HEINRICH HEINE
La lucha contra lo imposible
RC138/nov 1968
"El que no va hasta donde su corazón lo empuja y se lo permite la razón, es un cobarde; el que va más ella de lo que quería ir, es un esclavo"
¿CUÁNDO nació? ¿El 13 de diciembre de 1799? ¿El 13 de diciembre de 1797? ¿El 19 de enero de 1800? La vida de Heinrich Heine comienza con un enigma que él convierte en una contradicción: "Soy uno de los primeros hombres del siglo", dirá humorísticamente años después, y "He nacido al final del escéptico siglo XVIII; alrededor de mi cuna jugaron los últimos rayos lunares de ese siglo y los primeros rayos matutinos del siglo XIX, confesará también, intentando crear un esforzado equilibrio en una ráfaga de hojas desprendidas de un calendario ilegible. Desde ese primer remolino, inidentificable, hasta ese, muy lento, que lo arrastra el 17 de febrero de 1856, se extiende una vida agitada por muchos soplos, por muchas intemperies, por muchas corrientes de aire, adversas, encontradas, que sin embargo dejan, indemnes hasta hoy, esas otras hojas brillantes, inconfundibles, espectrales, traviesas, desgarradas: las de su poesía.
ENTRE DOS CORRIENTES
Judío bautizado pero no converso, patriota alemán pero admirador de Francia, fanático de la leyenda napoleónica pero participante en las luchas del socialismo, enemigo de la burguesía pero con debilidades aristocratizantes, desde sus primeros pasos, en Düsseldorf, se encontró con dos corrientes encontradas: las que creaban la encrucijada de su propia sangre. Descendiente de dos prestigiosas familias judías, la madre, Peira van Geldern, "teísta severa", "de predominantes tendencias racionales", resuelta, capaz, valiente, inscribe en alemán, pero con caracteres hebraicos, sentimientos profundos y realistas en la carta natal del pequeño. Los trazos del padre, Samsón Heine, son más infantiles y enigmáticos, más irreflexivos y ligeros, más blandos y aterciopelados —como contagiados por la suavidad de las telas con que comerciaba—, más acordes con su ingenua aspiración de marciales desfiles, de pelucas rococó, de manos sumergidas en salvado de almendras. Pero no fue de esa mano de mármol veteada de azul, tendida cada mañana para que la besara, ni de la firme mano materna, ahuyentadora de duendes y fantasmas, de las que el niño recibió el fuego de la poesía, el oro de la leyenda y la nieve insoluble de las supersticiones y las magias.
LOS EMISARIOS DE LO DESCONOCIDO
Hubo un tío, Simón van Geldern, llamado El Caballero o El Oriental. Fichado por la policía de París cómo "rabino y aventurero", armero en África, peregrino visionario en Jerusalén, nigromante, políglota, sibarita, mensajero de la Tierra Prometida, dejó publicado un oratorio en versos franceses y ocultó un libro de notas en caracteres arábigos, sirios, coptos y hebreos, en una misteriosa caja polvorienta. Custodiado por esa mosca azul que acompaña siempre las siestas de la infancia, el Heine niño se refugiaba en el granero y continuaba, más allá de los papeles amarillos, el itinerario del viajero que había desaparecido definitivamente: "Me identifiqué por completo con el hermano de mi abuelo, y me causaba horror tener que sentir al mismo tiempo que yo era otro, que pertenecía a otra época. Surgían lugares que no había visto jamás, Se presentaban situaciones que no hubiera podido adivinar; y, no obstante, movíame en ellas con paso seguro y ardiente decisión." Hubo también una vieja criada que llegó de Münster con una comitiva trasparente de duendes, de ogros y de brujas. Por las noches se deslizaban en el cuarto del niño al conjuro de loa cuentos, las leyendas y las baladas que surgían de aquellos viejos labios con el soplo del miedo y del encantamiento. Y también hubo una bruja que lo inició en el arte de los hondos arcanos, y una sobrina de la bruja, que le haría decir años después: "No sé cómo se es precisamente brujo, pero sí perfectamente cómo se es embrujado". Y hubo sobre todo viajes e indagaciones en lo que no está muerto aunque esté enterrado. De esas aguas sepultadas vivas, que surgen a la menor conmoción, siguió bebiendo Heine a través de las grietas de todos los tiempos.
EL SIGNO DE LA SANGRE Y DE LA ESPADA
La muchacha se llama Josefina. Es la hija del verdugo: una estirpe incontaminada que hunde sus raíces en la sangre y florece en negras malezas y maldades. Ella le habla de crueles ceremonias, de extraños banquetes, de sangrientas tradiciones, y ríe y canta bajo la luna con su "voz velada hasta la afonía". "A veces —recuerda Heine—, cuando hablaba, yo me asustaba y creía oírme a mí mismo; y sus cantos me recordaban los sueños en que yo mismo me oía cantar del mismo modo". Un día lo invita a besar una espada que aún no ha cortado cien cabezas. Heinrich la besa a ella. "La besé, no sólo empujado por mi tierno cariño, sino también por mi odio contra la vieja sociedad y todos sus oscuros prejuicios". Josefina se yergue, cruel, corno una espada recorrida por el frío y la llama y ríe con su risa de metal destemplado, de filo traicionero y mellado. En las Memorias de Heinrich Heine esa cabellera que incendiaba los crepúsculos, esa risa de pájaro crispado, esa criatura roja, extraña y salvaje, tiene el valor de un sello y la gravedad de un símbolo, estampados a fuego sobre el porvenir.
DOS COPIAS EN NEGRO
El adolescente se ha sumergido sin defensas en el sueño, en el amor, en la poesía. Evidentemente no le falta ninguna condición para el fracaso. La sensata madre se inquieta. El impreciso padre confunde la sal y la pimienta. En 1815, ante la bancarrota económica, Heinrich viaja a Francfort y en seguida a Hamburgo: será aprendiz de comercio y aprendiz de millonario. Será el único fracaso de un gran maestro: su tío Salomón Heine, poderoso banquero, inflexible y oneroso, que tenía "la misma testaruda audacia, la misma infinita blandura de alma y la misma locura incalculable" que el lírico sobrino, pero el tono frío, la frase amarga y la visión estrecha, como corresponde a alguien que cree que dos y dos son, en verdad, cuatro. ¿Y "si se le ocurriese de repente, sentado en su sillón de despacho, que dos y dos son en verdad, cinco, y que ha arrastrado por tanto, a través de su vida entera, un error de cálculo, que ha malgastado su existencia toda en una equivocación abominable"? No se le ocurre. Es el poeta el que ha errado en sus luminosos y esperanzados cálculos. La bella y rubia prima Amelia, "flor de flores, luz de la existencia", lo empuja hacia su "eterno y definitivo infierno" con su menudo pie. La niña rica, hija del todo poderoso Salomón, "envuelta en el fulgor de los diamantes", ofrece besos y sonrisas y se retrae, esquiva, en un peligroso juego de abanico que dura varios años. El pariente pobre se consume en insomnios, en versos y en suspiros.
La noticia le llega en Goettingen: la "personita sutil, la reina del cielo, tan tierna, tan parecida a las dulces ninfas se ha casado con un honorable y rico ciudadano de Koenisberg". ¡Era el primero de mayo! La primavera se escurría risueña y suavemente verde a través de los campos y del valle. "Y seguirá escurriéndose durante muchos años. El poeta no superará jamás ese infortunio: "Es una vieja historia, pero al que le sucede le parte el corazón". En los Lieder, en Almansor, en Ratcliff, en Atta Troll, la traición de la amada se alza en cada página en forma de sueños espectrales, en visiones de verdugos y cadáveres, en sombras silenciosas que se encuentran en el imperio de las nieblas.
En 1823 regresa a Hamburgo, "la hermosa cuna de sus sufrimientos", "el bello sepulcro de su paz". "¿Cómo estás?, me preguntaron. Y agregaron enseguida: Tu cara está más pálida. Pregunté por mis amables primas. También pregunté por mi amada, hoy mujer de otro. ¿Sabes? —gritó la primita—, mi perro creció y se volvió rabioso. ¡Lo arrojé al Rin! Cómo ríe esta pequeña. ¡Cómo se parece a su hermana! ¡Los mismos ojos, los mismos pérfidos ojos que me hicieron desdichado!" La primita se llama Teresa. Fue la "nueva locura injertada en la vieja". Esa extraña flor gemela y tardía, esa doble estrella de una conjunción aciaga, duplicó la tiniebla y la desdicha. "La pequeña" también se casa con otro. Entre las muchas huellas de esta repetición patética, encontramos esta: "Quien ama por primera vez sin esperanzas es un dios. Pero quien ama por segunda vez sin esperanzas es un loco. Y ese loco soy yo". Mucho después le dirá a Gérard de Nerval, ese rotundo desventurado: "He sufrido siempre a causa de un amor de juventud, sepultado en mi corazón, que no quiere morir". ¿Cuál? ¿Amalia? ¿Tere-sa? ¿Qué importa? "¡La reine est morte, vive la reine!" En adelante su corazón se enfría por una y se inflama por otra. Serafina, Angélica, Diana, Miriam, son efigies de una misma moneda acuñada en el crisol del sensualismo y del fracaso. Desilusión, melancolía y cansancio son los ingredientes del pesimismo erótico de Heine.
LA SALIDA DIGNA
"Era bajo de estatura, endeble, rubio y pálido, sin ningún rasgo sobresaliente en la cara, pero la estructura de esta cara era tan singular que enseguida llamaba la atención y no se la olvidaba fácilmente. Su carácter era entonces aun blando; no se habían formado todavía las espinas del sarcasmo que cercaron más tarde la rosa de su poesía. El mismo se mostraba más sensible contra la ironía que dispuesto a ejercerla. Los buenos sentimientos de los que luego se reía tan a menudo hallaban eco en su alma", dice un testigo de la mañana dorada de su fama. Ahora está en el mediodía de su gloria y en la medianoche de su infortunio. "Las rosas" de su poesía nacen de una raíz profundamente lastimada. Ha pasado la época de sus estudios de derecho y letras en Bonn y en Goettingen, interviniendo de manera estruendosa en las luchas por las reformas, por la influencia del pueblo en el gobierno de la Magna Alemania; ha frecuentado en Berlín los salones de Rachel Levin, esa "pequeña dama de gran alma", y ha brillado en ellos por su ingenio, su talento, sus arrebatos y sus muchas y vehementes polémicas; ha publicado muchos poemas, su Libro de canciones y parte de sus Imágenes de viaje, con un eco de aplausos y de escándalos; ha establecido relaciones estrechas, enconadas o unilaterales con los grandes personajes de la época; políticamente se ha granjeado las hostilidades de los dos extremos, en su denodado esfuerzo por hallar un centro entre las contradicciones; literariamente alza su protesta contra el destino cristiano y absolutista del romanticismo que lo incluye, tan a pesar suyo. Pasea su inconformismo encarnado en esa "figura paradójicamente esbelta, envuelta en ropajes desaliñados, con una cara pálida, cuadrada, no exenta de huellas de placeres pasados. Recorre Inglaterra, Italia, Alemania, como un viajero que ha descendido la tarde anterior del coche de posta, pasando después una noche accidentada en alguna hostería de la que está a punto de partir. Y parte. Tiempo atrás ha encontrado una solución, escrita y vital, para encubrir la desdicha y aunar en un chisporroteo las fuerzas opuestas: es el humor, la ironía, el sarcasmo, el cinismo. Contra su pobreza, contra su condición de judío a la intemperie en un tiempo adverso, contra su amor no correspondido, contra su misma capacidad de disfrutar de la vida, contra su desconfianza, contra su orgullo, contra su sensibilidad en llaga viva, contra el sufrimiento, contra el suicidio, emprende ese viaje interior: el salto burlón frente al escollo de lo imposible. Es un juego automático que desconcierta a todos y con el que a veces parece, a su vez, desconcertado. Pero los escollos externos persisten, con aristas y asperezas, y el 19 de mayo de 1831, Heinrich Heine parte y pasa el Rin.
PARIS SOLAR, PARIS CREPUSCULAR
Recorre París con trozos de Alemania pegados a las suelas de los zapatos. Pero se siente feliz: "Si alguien pregunta cómo me encuentro aquí, díganle: como un pez en el agua, o mejor, díganle a la gente que si en el mar un pez pregunta a otro por su salud, contestará: me encuentro como Heine en París". Frecuenta el salón de la princesa Belgiojoso, conoce a Balzac, a Sue, a George Sand, a Gérard de Nerval, a Víctor Hugo, a Alfred de Vigny, a Musset, a Chopin, a Liszt, a Théophile Gautier. Este dirá después: "He visto a Heine frecuentemente en su mejor época. Tenía el tipo de un dios. Era malo como un diablo, y a todo eso muy bondadoso, se diga lo que se quiera. Me bastaba con escuchar su conversación brillante, pues prodigaba espíritu. Hablaba muy bien el francés; a veces se permitía lanzar sus sarcasmos con un típico acento alemán, tan barroco, que era irresistiblemente cómico". Con él los franceses disfrutan del raro placer de encontrar sentido común en un literato alemán. A los grandes se les revela con grandeza; a los pequeños, con chocante fealdad.
Es un período de paz, sólo enturbiado por las discordias de los refugiados alemanes, por los fuertes dolores de cabeza y las cavilaciones crepusculares. En octubre de 1834, entre los pensamientos nocturnos, se abre paso un fulgor de París, vivaz, inquieto, que llega con el perfume silvestre y natural de las húmedas violetas : es Matilde Mirat. Tiene diecinueve años y trabaja como vendedora de su casa, en Seine-et-Marne, y no sabe leer ni escribir. Se enamora de Heine más allá de las letras y del talento. Él se hace cargo de su educación: "A esta maravillosa criatura la he metido en un internado .para señoritas, fuera de París, en los arrabales: hoy hay baile. ¡Tenéis que venir para ver bailar a mi Matilde", invita a sus amigos. En una carta a otro, habla de su "Nonotte", de su "pobre palomita": "Sus mejillas de rosa bullen en torno mío; mi cerebro no cesa de sentir la embriaguez de una violentísima fragancia de flores. No soy capaz de conversar razonablemente. ¿Ha leído usted el Cantar de los Cantares de Salomón? Pues bien, vuelva a leerlo y busque en él lo que yo podría decirle hoy." Esta Sulamita, tan vegetal, era encantadora y caprichosa. Tenía accesos de rabia en los que se aferraba de su amado y lo arrastraba, y ambos se revolcaban chillando sobre las alfombras. Pasaba sin transición del llanto más desgarrador a la risa más estrepitosa. Las escenas de brusca rebelión infantil terminaban en ternuras acariciadoras, en apasionadas y explosivas reconciliaciones. Ambos vivían en un vaivén, en una marea envolvente que arrasaba con todas las opacas costumbres, con todos los residuos de posibles hastíos, con todas las borras del pasado.
En 1841 se casaron. "Con su buen humor popular y su fuerza desenfrenada, con su concentración incondicional sobre este único hombre cuya existencia llenaba su cerebro, dejando un pequeño rincón para el atavío femenino" y para el loro, esta "gata montera" —como a sí misma se designaba—ligó a Heine hasta el fin de su vida con lazos elementales y quemantes. Tal vez el poeta se haya rebelado alguna vez al poder de esta atadura, tal vez lo haya hecho por celos —por celos mató al loro y hubo que comprar otro—, tal vez por contradicción entre las dos mitades de su ser escindido. Lo cierto es que dijo: "¡Dura cruz! Yo la arrastro siempre resignado. Sabe, ¡oh, mujer!, que el amarte es para mí la expiación".
OTRAS PUERTAS SE ABREN
Mientras tanto su destierro voluntario se iba convirtiendo en un encierro. En Alemania no sólo gravitaban prohibiciones sobre sus libros; también la policía tomaba medidas contra su persona. El encono, la indignación, la furia, lo perseguían en París en forma de espías. A las acusaciones de "blasfemo", "astuto", "anticristiano"; siguen las de "traidor" a todas las causas.
A medida que Alemania le cierra las puertas otra enemiga implacable le va abriendo cruelmente las de su morada. Sus primeros anuncios fueron leves: dolores de cabeza, sensibilidad a los ruidos y a la ley. En 1842 dos dedos de su mano izquierda amanecieron un día paralizados. Otro día, para abrir los ojos debe levantar los párpados con los dedos. En seguida se paraliza la mitad de su cuerpo. Hasta 1847, con mejoras y recaídas, logra huir de su perseguidora. A partir de entonces lo retiene encerrado. Heine escribe tendido en el suelo, sobre una alfombra, para deslizarse hacia los objetos que necesita. Recibe a sus amigos y continúa bromeando. No puede comer "sino con un lado", no puede llorar "sino con un ojo", pero su corazón está intacto para recibir la última imagen del amor. Hasta su "sepulcro acolchado" llega madame Krinitz, "La Mouche" —la mosca, por la figura grabada en su sortija—. Matilde accede a esas entrevistas en que se habla de amor, se suspira, las manos se enlazan y murmuran promesas imposibles.
El 17 de febrero de 1856, cuando llega la "desagradable rata alemana", Heinrich Heine murió pidiendo papel y lápiz. Madame Krinitz, "La Mouche", Camila Selden —con este nombre publicará "Los últimos días de Heinrich Heine"— verá en cada aniversario una figura negra, la sombra de un insecto gigantesco empeñado en alcanzar la luz, el aire libre. Los libros del poeta serán quemados; sus monumentos manchados, derribados, encerrados en jaulas; su memoria, escarnecida. Pero su espíritu alcanzó la libertad y su palabra la gloria.