentada una niña, observando la salida del sol…El sol se tragaba la niebla. No era un dragón, no, pero podía tragar todos los mundos de niebla; aunque siempre pasaba un rato antes de que alcanzara el rocío escondido en los pétalos o en el hueco de las hojas”. (Nélida Gardner White: La hija del tiempo)
La niña se llama Katherine Mansfield-Beauchamp, ha nacido el 14 de octubre de 1888 en la áspera isla, Nueva Zelandia; la ciudad pujante es Tinakori Road. Katherine crecerá mirando desesperadamente hacia el sol como ciertas flores. No, tampoco ella es un dragón, pero beberá las nieblas de su país natal, de Londres, de París, de Suiza, para que no se interpongan entre la luminosa calidez y ese temblor de pétalo aterido que le congela el corazón. Sólo conseguirá crear un mapa de niebla que crece, se extiende y la devora en el momento mismo en que alcanza el sol.
Cien años y una flor
La niña, ensimismada, ensaya jugar a lo maravilloso: se convierte en helecho, en martín pescador, en agua que corre, trasparente. Asume la vida de pequeños seres después de observar sus movimientos, sus colores, su manera de reposar. Busca entre la selva de rosas, de campánulas, de geranios. Hay algunas que tienen ojos aterciopelados y pétalos como alas de mariposas, dispuestas a volar. En el centro se alza un islote herboso, y una planta gigantesca de hojas gruesas, verdegrises, erizadas de púas. La planta parece una extraña barca en lo alto de una ola.
La está mirando cuando se acerca su madre.
-Mamá, ¿qué es esto?-pregunta.
-Es un aloe, Katie. Florece cada cien años.
-¿Y lo veré florecer?
-Sí, lo verás. Por supuesto que lo verás. Y lo verán tus hijos y tus nietos.
Katie se estremece, como si un siglo hubiera corrido en una ráfaga. Sí, lo verá. Y también el pequeño Chummie, el hermano menor, que berrea como un cordero entre las lanas de la cuna cuando ella se empina, estirando sus piernas cortas y regordetas, para mostrarle una piedrecita rosada o un huevo de jilguero.
Hacia la bruma
A los trece años es una adolescente pálida y espigada, con flequillo recortado sobre la frente, larga cabellera castaña y vestidos de terciopelo castaño que armonizan con el color de su violoncelo, creando una imagen de melancolía y afelpada monotonía para tardes de lluvia en una sala de cristales empañados. Está enamorada del pelirrojo hijo de su profesor de música, y hablan de viajes y de triunfos.
El se va primero. Poco tiempo después las tres hermanas-las dos hermosas y superficiales y la niña intensa, de mirada oscura y abstraída- se despiden, con el brazo en alto, de su infancia encantadoramente agreste, arropada y colonial, desde el barco que las lleva hacia Londres.
Está en Queen s Collage, de Harley Street, aprendiendo la bruma, ensayando suspirar, descubriendo los ídolos que se alzarán sobre un pedestal de fervores. Dirige la revista escolar y escribe versos. Años después anotará en su diario: “Me parecía que nadie veía como yo. Mi espíritu era como una ardilla. Recogía y escondía mis tesoros para el largo “invierno” en el que los volvía a descubrir. Y si alguien se acercaba, me subía de un brinco al árbol más alto, más oscuro, y me escondía entre sus ramas…”
Pero un día el árbol se agita y la deposita otra vez bajo el misterioso árbol de Nueva Zelandia.
Después del enrarecido aire de Londres, le resulta difícil respirar el aire libre, el aire excesivo con olor a retama.
Son dos años de asfixia, dos años de rebelión en el empequeñecido ámbito prejuicioso, mediocre, provinciano, que sólo se amplía nuevamente en los ojos de Chummie cuando descubre para él sus secretos, sus sorpresas, sus historias y sus juegos. Junto al deslumbrado rostro infantil, la cabellera castaña enmarca un rostro cada día más delgado, más tormentoso.
Pero no escatima recursos para volver a partir. Los encuentra en todos los posibles desafíos: arriesgadas excursiones a la selva, venta de sus escritos a las revistas de Melbourne para comprar una difícil independencia, colérico rechazo de trajes y reuniones, furtivas escapadas nocturnas que retoca, al regreso, con silencios, con sonrisas y miradas cargados de misterio y lejanía.
Un día el padre recoge el rumor de que ese misterio y esa lejanía los contrae en el puerto, bailando en cafetines con un anónimo marinero. Entonces accede, más viejo, más cansado, más herido. Le concede una pensión de cien libras anuales y espera, tiernamente, que no se corte ninguna ligadura.
Katie se va. Se aleja del padre afectuoso y jovial, de la madre reticente y burlona, de la reconfortante abuela que huele a lavanda, del sensible Chummie que tiembla como una llama, del aloe que tal vez florecerá en su ausencia.
Se va, de cara a la bruma y de espaldas al sol.
Borradores para un destino
Cuando llega a Londres tiene veinte años, un violoncelo, un talento que todavía no ha descubierto y un enamorado que quizá deja de serlo.
El joven pelirrojo y la muchacha pálida se encuentran. La música los une por algunos momentos que se prolongan en paseos sobre doradas hojas que se van volviendo grises. Con las últimas, ya fantasmagóricas, él parte hacia Alemania absorbido por el vivo remolino de la música.
Ella pone su vida al amparo y al desamparo de algunas ambiguas consignas de Oscar Wilde: “No dejes que nada se pierda en ti”, “Teme a la nada”, “Castramos nuestras mentes hasta renunciar a nuestros cuerpos”. El vértigo ante el vacío le lleva primero hacia el oportunista hermano del ausente, y la arrastra después, en seguida, hasta el Registro Civil, tomada de la mano de George Boudent, un oscuro organista de buenos modales y malísima suerte. Tanta, que cuatro días después de la boda, mientras él se anuda la corbata frente al espejo, con un ademán como de futuro ahogado, surge desde atrás la imagen de la recién casada, lánguida y extraña, y lo arroja definitivamente en las aguas del reflejo con un sencillo anuncio: “No te quiero. Esto ha sido un error y estoy dispuesta a acceder al divorcio inmediatamente.”
Se queda sola con su violoncelo, da clases de música, integra como “partiquina” algunos conjuntos de ópera, canta en teatros de segundo orden, interviene en papeles casi invisibles en algunos de aquellos filmes que apresuraban, saltarinamente, los más pausados movimientos. Londres le echa a la cara su aliento confuso y helado, y, a los pies, su escarcha fangosa y traicionera.
Un día al volver de Picadilly, se encuentra con su madre-la elegante y lejana señora de dulces lanas, sedas acuosas y en nubosos chales-, que la espera, de pie, en la fría buhardilla que huele a insomnios, a soledad y ayuno. No tiene ni un chelín para hacer funcionar el gas y ofrecerle una taza de té con sabor a madera lavada. Es un enfrentamiento de orgullos, dignidades y vergüenzas disfrazados de naturalidad. No, no habrá reconciliación con el encantador marido; no, no volverá a Wellington; no, no renunciará jamás a su independencia ni a seguir escribiendo. Irá en cambio a Baviera-el consejo maternal le parece acertado-, para dar a luz a ese niño que espera ansiosamente, que no es hijo de su marido.
El niño nace antes de tiempo y nace muerto. Dos abrigos y dos pares de medias, una botella de agua caliente, todo el calor del mundo no bastaría para descongelar a la aterida y desgarrada Katie. Es un frío oscuro, un hielo negro que se condensará sobre muchos períodos de su atormentada vida.
Encuentro en una isla
Ya ha entrado definitivamente en el camino aureolado que recorren James Joyce, D. H. Lawrence, Virginia Woolf, los Sitwell, con breves y desganados altos en tertulias literarias, en reuniones selectas de gente muy en boga, donde damas muy comme il faut, sentadas en divanes cubistas beben coñac en vasitos como dedales, picotean almendras y rozan con ligereza de pájaro aturdido las plumas de las aves de alto vuelo.
Un día el novelista W. L. George, colaborador de New Age envía a la revista Rythm, que dirigen John Middleton, Murry y Michael Sadleir, una novela corta de Katherine Mansfield.
El entusiasmo del intermediario no es contagioso. Murry opina que el cuento es un “cuento de hadas”. No es extraño. El lema de Rythm es “para que el arte vuelva a ser humano debe aprender a ser brutal”. Katherine manda otra historia; “La mujer del almacén”. Su clima, secretamente aterrador, envolvió a Murry en las brillantes telarañas de una curiosa realidad. Buscó un ejemplar de En una pensión alemana. Bajo la cubierta anaranjada, empieza a mondar los frutos de un arte que parece expresar “con una fuerza envidiable, una reacción contra mi propio rechazo de la vida “ análoga a la que él experimenta. Siente grandes deseos de conocerla, y W. L. George invita a ambos a su casa, no sin advertir al crítico y poeta que se encontrará con un ser de escalofriante lucidez.
Murry se prepara para una violenta colisión.
Ella llega en un taxi vestida de tórtola herida. Lleva una sencilla túnica gris con una rosa roja, bajo un chal de gasa también gris. Es serena y reservada, pero aborda cualquier tema con gran conocimiento y seguridad. El está fascinado por esas manos que se ahuecan con las palmas hacia arriba como una copa, como una caracola. A ella él le impresiona como un marino que ha aprendido la indolencia, la ensoñación, los ademanes lentos, en el insomne balanceo de los barcos.
Las primeras páginas
El encuentro continúa en amistad entre tazas de té y pétalos de flores. Pocos meses después ella suple con su audacia la cortedad de él: le ofrece un cuarto en su casa y una morada permanente en su cuerpo y en su espíritu.
Londres fijó sobre ellos un micrófono indecoroso. Escaparon a su lente, él con su andar de barco, ella envuelta en su chal color durazno, llegaron al campo, a Runcton, y alquilaron una casita para ser felices, amueblada con muebles pagaderos a plazos. Roperos, mesas y sillas entraron en ese cielo particular en agosto de 1912 y salieron de él en noviembre del mismo año: la deuda con el impresor de Rythm, por malversaciones de un amigo ascendía a cuatrocientas libras. De regreso en el indiscreto Londres, Murry se entregó en cuerpo y alma a la labor periodística; Katherine caminaba solicitando avisos, pero esa era una carga demasiado pesada para su leve paso. Se enfermó. En el verano de 1913 encontraron una pequeña quinta en Cholesbury, y allí lo esperaba ella durante la semana de lunes a viernes, escribiendo, naciendo con el sol y muriendo con la luna, hasta la aparición de él, que llegaba por dos días, por dos siglos, por dos eternidades de felicidad.
“Los dos tigres”
“Esa fue la primera vez, desde que empezamos a vivir juntos, que Katherine y yo nos separamos. Con tal motivo, se inicio una correspondencia dirigida a mí. El nombre de “Tig” con el que ella firmaba, y con el cual solía yo llamarla, derivaba de una firma conjunta que ambos utilizábamos para algunos artículos relacionados con el teatro, publicados en Rythm. Firmábamos con el seudónimo “Los Dos Tigres”. Posteriormente la denominación fue, con frecuencia, suavizada, sustituyéndola por “Wig” (John Middleton, Murry, Prólogo a las Cartas de Katherine Mansfield).
Es una correspondencia desesperada, que marca con sus saltos los encuentros y con increíble belleza las separaciones, a lo largo de nueve años orientados hacia la búsqueda del sol. Pero ella aún no lo sabe, aún está en Cholesbury, escribiendo: “Anoche rugía el viento de tal forma que me entristecí y me eché a temblar, pues me parecía oír rechinar las llaves en las cerraduras, y percibir rumor de escalas en las ventanas y pasos amortiguados en el piso de arriba. En el curso del día, querido, soy un león, pero la postrer vislumbre de la luz me convierto en un cordero, y, a medianoche mon Dieu!, a medianoche, ¡el mundo entero se me antoja un carnicero! Adiós por hoy, querido. TIG”.
No sabe que a fines de ese año-1913-harán juntos la tentativa de París, y que París será inhóspito para el trabajo de él y los arrojará a Londres otra vez sin otra cosa que el invulnerable amor y la ropa que lleva puesta. No sabe que Londres será inhóspito con sus frágiles huesos, que la empujan de nuevo hacia París en un resoplo de brumas, en febrero de 1915. El juego se repite en marzo y en mayo. Existen conjeturas maliciosas-fundadas o no-acerca de un romance con el mordaz escritor Francis Carco.
En su carta del 8 de mayo de 1915 a su “querido Bogey”, o Jack o John Middleton Murry, ella dice, simplemente, “Como sabes, F. C. (Francis Carco) no existe para mí. Deseo apoyarme en ti y reír y olvidar al Tiempo con su discordante campanilla. Sí, quiero ser tu enamorada, ¡Cariño!”
¿Qué hay debajo de esto? Carco en Vie d Artiste y Murry en Between Two Worlds solo hablan de amistad.
El soldadito de oro
En octubre está en Londres, trastornada por la guerra, cuando Chummie va a verla, antes de marchar al frente. Es una semana de encantamiento y de recuerdos. Trasplantan el jardín de la infancia a un jardín en St. John s Wood.
La pera que cae es aquella pera de color amarillo canario y pepitas de azabache que cayó hace muchos años. El banco es el mismo, manchado por las huellas del caracol, y volverá a tambalearse cuando se sienten en él para mirar los arriates del cielo. En aquella estrella está enredada la cometa que se perdió de vista. Este es la entrada de la galería que abre el camino para el topo, festoneada por un borde parecido a la pimienta parda. Este es el mismo tiempo y el mismo corazón.
-Algún día volveremos juntos-dice ella, buscando en vano el sol en el cielo plomizo, con reflejos de pecho de paloma.
-¿Volveremos? ¿No temes que no regrese?
-Regresa, regresa salvo, mi querido. Tú eres mi mundo, la mitad de mi ser.
Esa mitad dorada de su ser quedó destrozada entre las bombas unos días después.
En noviembre está en Bandol, en el sur de Francia, enlutada y memoriosa.
Se deja llevar por un torbellino de hojas de viejos calendarios, se sumerge en las ondas del tiempo y rescata una por una esas piedrecitas fulgurantes, ese polvillo de oro, homenaje y deuda de amor que se van depositando sobre las páginas de Preludio.
Como una roja sombra
En la primavera de 1917 está otra vez en Londres. Las enfermedades se suceden; los resfríos degeneran a fin de año en una pleuresía. Nuevamente debe buscar el sol. Una mañana abre los postigos. “Un sol redondo y lleno acaba de salir. He empezado a recitar los versos de Shakespeare: “He aquí la dulce alondra cansada de reposo”, y de un salto me he vuelto a la cama. El salto me ha hecho toser. La saliva tenía un gusto extraño. Era sangre, sangre de un rojo vivo.”
Ya está allí. Se ha abierto paso y crece al amparo de la sombra. Ha aparecido el 19 de febrero de 1918. Desde ese día ve anuncios siniestros en los vestidos negros de las mujeres, en las corolas cerradas, en los zapatos que rechinan, en los carros que avanzan durante la noche con un redoble de tambor mortal.
No tiene otro deseo que volver a Inglaterra. La guerra hace difícil las comunicaciones y sólo vive pendiente de las cartas que no llegan. Consigue partir después de indecibles padecimientos, el 11 de abril.
Bodas de ceniza
El 3 de mayo de 1918 se pone un vestido blanco y un sombrero blanco. Va del brazo de John a la oficina del Registro Civil. Ni raso, ni música, ni flores. Unos pocos amigos y una comida con champagne. El novio, con un narciso en el ojal, tiene el aspecto de haberse desposado con la muerte. Ella es como una lámpara traslúcida, de llama vacilante.
Sin embargo es la esposa empeñada en vivir. Trata de mirar hacia adelante: los días son una sucesión de aire limpio, de tazones de leche caliente, de mermelada de grosella, de bollos recién hechos, que desembocan en un ancho camino bordeado de verdor donde pasea en sueños con niños iguales, que prolongan la imagen de John, la antigua imagen del traje marinero.
Pero eso no es cierto. Debe volver a partir enseguida. Y ya el 27 del mismo me escribe: “Puedes figurarte el terrible golpe que representó para mí este nuevo destierro después de tan poco tiempo juntos. Pasemos a lo de nuestro matrimonio. No puedes imaginarte lo que ha significado para mí. Supongo que te parecerá algo fantástico. Yo creía que el acontecimiento brillaría con luz propia, destacándose del resto de mi vida. Pero al fin de cuentas, en realidad sólo pasó a ser parte de una pesadilla. Ni una sola vez me tomaste en tus brazos, ni me llamaste “esposa mía”. De hecho, todo se redujo a lo que suele constituir la insulsa celebración de un simple cumpleaños. Me veía obligada a hacerte recordar nuestra boda a cada paso…”
Empieza a tener la sensación de que su amor es asfixiante. Sus cartas son más contenidas, a pesar de la fiebre, a pesar de estar escritas tras la irisada vibración de muchas lágrimas.
Rápidas imágenes
“Estoy tuberculosa. Mi pulmón enfermo aún contiene mucha agua y me duele, pero no me importa. No deseo nada de lo que no puedo tener. Paz, soledad, tiempo para escribir mis libros, para observar la vida, para meditar...Nada más! ¡Oh, también quisiera tener un niño! ¡Pero pido demasiado!”.
En desafíos a sus temores, en abandonos a sus angustias, en encuentros de escasas semanas con su marido, en largas separaciones, en negros insomnios, en pesadillas estremecedoras, en desganos y ansiedades frente al papel en blanco o al papel donde su genio se derrama y traza la red que atrapa y retiene la belleza, Katherine Mansfield ve pasar unos pocos años, y casas, y hoteles y clínicas: San Remo, La Casetta, Ospedaletti, Menton, Isola Bella, París, Suiza. “!Es difícil, es difícil morir bien!”.
Su rostro pasa, como una flor que cambia de tonalidad con las distintas luces, por distintas ventanas, a través de las fugitivas ventanillas de los trenes, contra el cristal de los coches acolchonados, en rápida peregrinación hacia la posada de la muerte, entre hojas que se van apilando en maravillosos libros: En la bahía, Felicidad, La fiesta en el jardín.
Los filósofos del bosque
Hace tiempo que el escritor Orange le ha hablado en Londres de un brujo, de un mago, de un iluminado: George Gurdjieff.
Es el hombre que ofrece una respuesta a la Pregunta. La promete a través de una doctrina enraizada en las más antiguas tradiciones, pero accesible a la comprensión contemporánea. El cuerpo y el espíritu son una unidad. Hay que buscar su fusión y su equilibrio, hay que tener conciencia de que se posee una voluntad que es capaz de la acción, hay que alcanzar el amor consciente, hay que pasar de la conciencia perfecta a la conciencia cósmica.
En octubre de 1922 Katherine Mansfield ingresa en el Priorato que los filósofos del bosque poseen en Fontainebleau: el “Instituto para el Desarrollo Armonioso del Hombre”. Va a recuperar su cuerpo a través de su espíritu.
Duerme en el establo junto a las vacas, aspirando el vaho del estiércol; pero tiene la sensación de estar palpando la verdadera luz. “Me levanto a las siete y media, enciendo el fuego con astillas, me lavo con agua helada y bajo a desayunarme; café, pan, manteca, queso, dulce de membrillo, huevos. Después del desayuno, hago mi cama, mi cuarto, descanso; luego voy al jardín hasta el almuerzo, que se sirve a las once: alubias con cebolla cruda, fideos con azúcar impalpable y manteca, ternera envuelta en hojas de lechuga y cocida en crema. Después otra vuelta por el jardín hasta las tres, hora del té. Después del té, cualquier trabajo poco cansador hasta el anochecer. Después de la cena, junto a un enorme fuego en el salón, hay música, se baila y a veces se ejecutan ejercicios de danza rítmica sumamente extraños.”
“Vivir la vida cálida, anhelante, viva, tener raíces en la vida, aprender, desear, saber, sentir, pensar, actuar, eso es lo que quiero. A esto es a lo que tengo que tratar de llegar. Quiero ser una hija del sol. Me siento feliz, en el fondo, muy en el fondo. Todo está bien”:
Son las palabras de su última carta y las últimas palabras de su diario.
Hacia el sol
Lo que sigue lo relata el mismo John Middleton Murry:
“A principios de 1923 me pidió que fuera a pasar una semana con ella. Llegué el 9 de enero, a primera hora de la tarde. No he visto nunca, ni veré jamás un ser tan hermoso. Parecía como si la exquisita perfección que había existido siempre en ella la hubiese dominado por completo. Para usar sus mismas palabras, el último átomo de sedimento, los últimos “vestigios de degradación terrenal”, habían desaparecido completamente. Pero en su afán de salvar su vida, la había perdido. Mientras subía a su habitación, a las diez de la noche, sufrió un acceso de tos que terminó en una violenta hemoptisis. A las diez y media estaba muerta.”
Su cuerpo reposa en el cementerio de Fontainebleu-Avon bajo una lápida que dice: “Pero a ti te digo, mi vano Dios, que de este ortigal, el peligro, arrancamos esta flor, la seguridad.” ¿Está ahora sentada junto al sol, contemplando las flores de aloe que la niebla terrestre le impidió recoger?
en "Yo Claudia" (obra periodística de Olga Orozco) Ediciones en Danza 2012
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